Vivimos en la cultura del caos porque, para empezar, hemos inventado la
palabra caos y el concepto que ella
vehicula, pues prácticamente ninguna civilización anterior a la modernidad
contaba en su lenguaje con un término equivalente. Mucho más longevos son los
conceptos de “desorden”, “azar” y “aleatoriedad”, que
contrariamente a lo que su uso cotidiano nos lleva a creer, refieren
procesos que no tienen nada de caóticos. Y es que el caos es una figura
epistemológica utilizada para significar sistemas
de orden complejo irreductibles a funciones lineales y, en consecuencia, de
desarrollo impredecible… pero ni casual ni libre: lo caótico es el residuo
cognitivo de las ciencias deterministas, de las que nace y a las que se debe, pues sólo en su marco puede tener lugar. Fuera de un espacio medible, no hay caos.
El tipo de eventualidades descritas
por la Teoría del
caos son ontológicamente concordantes con la doctrina newtoniana, que
propone al cosmos como una estructura ordenada en todos sus rangos y en
consecuencia determinable; el modelo del universo-reloj. Los sistemas caóticos son aquellos en los que
pequeñas alteraciones en las condiciones iniciales del sistema hacen que sus
variables progresen en direcciones imprevisibles, pero que de suyo son
estrictamente mecánicas: son sistemas cuya ley no conseguimos modelizar, pero
no sistemas anárquicos. “caos ” es por
tanto un efecto del entendimiento, mientras que “desorden” sería una propiedad de la sustancia: de haber un sistema
desordenado, éste debería escapar toda legislación física. Desde esta perspectiva, las singularidades son fenómenos de desorden, pero no de caos.
El matiz que desiguala a ambas
palabras es capital, con todo tipo de consecuencias ideológicas y políticas: el positivismo moderno puede tolerar el caos pero no el desorden, pues lo desordenado sería aquello ontológicamente referible a una
modelización científica, y por tanto a un código normalizado en el
que situar su realidad. Lo caótico salva la necesidad, mientras que en lo
ontológicamente azaroso adviene ese horror
de la contingencia que los metafísicos racionalistas aborrecían como el
límite de la autoridad de la filosofía. Si existe la sociología como ciencia,
por ejemplo, es por conformidad al principio que presupone que el
comportamiento humano no es azaroso, sino más bien irreducible a un modelo
lineal de comportamiento (de lo que, por otra parte, se deduce que situar a la sociología al
amparo del logos exige prescindir de
la posibilidad de la libertad como acaecer del des-orden; hay matemáticas para
el caos , pero no para la libertad). No somos tan libres, sino más bien
caóticos, cuando es posible predecir con bastante precisión, por ejemplo, el
número de suicidios que habrá este año en Nueva York.
De haber desorden en el mundo, no tenemos acceso a él: nuestra cognición es
una máquina ordenadora que únicamente registra lo que puede conocer y
re-conocer, aquello por tanto cumple las leyes con las que mapeamos la realidad.
Nuestro cerebro es una computadora de patronaje algorítmico que colapsa ante el
azar, que en cuanto insecuenciable
resulta impensable: de haber algo al
margen de la estructuración que nos hacemos de lo real, nos pasaría
completamente desapercibido. Incluso el esotérico “cuerpo sin órganos” de Deleuze
(y hasta el caosmos de Guattari) era un patrón de configuración lógica de lo
real, que no por voluntariosamente informalista dejaba de ser ordenativo. Y es que de existir realmente azar o desorden
en el universo, no le interesaría a nadie: ni cabría en el pensamiento ni
tendría ningún tipo de utilidad.
El desorden, lo azaroso o fortuito, es
necesariamente efímero y autoconclusivo, y por tanto despreciable. Los
romanticismos zafios del “caos ” mal entendido, idolatría de una especie de
imaginario libertinaje de la naturaleza, son el efecto colateral de la estética y la metafísica capitalista de lo efímero. En realidad no existe
nada efímero, pues los acontecimientos siguen vivos a perpetuidad gracias al efecto dominó de sus efectos. El Heráclito "todo cambia" no equivale a "todo se pierde", porque de hecho todo perdura: el tiempo se coesiona consigo mismo mediante el respeto de la ley de Causa y Efecto. El caos puede localizarse y medirse por sus resultados. Aquello que desencadena nos afecta por su implicación en el Sentido del tiempo.
El caos es entonces la indeterminación de la Ley (régimen de causas y efectos) de un proceso... pero ello no nos impide advertir que ese proceso tiene un Sentido.
La sutileza del castellano a veces dificulta mucho la comprensión de conceptos tratados por
pensadores de otras lenguas, que en la traducción pierden el matiz que los precisa y que, en
filosofía, lo es todo. Un caso engorroso a este respecto es la
vaguedad en el uso del concepto de “sentido”
como diferente a “significado”,
cuando en la tratadística anglosajona ambos suelen colapsar e indiferenciarse
en el vocablo “meaning” (mucho menos habitual es el recurso a “sense”). Ambos conceptos son tan parejos
que su fricción es incandescente, e históricamente la determinación exacta del
contenido de uno y otro ha dado pie a irresolubles disconformidades entre
sistemas metafísicos en litigio. Personalmente me gusta la definición de “sentido” como la competencia por la que el cuerpo sintetiza lo real en
función de su futuro. Sentido es lo que permite formular los acontecimientos significánadolos
en una ecuación de la que obtener la profecía de un decurso: algo así como la
función holística del entendimiento que conjuga lo real como un todo que ata el pasado y el
futuro en una trayectoria común y respecto a una misma objetividad. Es una facultad espectativa, estadística, previsoria y provisional.
Por lo visto la dificultad de crear inteligencia artificial está en la complejidad de emular el "sentido", algo así como un marco que habilite a la máquina para tomar decisiones a conciencia más allá de mover significados (que es una actividad muy tonta, y aquello que los ordenadores mejor saben hacer).
Por lo visto la dificultad de crear inteligencia artificial está en la complejidad de emular el "sentido", algo así como un marco que habilite a la máquina para tomar decisiones a conciencia más allá de mover significados (que es una actividad muy tonta, y aquello que los ordenadores mejor saben hacer).
Si el caos es como he dicho un
desbordamiento de la razón, experimentamos su presencia como ese “sublime” propuesto por Kant y Schopenhauer, o el desconcertante goce estético ante la infinitud,
que carece de significado pero no de sentido. Mucho se ha escrito sobre la
valencia del caos (o el ruido) como catalizadores de la experiencia de lo
sublime, o la toma de conciencia de la propia insignificancia ante la
contemplación de lo insignificable, la esterilidad del acto mismo de
significar. “Lo sublime” es una forma de aprehensión que, en su anegación de la
razón y el juicio, nos desarma y deja a expensas de lo absoluto: un
desconcierto que, extrañamente, el cuerpo padece y goza. Lo verdaderamente sublime no es sólo innombrable sino más severamente inobjetivable, con lo que compromete el entrelazamiento de noema y noesis propio del pensamiento lingüístico, dejando desnudo el puro
sentido, por así decir.
Y es que, como han advertido los cibernéticos, el sentido se presenta ya en el acto de la percepción, en la connotación de cómo vemos las cosas. Hay una intensidad de valor propia a la percepción del objeto de la que carecen los ordenadores, quedando así "ciegos" para una interpretación compleja de sus interacciones con el mundo. Para mayor complejidad, el sentido administra casi en exclusividad el
placer, y las máquinas no son capaces de ningún padecimiento. Sentido, intencionalidad, valor, espectativas.
Este planteamiento es en el fondo
pragmatista, pues se deduce de la hipótesis de que el Sentido es contingente e instrumental: su labor es precisamente
articular los acontecimientos para que no desaparezcan (para que sobrevivan las "lecciones" que obtenemos de cada evento) y que el vivir funcione
como un aprendizaje en el que cada vivencia sirve de bienvenida a la
experiencia equivalente del futuro. Esto cabría perfectamente en un tratado de zoosemiótica, pues no es una habilidad exclusiva al hombre sino a todos los seres sintientes: toda especie dotada de la capacidad de aprendizaje (es decir, de memoria) necesita una facultad mínima de Sentido: encontrar patrones de causas y efectos, es decir, armonías recurrentes de movimientos en el mundo. Toda especie capaz de inteligir una "causa" y promoverla hacia un "efecto" necesita memoria y sentido, de los que obtiene esos hábitos que conforman la "personalidad".
Mediante el sentido hilvanamos los pedacitos de
temporalidad para obtener un tejido dúctil y consistente, flexible pero
irrompible: el estampado que perfila su superficie es ni menos que la realidad: la cohesión solidaria de
todo formando un paisaje único, la urdimbre entretejida mediante el engarce
de las causas y los efectos, cadenas mínimas de sentido.
Ese manto de lo real a veces presenta nudos enmadejados,
deshilvanados y rasgaduras, cuando el pensamiento es incapaz de resolver el
trenzado de un evento que no hayamos previsto
en nuestro patronaje. Es el trauma,
lo irreductible al Sentido, lo incomposible con el resto de la realidad: todos
tenemos traumas aunque casi siempre optamos por su olvido, pues se resisten al
pensamiento, que no logra siquiera presenciarlos,
precisamente por su inmunidad al Sentido. Ante el trauma, sólo cabe refigurar el
estampado previsto. Llegamos, entonces, a un modelo de la mente como máquina
que elabora patrones, de los que se sirve para aprehender acontecimientos y con
ellos dibujar una realidad. Musicalidad.
Estas ideas son explicadas de manera muy
sencilla por Jordan Peterson, psicólogo canadiense de discurso ameno
pero muy sólidamente fundamentado: lo cordial y diáfano de sus charlas
recuperan para su disciplina los orígenes filosóficos y terapéuticos de los que
surgió, haciendo asequibles para el gran público conceptos muy opacos y técnicos a los que él es capaz de investir de calidez, de humanidad. En esta exquisita conferencia que adjunto explica de un
modo envidiablemente ameno y pulcro cómo ese “patronaje” de la realidad
mediante en el Sentido sigue una lógica arcana y profunda que sólo puede ser
revelada mediante la musicalidad. Su tesis es punto por punto la misma que
venimos defendiendo en este hilo sobre la polifonía: la música es una
herramienta de aprehensión de las vibraciones del mundo, las mancuernas de
nuestro “músculo del entendimiento”
que mediante ella amplifican nuestra capacidad de reconocimiento de patrones,
nos fortalecen para reconocer (y tricotar) las reverberaciones del tejido de la
realidad, haciendo que nuestro cuerpo vibre en su misma longitud de honda.
Puede haber música al margen del dominio melódico pero no del armónico: la
armonía de nuestros cuerpos vibrando en sintonía con el mundo.
Peterson tiene una recomendabilísima serie de
videos llamada “Maps of meaning” en los que desgrana su minuciosa y trabajada concepción
del papel del sentido en la habitabilidad de lo real: sin sentido no hay más
que trauma, imposibilidad de aprehender lo que sucede y conjugarlo en un
relato. El caos es el gran peligro de nuestra intelección, el abismo
que rodea el precario desfiladero de las certezas anulando por completo nuestro raciocinio ante situaciones demasiado tumultuosas, cuya resolución sólo puede alcanzarse mediante el recurso a nuestro propio Sentido: caminante no hay camino, pero siempre hay insinuación y vocación de un destino. La realidad necesita un
mínimo de lenguaje (un mínimo de historia) para ser vivida y pensada, y un
mínimo de caos (de holgura, laxitud, apertura) para ser sentida y padecida.
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