lunes, 14 de enero de 2013

Kitsch políticamente correcto

Photobucket

Magic Mike (Steven Soderbergh, 2012)
En su esforzada y calamitosa carrera en pos del reconocimiento crítico, la filmografía de Steven Soderbergh ha ido tomando una trayectoria cada vez más en caída libre, siendo el enésimo abducido por ese agujero negro que es la “estética de los Oscar”: películas muy bien filmadas y de fuerte poso moralizante, personalistas y de sentimentalidad explosiva y ejemplarizante, aparentemente arriesgadas pero en realidad milimétricamente fieles al ideario del público al que van dirigidas (gafapastas de nivel medio-bajo, el target al que se dirige el New York Times). Nadie hubiese sospechado, cuando filmó su exquisito y envenenado debut “Sexo, mentiras y cintas de video”, que aquella joven promesa que irradiaba carisma de auteur terminaría por encarnar los valores intelectuales más abyectos de la aristocracia cinematográfica yanky, resultando a la postre una versión low-cost de los Spielbergs, Allens, Eastwood y demás portavoces del “sentido común” de al academia imperial. Para mayor escarnio, pese a sus afectadísimos manierismos Oscar-oriented, Soderbergh jamás trascenderá el status de voluntarioso segundón, pues sus films carecen tanto de la pegada formal de los directores con los que compite, como de la capacidad de la convicción moral que lo capacite para meterse a la clase media progre en el bolsillo. Si, como creía Susan Sontag, el kitsch es “seriedad fallida” (el grotesco resultante de aspirar a un cátedra con material de vertedero), mucho me temo que la obra de este director puede valorarse como el kitsch propio del Dorothy Chandler Pavillion.

 
El último tropiezo en una filmografía como la suya, que continuamente invita al facepalm, es esta ortopédica “Magic Mike”, muy laureada en las listas de lo mejor del 2012, pero que para el abajo firmante representa con meridiana claridad el modo en que al aparentemente libertario universo Sundance le subyace una axiomática moral desvergonzadamente afín a la del mismo capitalismo que aseguran denunciar. El film cuenta la historia de un circunspecto stripper, ya entrado en la treintena, cuya vocación secreta sería la de montar un negocio serio, proyecto que no termina de realizar al estar atrapado en la inercia de placeres efímeros que le proporciona el mundo de farándula en el que se gana el pan: sexo, drogas y rock and roll son el único espesor existencial de su vida, placebos necesariamente insuficientes para sus inquietudes y aspiraciones vitales, que no son otras que las del enterpreneur riquiño. El que era una canónica bala perdida con el corazón de oro irá descubriendo lo errado de su modo de vida a medida que va cayendo enamorado de una chica tranquila y sensata que representa el “sentido común” WASP, y a través de cuyos ojos descubrirá que esa vida de excesos no puede conducirle más que a la autodestrucción. A través del amor redentor de esa mujer, el héroe dará un vuelco a su vida y se reinventará “cumpliendo su sueño”, abandonando el mundo de la noche y pasando el cetro del mundo stripper a un chaval para el que intuimos el mismo decurso ético en el futuro.
Todo ello narrado con una estética tramposamente “indie”: tipografías muy cuidadas, falso naturalismo en los diálogos, cinemascope mayestático a lo Paul Thomas Anderson, primeros planos de pretendida profundidad psicologista, secundarios muy icónicos, y todo el repertorio de lo que, como he dicho, se está instaurando en EE.UU como el (simulacro de) “cine de calidad” propio de la generación Apple. La jugada parece haberle salido muy bien a Soderbergh (como digo, la peli obtuvo críticas muy favorables), lo cual resulta incomprensible dado lo cochambroso de su desarrollo, a la altura ínfima de aquella inenarrable película sobre el wrestling protagonizada por Mickey Rourke. Lo más hilarante del film, y lo más ilustrativo de sus mil imposturas ideológicas, es su peripatético guiño anti banca: el protagonista intenta conseguir un crédito para montar su empresa pero el banquero de rigor se lo niega, pues como todos sabemos “los bancos son muy malos”. Ese detalle, que supuestamente quiere reflejar la “sensibilidad a pie de calle”, es en realidad otro ejemplo del modo en el que la industria de la conciencia hollywoodiense se apropia de ciertos argumentos de la esfera #occupy como estrategia para empatizar con el espectador y ganárselo por la vía del sentimentalismo fácil.

Photobucket 

La película se pasa volando y se disfruta por lo encantador del universo stripper (y porque, sinceramente, no todos los días se encuentra uno en pantalla a Channing Tatum enseñando su generoso y apolíneo trasero), pero la moralina final le deja a uno atónito ante semejante decrepitud ideológica travestida de moderneo sensible e inteligente. El “mensaje” final viene a ser que “para cada cosa, en la vida, hay una edad”, y el que fuese díscolo vividor con 20 años está condenado a descubrir en carne propia que la redención a la trampa del hedonismo es la solidez de los valores burgueses: llegados los 30, es hora de reinventarse con la santísima trinidad formada por Matrimonio, Hipoteca y Empresa. Tal vez mi lectura está demasiado condicionada por mis prejuicios hacia el trabajo de este director, y hay quien analiza la sinopsis como una reflexión sobre la violencia inherente al madurar personal, las fluctuaciones de la identidad en función de nuestras circunstancias singulares, el desencanto del que se sabe atrapado en un universo ajeno, o las redes de solidaridad y afectividad que florecen incluso en los contextos más prosaicos. Pero si esa la hoja de ruta de Soderbergh, la película hubiese resultado mucho más digna si, por ejemplo, en lugar de un stripper que aspira a ser empresario, el protagonista fuese un empresario que aspira a ser stripper. Que también los hay, claro que sí. Y de ese modo se hubiese librado del decepcionante corolario moral que se deduce (voluntaria o voluntariamente) del argumento, permitiendo que la historia funcionase como necesario y saludable cuestionamiento de un “sentido común” que, en la película de Sodebergh, es venerado como sacramento. Sí resulta paradójico que dicha epifanía de la reinvención personal conforme al sentido común resulte en pantalla, de tan convencional, una excentricidad absoluta: la corrección política elevada a la categoría de kitsch. 

1 comentarios:

  1. Ok, seguro que hoy por hoy la “realidad” económica está superando a la ficción política. Pero gracias a eso podemos ver que la realidad económica es más fictícea aún que la política. Es decir, más manipulada y más interesada aún que la política. Y si esa peli es tan kitsch como dices, es porque ya nadie se cree que “la redención a la trampa del hedonismo es la solidez de los valores burgueses”. Porque más que “redención” yo diría que ahora se contempla como una “resignación”.

    Sin embargo, y por darle un enfoque más positivo a tu post, he encontrado a alguien políticamente incorrecto pero cuyo sentido común se ha mostrado -durante los últimos treinta y cinco años- más sólido que los valores burgueses, y que además no se ha tenido que reinventar ni a los treinta ni a los sesenta años, aunque se ha tenido que postmodernizar con “drones” y helicópteros para su actividad cotidiana, eso sí. (Ver el vídeo a partir del minuto quince... o todo entero si se desea, claro).


    http://youtu.be/SvLDh25XV-Q


    ResponderEliminar

Template developed by Confluent Forms LLC; more resources at BlogXpertise