martes, 10 de julio de 2012

Tribus urbanas



Lola Lorente “Sangre de mi sangre

Con la supuesta “edad de oro” que atraviesa el comic adulto sucede lo mismo que con la cacareada exuberancia creativa de las teleseries contemporáneas: los que tenemos una edad hemos echado ya suficiente callo como para creer que todo el monte es orégano, y acostumbramos a recelar con cinismo de perro viejo de todas estas escenas y escenillas que se inventan los periodistas. Es cierto que últimamente han aparecido tantas series televisivas interesantes como tebeos memorables, pero en muchos sentidos todo el ruido mediático responde más a una estrategia de promoción industrial que al apoyo de verdaderas obras de riesgo emergentes: la historia del Noveno Arte está plagada de obras magistrales, muchas de las cuales han acabado con el tiempo en las cubetas de saldos, y sin el fuzz que rodea a Fantagraphics, Drawn and Quaterly y compañía.

 
El que haya seguido mis blogs sabrá que tengo muchos problemas con el comic indie, no tanto por el nivel de calidad que pueda ofrecer como por la soberbia con la que se singulariza a sí mismo como algo “especial”,”adulto” y por encima de las veleidades meramente ociosas del tebeo de consumo. Este complejo de culpa del arte burgués que intenta siempre sobresalir histéricamente como manufactura “intelectual y culturalmente relevante” es tan vieja como el mundo, pero sorprende la ingenuidad con la que sus practicantes ignoran la simplicidad de sus códigos: tienen sus propios tribunales de valor (ciertos premios, festivales y editoriales son las que “reparten el bacalao” de lo que es bueno y lo que no), su público es gente que siente pánico a sentirse parte de “las masas”, maneja los clichés de “inteligencia y sensibilidad” propios de la clase media universitaria (historietitas familiares, intimidades de mesa camilla, denuncia social paternalista, traumas de niños con déficit de amor, teratología romántica del freak…) y se sienten muy cómodos con un público del que se diría que “ve la 2”. Rockdelux, Babelia, FNAC, Musac… ustedes ya me entienden. Adoro a Chris Ware, Daniel Clowes o Charles Burns, pero sinceramente detesto el circuito gafapasta que los sostiene: en muchos casos, soplagaitas capaces de dejarse treinta eurazos en el último tebeíto de moda, pero que rechazan con desdén las obras maestras de Cabannes, Comes o Tardi que se saldan a un euro en los rastrillos.
Lo que sí es cierto es que España siempre hemos disfrutado de fantásticos guionistas y dibujantes de comic, tanto a nivel muy pop (desde la inigualable escuela Bruguera a los espaldas mojadas que han hecho fortuna en las américas) como en los más radicales experimentalistas de arte y ensayo. El ecosistema del tebeo español ha estado poblado históricamente por insularidades creativas de personalidad potente, por más que el andamiaje industrial a sus espaldas haya sido generalmente bien precario: el único clásico que sobrevive es la estupenda “El jueves”, mientras las grandes editoriales de nuestra adolescencia o bien han colapsado por desventuras económicas, o han debido adaptarse a los tiempos con mayor o menor fortuna (y en esto, Norma es probablemente la que ha mostrado más olfato y cintura). En fin, dejémonos de filípicas porque lo que nos ocupa es comentar el interesantísimo debut de Lola Lorente, un tebeo del que uno podría esperar la manida retahíla de clichés indies, pero que brilla con especial fuerza por lo atemperado de sus recursos narrativos y una inusual intuición para cuadrar una textura anímica, una atmósfera, logradísimas.
Sangre de mi sangre” es en primera instancia una tragedia en el sentido clásico: el relato moral de varias biografías trenzadas mediante una fatal interdependencia que habrá de conducirlas a un destino común, único agente capaz de propiciar el sentido del microcosmos autoconclusivo (no tiene afuera) habitado por un enjambre de individuos aislados en su particular callejón sin salida identitario, y cuyas angustias no pueden venir resueltas más que por el advenimiento de una catarsis redentora y purificadora, que (y en esto el relato es muy clasicista) habrá de cobrarse un oneroso diezmo. Espero no spoilear la obra si anticipo que su contundente coda final es la conclusión lógica a una maraña de afectos incomposibles en un espacio demasiado pequeño como para que las subjetividades dislocadas que lo habitan puedan sobrevivir en armonía: herederos de estigmas y fracturas de imposible superación, los protagonistas parecen abandonados a una rutina incómoda y tensa, pero irrigada por peculiares corrientes de solidaridad y empatía. Cada uno de ellos ha sabido producirse su particular consuelo, generalmente secreto, mediante la sublimación íntima de objetos-fetiche y espacios-refugio. Su estructura narrativa es entonces relativamente clásica: el despliegue de un peculiar animalario freak en un circuito cerrado en el que los códigos protocolarios ahogan la voz de individuos atrapados entre la necesidad de ocultación de los deseos, y la necesidad imperiosa de una desaparición, una huída.
Por tanto, “Sangre de mi sangre” es la transposición al imaginario indie de los fundamentos de la épica familiarista en conformidad a las categorías psicoanalíticas: identidades fundadas en traumas infantiles irresueltos, problemas de autoestima y complejos de culpa (el peso del apellido, la exigente sombra del Linaje), fetichismo como sublimación de la ansiedad y el vacío, conflictos paranoicos de deseo, la jerarquía familiar como territorio de rencores silenciados… Una constelación de soliloquios que pareen haberse rendido a la disfuncionalidad y el aislamiento mutuo, cuyo relato es modulado en una atmósfera tierna y grave, trabados en una peculiar y sutil solidaridad. La tibia depresión general que parece recorrer la urbanización en la que tiene lugar la historia, nos es presentada como resultante del incumplimiento de las propias expectativas de cada uno de los vecinos, incapaces de insertarse plácidamente en unos protocolos sociales demasiado acotados. Un puzzle de subjetividades en el que cada pieza (cada personaje), pese a su autonomía, sólo es comprensible desde el paisaje de conjunto: esto que digo será más fácilmente entendible para el lector que sea, como servidor, de pueblo, pues de pueblo es el tipo de pacto social en el que transcurre “Sangre de mi sangre”: pequeñas colectividades donde todos creen conocerse, pero en realidad ignorando hasta lo más fundamental del pensamiento y los deseos del vecino, y donde la sensación de soledad compartida puede ser letal.
Pero al margen de estos detalles de oficio –de oficio de narrador, lo que más que ha gustado del tebeo ha sido el tratamiento de los objetos y los espacios, omnipresentes en toda la historia y sobre los que basculan los escasos momentos de intimidad real que se permiten los protagonistas. Frente a otros tebeos indies del mismo género familiarista (que por lo general se limitan a ser “bustos parlantes” en los que los acontecimientos son explicados mediante lógicas exclusivamente interpersonales), Lola centra su atención en todo un arsenal de fetiches inventados por cada personaje como depositarios de sus afectos más íntimos, y a los que recurren para mantener el tipo de “diálogo” confesional que los rigorismos sociales les impiden establecer con otras personas. Objetos y espacios sublimados así en forma de “mejor amigo” y “refugio” inventado en el que esconderse de las miradas inquisitivas, y en los que proyectar las fantasmagorías e idealizaciones personales. Cada personaje produce para sí una singular dialógica, que permite que su soledad sea vivida como un campo imaginario plagado de símbolos e iconos unipersonales que son, en última instancia, los guardianes de su identidad íntima. Estos objetos fetiche son hábilmente escogidos por Lola como simulacros que cuestionan y exhiben la especulación en torno al yo: disfraces, marionetas, espejos, muñecos… figuras espectrales y de una ternura turbia, por cuanto su artificialidad inerte es lo que les habilita como confesores secretos: son ellos los únicos que saben toda la verdad sobre los personajes, y los interruptores que distribuyen los flujos emocionales de sus dueños.
Este inusual protagonismo de lo objetual me parece uno de los detalles más potentes de “Sangre de mi sangre” y el campo en el que la autora muestra más autoridad e ingenio, hasta el punto de que quizás lo más emocionante de la narración sean esos pequeños momentos, trasversales a la historia principal, en el que cada protagonista explicita su verdad más íntima siempre en diálogo con el objeto que le sirve de asidero afectivo. Escenas a veces silenciosas, que siempre transcurren en ese limbo en el que se entremezclan recuerdos y ensoñaciones con presencias que no lo son tanto, realidades y expectativas, objetos reales y amores platónicos, lo objetual y lo objetivo y lo subjetivo… Construyendo para cada actor su universo personal, donde proyectar todo aquello que tiene prohibido la puesta en común.

(Hago un apunte off topic: como planteamiento psicosocial, este “retiro espiritual” de cada personaje a su propio universo fantasmático, como opuesto a una “realidad social” pura y dura, necesariamente castradora, es algo que supongo todos hemos sentido alguna vez: el mundo opaco de nuestros secretos, que sólo compartimos con objetos. Quizás el motivo de nuestra infinita soledad sea el hecho de que nuestro Yo es literalmente un depósito de secretos: lo que me hace ser yo es aquello que escapa del control de los demás. Y la condición inexcusable para eludir ese control, es evitar la mirada del otro. Tal vez el Yo es siempre, necesariamente, el Yo secreto. ¡Me encantan los secretos de la gente! Suelen ser asuntos que les humanizan de un modo muy tierno).

Lo que está fuera de toda duda es la potencia del lenguaje gráfico de Lola, que se ha construido una personalísima estética que consigue hacer suyos el lowbrow de la ilustración bloguera de ascendencia indie, cierto expresionismo a lo George Grosz, la pasión por la nocturnidad campestre propia de Charles Burns, o el elegante naive simbolista de Edward Gorey, con una caligrafía minuciosa y preciosista especialmente dotada para las formas orgánicas. Y a través de la textura y trazo de sus dibujos, se entiende perfectamente el estado de ánimo que sirve de ilación a toda la historieta: grave y a un tiempo amable, expresionista y orgánico pero extrañamente cerebral, de indefinido aroma retro y sobre todo muy, muy icónico (como, en general, toda la historieta contemporánea). He de decir que el modo en que componen las páginas los historietistas contemporáneos me resulta chirriante: la influencia de Chris Ware y el omnipresente diseñito gráfico menosesmás ha redundado a menudo en comics torpemente esteticistas que pretenden ocultar incompetencias narrativas.   No es el caso de Lola, que sale airosa de escenas muy difíciles de narrar al estar protagonizadas por la pura gestualidad y el silencio.
No me extiendo más, simplemente recomendar encarecidamente la lectura de esta joyita tanto al aficionado de ojo clínico como al lector casual que sienta curiosidad por el mundo del tebeo adulto. Esperemos que “el próximo Lola” no tarde mucho en salir, y que esta fenomenal autora siga profundizando en un personalísimo universo de afectos cuyos rincones todavía pueden deparar grandes sorpresas, y en el que queremos seguir hurgando.

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