domingo, 11 de noviembre de 2012

Cupido equivocó la flecha

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Marcel Proust  
~  
Un amor de Swann.

1.


Los instintos son herramientas imprescindibles para la supervivencia de cualquier animal, pues de ellos obtiene hábitos de comportamiento que le permiten saber de manera innata lo que tiene que hacer sin esperar a que el mundo le proporcione una enseñanza. Las arañas saben desde el momento de su nacimiento cómo tejer sus complejas redes, como si su sistema operativo innato incluyese de serie las complejas reglas ingenieriles que necesita para llevar a cabo tan exigente tarea. Los peces saben nadar desde su misma llegada al mundo, los renacuajos saben saltar, las abejas construyen sus panales como autómatas, sin atravesar un período de aprendizaje. Ver a un animal comportándose de manera espontanea conforme a sus instintos es muy emocionante, porque tiene algo de milagroso: ahora mismo veo desde mi ventana las bandadas de golondrinas organizándose para su emigración invernal al sur, un fenómeno milagroso que ellas llevan a cabo de manera exquisita sin siquiera saber qué están haciendo ni porqué, animadas por un instinto que las insta a organizar su travesía sin siquiera informarlas del motivo de tal fatiga. Los movimientos unísonos de las bandadas sobrecogen, precisamente, por su condición autopoiética, por tan perfecta, majestuosa y silenciosa sincronía sin batuta, garantizada únicamente por el ímpetu omnipotente e invisible del instinto.Perdónales señor, porque no saben lo que hacen.

 
No obstante, en mi opinión el instinto de mayores resonancias místicas, el más universal y que mejor caracteriza el concepto “vida”, es el apetito. Todas las especies del reino animal tienen apetito, y es precisamente ese tejido de voracidades complementarias lo que posibilita y conforma la estructuración de un ecosistema: un espacio en el que los apetitos están organizados de tal modo que el conjunto se perpetúa retroalimentándose, de tal manera que  la continuidad de la vida está garantizada por la perfecta correspondencia y composibilidad de los distintos apetitos. Si el león fuese herbívoro la vida en la sabana no sería posible, pues aquellos a los que devora y aquellos otros por los que es devorado necesitan que sus apetitos sean exactamente tal como son. Por supuesto, el sentido del gusto de cada animal es, como cualquier otro instinto, el más adecuado para su supervivencia: ese mismo león disfruta de sus cazas de carne cruda como  si de un banquete se tratase, y todo su ser se organiza armónicamente en torno a ese sentido del placer. Aquello que come es lo que resulta más agradable a sus papilas gustativas, y también lo que le aporta nutrientes más vigorizantes a su organismo. Se supone que ahí radica la sabiduría de la naturaleza, en su disposición adecuada de los apetitos como garantía de armonía entre placer y salud.
El ser humano es mucho más problemático en ese sentido, porque nuestros apetitos no son los correctos, lo cual tiene unas implicaciones morales casi inabarcables: el cachorro del león ingiere intuitiva y placenteramente aquellas sustancias  que más favorecen a su bioquímica, mientras que los niños humanos tienen deseos alimentarios inadecuados. Si nuestros instintos fuesen los correctos, los niños pedirían a sus madres pescado azul, verdura al vapor o aceite de ricino, pues dichos alimentos son los que le aportan los nutrientes más convenientes y valiosos. Y sin embargo, no es eso lo que demandan: lo que la mayoría de nuestros cachorros dsifrutan son los banquetes de chocolate y hojaldre, las bebidas sacarosas, las patatas fritas, las gominolas industriales, los caramelos,  todas las formas de golosina. Parece un detalle anecdótico pero no lo es en absoluto: la dependencia del ser humano de la “cultura” ha hecho que la evolución haya agarrotado nuestros instintos hasta hacerlos erróneos, insuficientes, problemáticos. Todos los animales saben de manera innata lo que tienen que comer, pero nuestra especie ha perdido ese espontaneísmo mágico. Si dejas a un niño frente a una tarta es muy probable que se la coma entera pese a que tal impulso le acarreará una terrible indigestión y un prejuicio a sus encías. Por lógica darwinista, el ser humano ha evolucionado de tal manera que sin el recurso de la cultura seríamos completamente inútiles, pues no sabemos ni comer.
El proceso es realmente muy inquietante, pues con la llegada de la edad adulta uno termina por “educar el gusto” y aprender a disfrutar afirmativamente ese pescado azul, verdura al vapor o vino de reserva que detestábamos de niños: incluso el “apetito”, de naturaleza en principio tan primaria, se deja someter por el imperio de la cultura, que doblega nuestras pulsiones innatas mediante el enigmático dispositivo del “discurso”. De ahí que en la tradición occidental el ser humano haya tenido conciencia de sí mismo como una criatura diferente al reino animal, pues frente a la natural impulsividad deseante de la zoosfera, nosotros somos capaces de “domesticarnos” para alcanzar la excelencia mediante la mediación intelectual de nuestros deseos. Sobre ese principio se basa el mito de Adán, Eva y la manzana, que viene a metaforizar y delimitar éticamente esa entrada del ser humano en la cultura, y los peligros de lo contrario: el cuerpo de Adán y Eva les insta a desear la manzana (pues ésta les parece de naturaleza apetitosa, sedicente, deleitosa) pero Dios les enseña mediante la Palabra (la cultura) que no deben fiarse de sus pasiones corporales, pues éstas les conducirán al desastre.Se podría reescribir el Génesis substituyendo la manzana por una gominola, por cualquier golosina.
Toda la cultura occidental se funda sobre esa consideración de que nuestros instintos son los equivocados, y que únicamente la cultura nos puede llevar por los caminos de la salubridad y la virtud. El problema, claro está, es que uno nunca se deja “domesticar” completamente por la cultura, y nuestro comportamiento está plagado de caprichos deseantes que (según la dogmática judeocristiana, perpetuada hasta Freud) serían la causa de nuestras desdichas: el drama de la especie humana sería su incapacidad para doblegar completamente sus apetitos más aberrantes, que la cultura encierra en la categoría de las “bajas pasiones”.
En realidad esa discriminación tan torpe entre “cultura” y “natura”, “razón”  y “pasión” o “edad adulta” e “infancia”  son completamente inútiles, no sirven para nada. La tradición occidental se inventó el mito de la Razón como placebo mediante el que protegerse de los peligros de la pasión libre, pero la realidad nos enseña que nos pasamos la vida sometidos a los designios irrecusables de deseos que no decidimos, sino que se presentan en nosotros sin que podamos ni queramos hacer nada por evitarlo. Desde esa óptica, un adulto no es más que un bebé que ha aprendido a hablar. Pero en el fondo, el cambio es cuantitativo pero no cualitativa: a lo largo de toda nuestra biografía somos sufridos y gozosos seres apetentes, por más que nos engañemos sustituyendo la palabra “apetito” por el eufemismo “apetencia”: vivir es devorar y ser devorado, inscribirse armónicamente en la red de deseos de nuestro ecosistema, como por fuerza ha de hacer el león de la sabana. Irremediablemente, pero con la libertad de elegir entre pescado azul, o golosinas.


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2.



Nuestra civilización (positivista y de mística científica) lleva desde la modernidad intentando dejar atrás esa problemática escisión conceptual entre “razón” y “pasión”, o entre “cuerpo” y “espíritu”, tan arraigada en la cultura desde el mito de Adán y Eva, pero continúa sin encontrar una resolución óptima. Soy de los que creo que toda esa tonta psicología posmoderna que llena los programas de “Redes”, con sus dogmas buenrollistas sobre “inteligencias emocionales” o “conciencias sintientes”, no es más que una actualización bastante pobretona (y por lo general idiotona) de la antropología de Hume. Diría que hoy en día, sin ser consciente de ello, el ciudadano agnóstico medio concibe al ser humano en términos deducibles de Hume y Kant, que por incomposibles que parezcan en realidad remiten a una idea común de lo que es la humanidad (digo esto, por supuesto, IMHO). He estado leyendo un libro del celebérrimo John Searle (uno de tantos lingüistas anglosajones que, a la Chomsky, se ha convertido en una especie de salvador y divulgador del humanismo clásico mediante un aggiornamento WASP de escaso calado), “Razones para actuar. Una teoría del libre albedrío” y me ha parecido completamente insustancial, la enésima teoría que intenta trasversalizar la brecha entre raciocinio e impulsividad sin aportar nada nuevo, y perpetuando colateralmente una estructuración gnoseológica  no muy distante en el fondo de la de Freud (cuyas ideas, a su vez, eran impensables sin la matriz judeocristiana del mito de Adán y Eva, con aquello de Eros y Tanathos). He terminado por aborrecer esa ensayística contemporánea sobre deseo y cognición, y tras mucho insistir he llegado a la conclusión de que en ese tipo de literatura no tengo nada que aprender, pues para describir y comprender el tipo de inquietudes en las que me veo atrapado (y que son las que me fuerzan a leer o escribir: es algo que hago con voluntad egoísta, detectivesca y hasta utilitarista) lo más convincente es el trabajo de gente tomo Marcel Proust.
Apenas leo novela, pues con los años he perdido la capacidad de entrar en ellas, de perder de vista el hecho de que lo que tengo delante es una ficción, y he renunciado a esa credulidad pactada entre escritor y lector según la cual lo narrado transcurre en un universo a su manera “real”. Quizás por culpa de la filosofía me he vuelto muy brechtiano, jamás pierdo de vista el hecho de que los libros son artefactos artificiosos, y desde esa perspectiva “cínica” es imposible disfrutar de lo novelesco, sin el don de la ingenuidad necesaria para entrar en suss mascaradas. Sólo tolero escritores como Proust, que narran de ese modo en el fondo tan frío y seco, científicamente, sin ocultar la presencia del autor detrás de lo que se cuenta: uno de los gestos más logrados de En busca del tiempo perdido es su dificilísima ambigüedad respecto a la primera persona, de tal manera que uno no sabe si lo que lee son vivencias reales o meras especulaciones morales construidas por el autor. Lo que me interpela de un libro como este es su equilibrio en el filo entre realidad y ficción, del que obtiene esa peculiar atmósfera de ensoñación reflexiva que remite literalmente al tipo de deliberaciones y delirios que se nos presentan a la mente en duermevela justo antes de dormir, con esa extraña cualidad difusa de la verdad como sfumato, donde la pulcritud y meticulosidad en la exposición del pensamiento no conduce a su clarificación sino, precisamente, a la construcción temperamental de un estado de ánimo nebuloso, de límites confusos, y sin embargo perfectamente definido. De todos modos, no creo que Proust funcione con todo el mundo: intuyo que su literatura sólo puede satisfacer a lectores que de algún modo conozcan de primera mano el tipo de experiencias vividas por las criaturas proustianas, pues la magia de su literatura brota de su capacidad para dar cuenta de las construcciones mentales de aquellos que nos pasamos la vida buscando el tiempo perdido. Y que nos atrevemos a decir en público sentencias tan relamidas.
Supongo que este hecho es universalizable a cualquier forma de narrativa: de algún modo, uno entra en las novelas por identificación, al sentirse reflejado en algún personaje y así quedar instintvamente atrapado en la narración, como si la lectura de sus desventuras pudiese ofrecernos alguna enseñanza o pista sobre cómo conducir nuestras vidas. Los libros que más nos tocan y las películas que sentimos con más intimidad son aquellas en las que nos vemos reflejados, que hablan de nosotros, que ofrecen un modelo confortable al que amoldar nuestra identidad personal y así dar a nuestra biografía una dimensión épica, romántica, trascendental, una hilación de sentido para las insípidas derivas del Yo. Los relatos reverberan en nosotros, requieren nuestra complicidad y nos atraviesan transformándonos para, como dicen los teóricos del discurso, “devenir otro”. No me interesan Bukowski ni Saramago, por ejemplo, porque no me veo en ellos,  y su bestiario humano me resulta irrelevante por pura otredad. Suena egoísta., pero creo que ese egoísmo genético al placer literario es irrevocable: imposible disfrutar del Quijote si uno no siente como propias las apetencias y  desdichas del flaco hidalgo.

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3.

Siendo como he dicho un lector tan egoísta, que sólo tiene tiempo y atenciones para relatos capaces de iluminar mi decurso personal, he empezado esta nueva visita a En busca del tiempo perdido (en adelante EBDTP) en el volumen que maneja los asuntos que me inquietan en estos momentos, que no es otro que el delicioso Un amor de Swann, probablemente la “zona cero” del universo proustiano y el episodio que con más salero muestra la perversa capacidad del autor para enunciar fenómenos de la conciencia de los que sólo los grandes visionarios se aperciben. Como en todos los grandes libros, el impacto íntimo de EBDTP sobreviene en el encuentro con alguno de esos letales aforismos que parecen escritos por un telépata capaz de leer nuestra dramaturgia más íntima, y revelar en enunciados exactos verdades íntimas que nunca hubiésemos sido capaces de expresar por nosotros mismos.
Siempre he considerado a Proust un escritor de mi mismo fenotipo, un icono crucial en la genealogía cultural imaginaria en la que inscribo mi propio personaje, porque el suyo es un temperamento (y una actitud) con cuyos hábitos y valores me identifico completamente. Frente al carácter plúmbeo, farragoso y retórico que muchos achacan a su forma de escribir, a mí me resulta completamente natural, tan cómoda y funcional como cualquier tipo de narrativa menos ilustre, pues la cadencia de su retórica no me resulta meramente un “estilo literario” sino la modulación exacta de un pathos, de una forma de vitalidad, con la que me identifico de pleno: para los que estamos cortados por ese patrón desafecto y ensimismado, especulativo y de digestiones vivas, EBDTP viene a ser una “fenomenología de la conciencia”, la exposición quirúrgica del monólogo interior de los que vemos el mundo desde su misma atalaya. O lo que es lo mismo, estamos sometidos a sus mismos padecimientos: compartimos estrategias de placer idénticas. Seguramente, más que esa mera fenomenología de la conciencia, la alquimia secreta de EBDTP sea su secreta fenomenología del placer.
¿Del placer? ¿Acaso son placenteros los tormentosos desamores de Swann, esclavo de deseos miserables que si siquiera se ven compensados por alguna forma de sensualidad? ¿Puede hablarse de “placer” en pasiones tan malhadadas y crueles como estas, que abocan a sus víctimas al destino inexorable del desfallecimiento? ¿Placenteras las lánguidas derivas de sus protagonistas, atrapados en una odisea cuya única moraleja es que no hay moraleja posible? Más de mil páginas de infortunios, contratiempos y melancolías, pero al final nos damos de bruces con la revelación, incontestable y despiadada, de que lo narrado ha sido una minuciosa descripción de la arquitectura del placer. El mismo Proust insiste discretamente sobre esta idea, en su implacable descripción de los patetismos de un Swann que, si se entrega a actividades tan peligrosas (y aparentemente funestas) es como turbulenta inmersión en su inconsciente sentido del hedonismo. Swann y Odette, Chalrus y Marcel, criaturas todas ellas ociosas, y por tanto habilitadas para entregarse sin cortapisas a sus apetencias más puras, y (muy significativamente) en libertad para haber actuado de otro modo. Y es que seguramente la mejor manera de definir el “placer”, sea como el contenido que damos a nuestra ociosidad.
Vayamos entonces con unas deliberaciones sobre el amor al estilo Swann, que como he dicho es la única forma de amor que (algunos) podemos concebir. Lo aterrador de la historia del sufrido antihéroe proustiano, presa de un amor, implacable y huracanado, que lo confina en la senda de la obsesión y la amargura, radica en que su patetismo es de algún modo una elección personal libre y voluntaria: de todas las bellas muchachas que frecuentan su alcoba, de la deslumbrante oferta de doncellas entre las que podría elegir la más pacífica y satisfactoria, él cae rendido precisamente ante la más peligrosa y abismal de las mujeres, aquella que despierta sus resortes más suicidas y dolorosos, como si fuese precisamente esa capacidad de Odette para “sacarle de sus casillas” lo que hace de ella un amor tan adictivo, profundo e inexorable. En todo momento somos conscientes de que en realidad Odette no le importa lo más mínimo a Swann: su hechizo no es por la mujer “real”, sino por una especie de fantasma imaginario con el que el enamorado ha investido a su objeto de amor. Una enamorada de la que, en realidad, no sabe nada, pues su deseo no es más que hacia una máscara proyectada sobre ella, que por su parte jamás sospecharía nada de las elucubraciones y desvelos de su amante. La lucha de Swann es, fundamentalmente, consigo mismo.
Vuelvo a las deliberaciones del principio del post, al fatal apetito por las golosinas: Swann, como luego Marcel en su propio abismo, se han enclaustrado en un complejo laberinto de golosinas autoproducidas, un universo sadomasoquista de placeres inventados que viven en calidad de víctimas, y sólo reconociendo su implicación voluntaria una vez cada amor ha sido superado. Sólo se descubre la secreta lógica de una pasión imposible cuando finaliza el duelo, y llegamos así a comprender lo que no supimos ver cuando estábamos sumergidos en sus padecimientos. La comprensión (que no es lo mismo que el entendimiento), en el sentido proustiano, viene a ser el descubrimiento del sentido existencial de experiencias que mientras son vividas asustan por lo insondable de sus motivos y sus fines, y que alcanzan la plenitud de su significado únicamente cuando se inscriben en esa cartografía de la identidad que es la memoria. La memoria, en EBDTM, puede ser leída como el único consuelo posible a la tortura de las bajas pasiones, pues es el recuerdo lo que dota al sufrimiento de sentido. La suya es por tanto una ideología todavía muy anclada en la escisión judeocristiana entre líbido y raciocinio: la razón entendida como medio o herramienta con el que conseguir fines dictados por pasiones de orden superior. Como el Woody Allen de principios de los 80, el héroe proustiano asiste al desmoronamiento de su universo cartesiano ante el ímpetu inmanejable de la pasión pura, pasión que sus dispositivos intelectuales no consiguen comprender, entender ni disfrutar: el imperio del amor fou es, para el sujeto lógico cartesiano, una manzana cuyo mordisco sigue condenando a la deriva del sinsentido, sólo redimible en el recuerdo.
Ese modelo occidental que enfrenta razón y emoción sitúa al ser humano como intermedio entre dos polos: en las alturas ideales la virtud del Arcángel apolíneo, y en las profundidades de su carne la bajeza del simio dionisíaco. Entre el ángel y el gorila,  el héroe occidental se sumerge en la naturaleza simiesca de su “animalidad humana” como único dominio natural del placer, pero con la esperanza paradójica y secreta de obtener de su inmersión en lo sensual una hilación de sentido que (moraleja de toda la narrativa de occidente) no puede darse más que desde la contemplación idelizante que sólo puede proporcionarle su alter ego trascendental, angelical. Y el ser humano de hoy en día sigue construyendo su dramaturgia amatoria, su cosmovisión de la ética del deseo, al compás de ese péndulo moral entre Apolo y Dionisos, cohabitación imposible de la virtud divina y la voraz ansiedad de los afectos mundanos.


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 4.


El tipo de amor proustiano (malencarado, sufriente, egoísta, celoso, vengativo, muy poco sensual, cargado de reminiscencias autobiográficas, más representativo que proactivo) no es sin embargo el amor universal, sino el propio de una sociedad muy determinada: la nuestra. En ese sentido, sucede lo mismo que con el psicoanálisis, cuya eficiencia se basa no en su descubrimiento de un “naturaleza” humana transhistórica, sino en su capacidad de construir una ciencia del comportamiento específica para el burgués de principios de siglo. No he investigado mucho el asunto, pero apuesto a que hay cientos de lecturas de EBDTP en clave psicoanalítica, pues como digo la arquitectura moral del libro sintoniza perfectamente con las figuras de Eros, Tanatos y el malestar en la cultura… figuras que se han perpetuado hasta hoy en día como sustrato invisible de nuestra ideología colectiva, pues el mito del “amor doliente” en términos proustianos se ha convertido, a muchos niveles, en el concepto de “Amor” habitual en el imaginario del ciudadano de a pie. La correspondencia entre amor y sufrimiento se ha naturalizado hasta tal punto que toda nuestra cultura (nuestras canciones, nuestras películas, nuestras novelas) la maneja unánimemente como si se tratase del “amor natural”.
En las canciones más protocolarias y rutinarias de por ejemplo Alejandro Sanz o David Bisbal, en la peli más melíflua de Julia Roberts, o en el más exitoso best seller de Jackie Collins, el amor sobreviene en la vida del ciudadano contemporáneo como una pasión desestabilizadora, un encantamiento tan irresistible como penitente, al que uno deba entregarse ciegamente y aceptando su dimensión autodestructiva como inevitable, consustancial al hecho amatorio. Casi todas las canciones de amor se cantan con el ánimo doliente, como si dicho sentimiento fuese la excusa ideal mediante la que dar carta blanca para que lo pulsional obre en total libertad, con toda su virulencia, como único componente entrópico en vidas por lo demás ordenadas bajo parámetros perfectamente lógicos. Nuestra concepción colectiva del amor es todavía derivada de aquella categoría de la “baja pasión”, con la que mantiene una relación esquizofrénica: muerto Dios el amor no puede ser ya un regalo divino y por tanto un acontecimiento eurítmico y racional, pero al mismo tiempo en su secularización ontológica ha perdido su antigua garantía de felicidad. En cualquier caso, desde todos los flancos de la cultura se nos insta al mismo precipicio: el amor, o es fou, o no es amor. Su especificidad radica en su naturaleza ilógica, “mágica”, como mágica (y mítica, y mística) es la manera en que aceptamos los contrapuntos dolorosos que atenazan al amante auténticamente enamorado.En nuestras leyendas, las golosinas sentimentales más sabrosas son simultáneamente las más indigestas.
No tenemos más que mirar a nuestro alrededor, o a nosotros mismos: estamos rodeados por personas que aman locamente, que malviven desamores y deseos no correspondidos, que pierden la cordura por Dulcineas en las que ven hermosas doncellas cuando a nosotros nos parecen la más vulgar tabernera, que consultan el horóscopo en busca de consuelo a su obsesivo tormento amatorio, que se enfadan consigo mismos y con sus objetos de amor y con el mundo entero por fruslerías anecdóticas que viven como si de maldiciones cósmicas se tratase, que sienten celos y espían a hurtadillas a sus parejas, que malgastan su tiempo en delirios románticos que no pueden traer más que malestares en bucle…. Que sufren su amor, bajo la sombra inconsciente de que, quizás, aman para sufrir. Un complejísimo trenzado de emociones desatadas que, como las célebres compulsiones de repetición, culpabilizan al que las padece al hacerle sentir que, siendo adulto, sigue sin poder controlar su irracional atracción por las gominolas, caramelos y golosinas. Ese tipo de amores, para más inri, se construyen sobre una paradoja irresoluble: lo que los anima es la creencia de que el amor es una especie de “viaje iniciático” al final de cuyo camino, superados los sufrimientos, llegaremos a un punto en el que sólo quedará el amor bueno, puro, feliz… lo cual según Proust es imposible, pues ese estadio sería el punto final de cualquier amor.
Para más colmo de males, a menudo esos amores enajenantes ni siquiera ofrecen la contrapartida de la sensualidad: de hecho EBDTP sorprende por lo incorporal de su sentido del amor, un pasión que en este caso sublima la “atracción física” desvistiéndola de su fundamento hormonal (¡malditas endorfinas y feromonas!) para transubstanciarlo en un instinto trascendente, o trascendentalizante, en la que el componente sexual no es más que un apunte a pie de página en una historia narrada desde una hiper-realidad platónica. En muchos sentidos, el héroe enamorado en EBDTP se ha introducido voluntariamente en una “celda de aislamiento” cuya única ventana al mundo estuviese filtrada por el cristal del amor, que sería así tanto un modo de ver el mundo (decididamente, para Prooust la inmanencia del amor se efectúa como acto de visión) como la membrana que nos aisla en la cárcel de un yo que a medida que sublima su objeto de amor, se distancia inevitablemente de él.
El amor en Proust es entonces, indefectiblemente, amor platónico. Su realización tiene lugar como mero espejismo idealizante, concebido bajo una peculiar reinvención utópica del platonismo: pese a sus infinitos desvelos y desventuras, tras la extenuante penitencia de su consumación, “amar” consiste exactamente en cincelar los detalles del Amor como Idea, mitificación redentora del vivir como contemplación testimoniada de la que nace todo el sentido de lo real.
Dejo ya estas especulaciones deshilvanadas y me despido con un precioso temita de Pablo Alborán, infinítamente más emocionante cuando la canta en acústico (no he encontrado un buen video para colgarla).Los modernos se sorprenderán de una incursión tan hardcore de este blog en el reino del horterismo, pero no podemos cerrar un texto sobre Proust sin invocar uno de sus motivos más recurrentes y sabios: en su animalario, nada es tan seductor como la vulgaridad. ¡Os quiero, corazones!



 


 




4 comentarios:

  1. "Los libros que más nos tocan y las películas que sentimos con más intimidad son aquellas en las que nos vemos reflejados, que hablan de nosotros, que ofrecen un modelo confortable al que amoldar nuestra identidad personal y así dar a nuestra biografía una dimensión épica, romántica, trascendental, una hilación de sentido para las insípidas derivas del Yo."

    "La comprensión (que no es lo mismo que el entendimiento), en el sentido proustiano, viene a ser el descubrimiento del sentido existencial de experiencias que mientras son vividas asustan por lo insondable de sus motivos y sus fines, y que alcanzan la plenitud de su significado únicamente cuando se inscriben en esa cartografía de la identidad que es la memoria."

    "Entre el ángel y el gorila, el héroe occidental se sumerge en la naturaleza simiesca de su “animalidad humana” como único dominio natural del placer, pero con la esperanza paradójica y secreta de obtener de su inmersión en lo sensual una hilación de sentido que (moraleja de toda la narrativa de occidente) no puede darse más que desde la contemplación idealizante que sólo puede proporcionarle su álter ego trascendental, angelical."

    "la mejor manera de definir el “placer”, sea como el contenido que damos a nuestra ociosidad."

    ¿El hombre en busca de sentido vs En busca del tiempo perdido?

    ¿Podemos llenar de contenido el sentido de una vida o por mucho que se llene de estiércol la zanja no dejará de ser un hueco en la tierra?

    No es necesario que responda, gracias.

    Saludos

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  2. Hola compañero bloguero!! Tal y como yo lo entiendo, la enseñanza moral de EBDTP es que la redención capaz de dar sentido al vacío de la vida cotidiana es el encuentro de una "lógica" o una "épica" capaz de hacer de articular la suma de momentos en una misma narración de sentido. Utilizo el término "sentido" en modo muy pragmático: para mí, el sentido es el epifenómeno por el cual lo narrado es como conjunto superior a la suma de las partes. Toda nuestra vida es una busqueda de de sentido, pues el manejar el presente exige "estirar" el pasado para que el futuro pueda ser comprensible, soportable. Lo que somos es, al cien por cien, memoria. Y la memoria no es únicamente un archivo de piezas independientes, sino que el modo en que unas vivencias se relacionan con otras es el "sentido", el cual es equivalente a nuestra identidad. El sentido que demos a nuestra vida en un determinado momento es lo que hace que tomemos unas u otras decisiones, de ahí que "sentido" equivale a identidad.
    En esa óptica, en realidad el mundo en sí no tiene sentido: somos nosotros el que tenemos que inventarlo si queremos proveernos de un "yo". Hay un concepto de Manuel DeLanda que me parece que se ajusta muy bien a esa dimensión del sentido, pero no recuerdo el enunciado exacto, pero viene a referirse a un tipo de fenómenos "necesarios" pero a la vez "contingentes": uno puede escoger una infinidad de sentidos para su vida, pero por fuerza ha de escoger alguno. Es decir, no se puede vivir sin sentido, o nos quedamos sin un motor para la toma de decisiones.
    Entonces, quizás, la relación entre "contenido" y "sentido" es de integración / diferencial: la integral de los contenidos es el sentido, y por tanto los contenidos son la derivada del sentido. Lo que viene a decir EBDTP es que la reflexión sobre las vivencias pasadas permite encontrar en ellas una "verdad", o una "esencia" en correspondencia a nuestro modo de ser. En cualquier caso no podemos tener respuestas a las preguntas que planteas, porque estamos en el fragor de la batalla, estamos viviendo, es ahora mismo cuando nos enfrentamos a los dilemas, y conforme a Proust los acontecimientos sólo enseñan su sentido desde una cierta distancia. Un saludo amigo, y gracias!

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  3. cupido sabe muy bien lo que hace:

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    -x-

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  4. “Lo que somos es, al cien por cien, memoria. Y la memoria no es únicamente un archivo de piezas independientes, sino que el modo en que unas vivencias se relacionan con otras es el "sentido", el cual es equivalente a nuestra identidad”.

    ¡Qué frase tan interesante!

    Muchas veces tengo la sensación de que lo que hacemos es una simple “coartada” para poder reaccionar, es decir, para poder volver a identificarnos con nosotros mismos. Algo así como quien se emborracha para poder después tener la necesidad de descubrir qué es lo que tiene que poner en “su sitio”.

    Como dice David Cooper en su libro “Psiquiatría y antipsiquiatría”: “El desarrollo, como en el caso de todos los desarrollos humanos que trascienden el crecimiento de los músculos y el esqueleto, está donde uno lo elabora arduamente en el momento coyuntural de desintegración-reintegración […] Toda experiencia estética consiste en este tipo de aventura”.

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