domingo, 19 de mayo de 2013

Sin-cron-izados




 capitalismo: el primer reloj-robot

Textos extraídos de “Educación para la ciudadanía” (La venganza de Cronos págs. 117-127) de Carlos Fernández Liria y otros autores.


La razón -decía Voltaire- es aquello que todos los hombres tienen en común cuando están tranquilos”. El espacio de la ciudadanía necesita de un cierto reposo, pues para hablar, para dialogar, para argumentar, para legislar, hace falta, antes que nada, un poco de calma: uno no se sienta a charlar en medio de una tempestad. La mitología griega contaba esto de una forma muy gráfica.

En el comienzo de los tiempos, Gea, la Tierra, y Urano, el Cielo, no hacían otra cosa que copular el uno sobre el otro. Urano se negaba a separarse de Gea, de tal modo que entre los dos no quedaba ni un solo hueco para nada. Así pues, no había ningún espacio en el que pudieran instalarse las plantas, los animales, los hombres... En definitiva, el mundo mismo era imposible, porque el cuerpo de Urano lo tapaba todo.

Mientras tanto, el vientre de Gea no paraba de concebir hijos, hijos y más hijos. Pero ninguno de ellos podía nacer, ya que el pene de Urano bloqueaba constantemente la salida. Así fue hasta que uno de estos hijos, Cronos, el Tiempo, encontró la solución. Tomó una hoz y, de un sólo tajo, cortó el pene de su padre desde el interior útero de Gea. Se convirtió así en el Cielo, dejando entre él y la Tierra un gran espacio abierto, al cual salieron de inmediato todas las criaturas concebidas en el vientre de Gea.

Cronos tiró el pene de su padre al océano y del semen de Urano, al contacto con las aguas, nació Afrodita, la diosa del amor. Y así fue como se originó el Mundo. El Cielo quedó arriba, la Tierra abajo, rodeada del Mar. En medio de todo ello, se abría un espacio suficientemente amplio para todas las criaturas que conocemos.


Pero el Mundo tenía aún un problema que convertía en imposible la vida de los hombres. Cronos, el Tiempo, destruía inmediatamente todo cuanto pretendía instalarse en ese espacio. El Tiempo lo devoraba todo, nada podía echar raíces y permanecer. El mito cuenta esto a su modo, diciendo que Cronos devoraba a sus hijos en cuanto nacían del vientre de su mujer, Rea. Una profecía decía que Cronos tendría un hijo que lo destronaría.

Así pues, Cronos devoraba a sus hijos, del mismo modo que cada año, cada día, cada minuto, cada instante, se consume en el crisol inmisericorde del Tiempo. En esas condiciones, ninguna institución podía tenerse en pie. Era como si una tempestad revolucionaria lo echara todo constantemente abajo. Como si el viento fuese derribando todo cuanto los hombres iban construyendo.
 

El mundo era inhóspito, inhabitable, y todo estaba a la intemperie. Así era imposible sentarse a hablar, a dialogar, a legislar. La ciudadanía era imposible. La vida de los hombres en general era imposible, porque éstos no encontraban nada a lo que agarrarse, ni un altar, ni un tótem, ni un rito, ni una costumbre, ni siquiera la gramática de la lengua permanecía: todo se lo llevaba el viento.

Rea entonces inventó una treta. Parió un hijo y lo escondió. En su lugar, le dio a Cronos una piedra envuelta en un pañal y éste se la tragó sin notar la diferencia. Rea llevó a su hijo Zeus -que así se llamaba- a una cueva escondida, donde fue criado por los Titanes. 

Al hacerse mayor, Zeus regresó con el ejército de los Titanes y venció a Cronos, su padre. A partir de entonces, el Tiempo dejó de reinar. El Tiempo seguía pasando, pero ya no reinaba. Así comenzó la era de las instituciones, edificar palacios y templos, legislar costumbres y, antes que nada, pudieron ponerse a hablar, a dialogar, porque el viento ya no se llevaba la gramática de la lengua. Así fue como se hizo posible la aventura de la ciudadanía.






Nuestras instituciones resisten el tiempo. Desde entonces el tiempo no reina en este mundo. Es cierto que a la postre se le deja hacer su obra, pues todo termina por envejecer y por morir, pero esto es sólo a condición de que, mientras tanto, el tiempo haya reconocido que existe una autoridad más alta que él, la autoridad de la razón, la ley y la libertad.

Los hombres vivimos en ese “mientras tanto”, desplegamos nuestra vida ahí donde el tiempo ha dejado de reinar. Ese conjunto de instituciones al que llamamos “ciudad” es, pues, una especie de antídoto contra el tiempo, una especie de máquina capaz de detener el continuo pasar de las cosas, es decir, un lugar lo suficientemente tranquilo como para que sea posible sentarse a hablar, a argumentar y contraargumentar, a dialogar y, también, a pensar. El declinar de Cronos hizo posible el lenguaje y el lenguaje trajo después las leyes y la vida ciudadana.

Ahora bien, los griegos fueron muy conscientes de que preservar ese espacio vacío para la palabra no era cosa fácil. Había que construir instituciones capaces de resistir las fuerzas de la naturaleza y, también, las fuerzas de la historia.

No hay posibilidad de dialogar tranquilamente en medio de una tempestad, allí donde la naturaleza se muestra tan hostil que hay que estar constantemente defendiéndose de ella. Tampoco es posible el diálogo en mitad de una batalla, una guerra o una invasión. El espacio vacío de la ciudadanía tiene que estar protegido de las fuerzas incontrolables de la naturaleza y de la historia.

Para que en el centro de las ciudades hubiera un espacio vacío (al que acudir todos los días “para engañarse unos a otros bajo juramento”), había que construir una muralla alrededor de la ciudad. Una muralla lo suficientemente sólida para resistir las embestidas del permanente tsunami de las fuerzas naturales e históricas.

[…]

 
Sea como sea, Grecia sucumbió a las fuerzas de la historia. Y, en un cierto sentido, se puede decir que el tsunami histórico no volvió a dejar a los hombres lo suficientemente tranquilos como para desenvolver una vida ciudadana. Durante siglos y siglos, el centro de las ciudades vino a ser ocupado por templos y por tronos.


Así ocurrió, como hemos visto, hasta los tiempos de las revoluciones que marcaron el inicio de la sociedad moderna, cuando el proyecto político de la Ilustración se empeñó, lo mismo que habían hecho Sócrates y Platón, en hacer gravitar la sociedad en torno a la razón y la libertad.

Esta vez se trató de un impulso político incontenible, que conmocionó el planeta de arriba abajo. Los más grandes filósofos, como Montesquieu, Diderot, Rosseau, Condorcet, Lessing, Kant, Hegel o Schelling, celebraron en esta época el triunfo de la libertad y la razón. “Desde que el sol está en el firmamento y los planetas giran en torno a él -decía Hegel-, no se había visto que el hombre se apoyase sobre su cabeza, esto es, sobre el pensamiento, y edificase la realidad conforme a la razón”.

Esta vez parecía que la humanidad entera se había comprometido con el proyecto político de un Estado de Derecho y que ya nada podría frenarla en este empeño. Era la victoria definitiva de Zeus: una asamblea legislativa, con la Declaración de Derechos Humanos como punto de partida, elabora una constitución y obliga a todo el cuerpo social a acomodarse a las exigencias de la ley. El espacio de la ciudadanía parecía así, por primera vez, contar con instituciones suficientemente poderosas para resistir los embates de la historia.


[…]


 


Y sin embargo, como vamos a ver en seguida, lo que se avecinaba en realidad era un desastre sin precedentes. Por expresarlo como en el mito, podríamos decir que, justo en el momento en que la Humanidad celebraba la victoria definitiva de Zeus -la consolidación de un reino de la ciudadanía-, Cronos iniciaba su más potente y despiadado contraataque. 

Cuando se nos cuenta la formación de los Estados modernos, se nos suele contar, en efecto, la película del sufragio universal, de la democracia constitucional y del Estado de Derecho. Pero al mismo tiempo que todas estas cosas, la humanidad se veía envuelta en otra película mucho más comprometida, una película que, así, en el lenguaje de Hollywood, podría haberse llamado, por ejemplo “Cronos, segunda parte: la venganza”.

Podría llamarse también “La resurrección de Cronos” porque, en efecto, de eso se trató: justo cuando todo parecía ya preparado para hacer de la política la gran protagonista de la aventura humana, Cronos renació y se alzó imponente en el centro mismo del espacio ciudadano. Y así fue como en lugar de Ilustración tuvimos capitalismo.

Existen muchos motivos por los que esta comparación del capitalismo con Cronos resulta oportuna. Uno de los más grandes historiadores contemporáneos, Inmmanuel Wallerstein, tras escribir una obra monumental sobre la historia del capitalismo, concluía diciendo que se trataba del sistema más absurdo que ha conocido la humanidad. “Cuanto más vueltas le doy -decía-, más absurdo me parece”.

El capitalismo es un sistema en el que se produce más para producir más. Se acumula capital para acumular más capital. Los capitalistas son como ratones en una rueda, que corren más deprisa a fin de correr aún más deprisa. En efecto, cada empresa se esfuerza por imponerse a la competencia, aumentando su ritmo de producción, haciendo trabajar más deprisa y más intensamente a sus trabajadores, intentando conquistar la mayor cantidad de mercado posible para sus productos.

Mientras tanto, todas las otras empresas están embarcadas en la misma carrera. Todo el mundo produce más para no perder mercado, resistir la competencia y ser el último en quebrar, es decir, para poder seguir produciendo más y más indefinidamente. El sistema es tan absurdo que su mayor problema acaba siendo la sobreproducción. El capitalismo vive continuamente bajo la amenaza de la crisis económica. Pero no porque falten productos, sino porque sobran.


[…]


 



El capitalismo es como un tren sin frenos que se acelera cada vez más. Camina, sin duda, hacia el abismo. Pero este abismo no es, como muchos marxistas imaginaron, su fin inevitable, que dará paso al socialismo. No, el capitalismo rueda vertiginosamente hacia el agotamiento de los recursos ecológicos, hacia la destrucción de este planeta, que sobrevendrá quizá con rapidez, por un desastre nuclear, o quizá más gradualmente, por una quiebra ecológica irreversible.

Sería un gravísimo error, por tanto, comparar la revolución comunista con un tren en marcha o con un motor capaz de acelerar las fuerzas de la historia. Estas metáforas fueron una de las más grandes meteduras de pata de la tradición marxista. En realidad es todo lo contrario, tal como señaló hace ya mucho tiempo un filósofo marxista llamado Benjamin: lo que está fuera de control es, precisamente, el capitalismo, y el socialismo no es otra cosa que el freno de emergencia. Es la única esperanza que le queda a la humanidad para pararle los pies al capitalismo.

Recientemente, Terry Eagleton, un marxista inglés muy perspicaz, ha insistido con mucha razón en que, hoy día, hace falta ser muy radical y extremista para defender el capitalismo. En comparación, el comunismo parece más bien cosa de gente sensata y moderada. Ya no se trata de buscar el paraíso o la utopía, a fuerza de acelerar insensatamente las fuerzas de la historia. La mayor fuerza histórica es, precisamente, el capitalismo, y ya se encarga él de acelerarlo todo. 

Lo que reclama el comunismo es un poco de tranquilidad: lo que reclama es que se nos permita parar. El capitalismo no puede detenerse: para no quebrar mañana, necesita producir al máximo hoy. El crecimiento económico es una imposición de la economía capitalista y para potenciarlo no se repara en medios humanos y ecológicos.





La humanidad se encuentra así embarcada en un ritmo productivo criminal y suicida. 

Criminal, porque para preservar su crecimiento económico las grandes potencias no han dudado en explotar países, esquilmar continentes, colonizar pueblos, asfixiar economías independientes, hasta convertir este planeta en esa especie de Tercer Mundo internacional en el que nos encontramos.

Y suicida, porque hasta un niño sabría sacar las cuentas del desastre. Sabemos que, actualmente, el planeta corre ya grave peligro ecológico. Sin embargo, los que vivimos “a nivel europeo” somos, apenas, un veinte por ciento de la humanidad, un veinte por ciento que consume el ochenta por ciento de los recursos gastados en el planeta.

Hay dos mil millones de personas viviendo en la extrema pobreza. Llevamos más de cincuenta años considerando que el Tercer Mundo en general está “en vías de desarrollo”. Aunque, en realidad, no hacía falta más que haber sumado dos y dos para haber descubierto hace ya mucho que esto no podía ser más que un chiste de mal gusto. Si el restante ochenta por ciento de la población mundial se “desarrollara” hasta alcanzar niveles de producción y consumo cercanos al europeo, es fácil imaginar lo que sería del planeta y todos sus habitantes.

Este “desarrollo” europeo es, pues, como vemos, una de esas cosas incompatibles con la forma de ley. En efecto, se trata de algo que es imposible querer que se produzca en condiciones tales que cualquier otro pueda, si quiere, hacer lo mismo. El planeta, sencillamente, no da de sí lo suficiente para que cualquier otro pueda explotar recursos naturales y mantener el nivel de despilfarro de los países “desarrollados”.




La objeción definitiva contra el capitalismo es que se trata de un modo de producción que no puede detenerse, que no puede, ni siquiera, aflojar la marcha, buscar un ritmo sostenible de producción. Es esto lo que convierte al socialismo y al comunismo en la única solución posible para la humanidad.

La propaganda occidental manejó siempre el tópico de que las economías socialistas no eran competitivas y consideró esto una gran objeción contra el comunismo. Ahora las cosas están más claras: lo bueno que tiene el comunismo es, precisamente, que no tiene por qué ser competitivo. Que no tiene por qué exprimir todas las fuerzas de la humanidad en un ritmo productivo vertiginoso y suicida.

El comunismo puede permitirse el crecimiento cero, incluso el crecimiento negativo. Puede permitirse, también, reducir la jornada laboral en la misma proporción que la tecnología y la maquinaria aumentan la productividad. Ganar tiempo, por tanto, para el ocio, para la política, el arte, el descanso y el sexo. 

En este sentido, el socialista francés Paul Lafargue -yerno de Marx- se refería al comunismo como el ejercicio del derecho a la pereza que asiste a la humanidad.
 



Así pues, los comunistas no son revolucionarios porque quieran revolucionarlo todo. Son revolucionarios en el plano de la economía, porque quieren poner fuera de juego una economía demencial y absurda, una economía revolucionaria que no es capaz de dejar al hombre un minuto de tranquilidad. 

Lo que ocurre es que para poner fuera de juego el capitalismo hace falta, sin duda, una revolución, pues los capitalistas no se dejan arrancar sin violencia sus privilegios. Pero eso no debe confundirnos: los revolucionarios, los partidarios de la revolución permanente son ellos, no los comunistas.

Como dice Eagleton, los comunistas son gente moderada y sensata que pide cosas que, después de todo, son muy de sentido común; no es nada descabellado, por ejemplo, exigir que todo el mundo tenga agua potable y comida suficiente. 

Por el contrario, hace falta realmente ser muy extremista y muy radical para defender un sistema capitalista global en el que resulta normal que el jugador de baloncesto Michael Jordan llegara a cobrar por anunciar las zapatillas Nike más dinero del que se había empleado en el pago de salarios en todo el complejo industrial del sureste asiático que las fabrica.

Pues bien: contra lo que pretenden las doctrinas neoliberales, esta revolución permanente a la que el capitalismo somete a la humanidad es el mayor enemigo de la ciudadanía. El capitalismo es un nuevo Cronos, mucho más insaciable y temible que el anterior, porque camina incluso hacia su propia destrucción".












2 comentarios:

  1. Infinitas gracias por el aporte post!!! estoy liadísimo pero pronto volveré a mensajear habitualmente. un abrazote!!!!! - observer

    ResponderEliminar
  2. En el comunismo la opresion es abusiva, se da a punta de pistola.
    Yo no defiendo ningun sistema de gobierno, ni a a la prostituta de la anarquia.

    En el capitalismo por lo menos hay algo de libertad y orden, aunque en si mismo es una mierda.

    Pero el comunismo es peor!, el estado, y los poderosos hombres del partido podran violar a tu madre y a tu hija y tu no podras llamar a la justicia.

    Porque "el comunismo" es como volver al feudalismo tiranico donde violan a tu madre e hija. Si eso mismo.

    El comunismo es un vil demonio q da poder absoluto a los malnacidos hijos de puta lamebotas y No da el poder a los q han echo merito por ganarlo ya sea robando.

    Aunque porgusto escribo ,ya q los comunistas como los nazi son unos infantiles huevones.



    ResponderEliminar

Template developed by Confluent Forms LLC; more resources at BlogXpertise