El arte abstracto intenta
cancelar la significación de los fenómenos mediante una doble huída de la
figuración, dirigiéndola por un lado hacia la generalidad pura (las condiciones lógicas de construcción e
identificación de formas) y por otro hacia lo radicalmente particular (la intensidad afectiva del fenómeno ya no referenciado
a un código objetual sino a su presencia radicalmente concreta y local), cuya mayor proeza
ha sido demostrar la correspondencia y
simetría entre lo ideal y lo sensual en el dominio autónomo del sentido. La abstracción estética es entonces un
“escapismo” que transporta al pensamiento a un universo impersonal y
autoreferencial que sólo puede alcanzarse mediante la anulación de la
narratividad y el reconocimiento. Un cuadro abstracto sólo es verdaderamente
abstracto la primera vez que es contemplado: cuando un espectador mira un
objeto artístico ya conocido (ya interiorizado), éste ha sido figurado,
codificado, identificado, y así privado de su inicial condición abstracta. Su
valía es directamente proporcional a su capacidad de comprometer los aparatos
intelectuales de reconocimiento, de violentar las expectativas del ojo en su
encuentro con las presencias del mundo.
Dice Hegel que cualquier
pensamiento discursivo, por íntimo y secreto que sea, es en realidad público:
todo aquello nos decimos a nosotros mismos es dicho mediante palabras, y las palabras son de dominio público incluso
cuando no se pronuncian. De ahí la fugaz potencia revolucionaria del objeto
abstracto: durante unos breves instantes, en nuestro primer encuentro con él,
se nos muestra en una desnudez, una apertura a la interpretación y la comprensión
inmediatas, cuya pureza sólo está condicionada por los automatismos
estructurantes de nuestro sistema de cognición. El arte es un entrenamiento,
cuyo objetivo es vigorizar el pensamiento, ampliar sus habilidades intelectivas
exponiéndolo a lo desconocido, lo impensable y disonante. El propio Hegel fue
famoso por anunciar la muerte del arte, hipótesis que algunos consideran errada
por su desconocimiento del arte abstracto. Sin embargo, en mi opinión la
dialéctica hegeliana sí que se consuma incluso aplicada a la abstracción:
llegará un momento en el que ya no será posible producir arte abstracto, cuando
todas las formas posibles hayan sido ya
presentadas y al pensamiento no le quede un “afuera” por significar. El arte morirá cuando todo haya sido
visto, y por tanto sintetizado.
La idea de arte que estoy proponiendo
es inflacionaria, quizás en
conformidad a una concepción de la realidad propia del capitalismo: las cosas mueren cuando dejan de crecer,
cuando han ya devorado dialécticamente su negatividad simétrica. El arte,
como proceso que tiene lugar en el precipicio que separa lo conocido y lo
desconocido, es función del tiempo, del que obtiene su inmortalidad. Habrá arte
mientras haya acontecimiento, mientras los “estados de cosas” sigan expuestos a
la amenaza de catástrofe y la realidad se viva como un proceso abierto de
autoproducción eterna. Incluso Heidegger confirma en su estética estos mismos
postulados: el Arte es la presentación de la verdad, pero de una verdad que necesita ser presentada. Es decir: desde
Hegel hasta Arthur Danto o Baudrillard (otros apóstoles de una “muerte del
arte”) lo artístico se considera un arma contra el desconocimiento y la
ignorancia. El sabio absoluto será impermeable al arte, al que ya no necesita,
a cuyo desconcierto ya no está expuesto. En la era del nihilismo, bajo la
imposición del principio ontológico de Heráclito, Arte equivale a novedad. El éxtasis de la “innovación”, paralela a la economía del crecimiento infinito. Su
esencia es entonces utópica: persigue una emancipación sólo alcanzable en el
fin del tiempo.
Tras el desfallecimiento de la
ensoñación de la historia como progreso, como autopropulsión capaz de
sintetizar su propio sentido, efectivamente muere también la Historia del Arte, pero
no la experiencia artística íntima. El arte no es función de la Historia colectiva de
cada cultura, sino de la microhistoria en minúsculas de cada espectador: su
sustancia no es la cognición Absoluta de la gran historia, sino el desconcierto
y aturdimiento de cada biografía como exposición constante a lo imprevisto. Tal
vez la humanidad alcance un punto en el que, como conjunto, alcance el
conocimiento Absoluto, pero cada pequeña persona, en la desnudez e ignorancia
de su llegada al mundo, seguirá necesitando el arte como instrumento de
aprendizaje. El arte es la conquista
íntima de lo desconcertante, la doma de lo desconocido: no es de por sí
gozoso, más que en cuanto meditación sobre las determinaciones del gozo. Es
propiedad de los jóvenes, entendiendo por dicho término a aquel que considera
que todavía tiene mucho por comprender, y entender. Y habrá arte mientras haya
fallas en el entendimiento de lo real, mientras sigamos expuestos al vértigo de
la catástrofe.
La posmodernidad entendió
colateralmente esta operatividad individual del arte, que no se ejerce en
colectividades sino en personas: por ello la historia del arte no es un camino
hacia una resolución colectivizante que salve al individuo mediante su negativización en la sociedad, sino el archivo de las inquietudes del pasado como "mensaje en una botella" que se envía de tú a tú. Inquietudes
que a menudo regresan, como la recurrencia de viejas preguntas que demandan
nuevas respuestas. La espectrología del arte consiste en la reinvención
perpetua de la narratividad que edifica su historia, la producción de nuevos
sentidos partiendo de viejos acontecimientos; lo específico del arte posmoderno
es entonces la consideración de la
Historia (de la presentación experimental, vivencial,
fenomenológica de la Historia
ante un individuo desnudo) como objeto de extrañamiento. Una perspectiva
imprescindible el orgiástico paroxismo de la imagen monumentalizada
maquiavélicamente: la posmodernidad, con sus éxitos y fracasos, hurgaba en la
fractura entre estilos y valores, abriendo el consenso al debate, habilitando
la diferencia en la repetición y, quizás, alcanzando lo que el arte abstracto
pretendía en primera instancia: llegar al afecto del objeto puro mediante la
cancelación de su historicidad convencional.
Una consecuencia de lo que digo
es la consideración de que toda música
es música concreta:
cada nueva canción se mide con la historia de la música, de la que es efecto,
de la que obtiene su sentido. Ello no depende de la voluntad o la intención de
los músicos, sino del mero hecho de que manejan sonidos conocidos, ya
codificados, con su asignación de significado y valor, de iconicidad y
potencia, de régimen afectivo. Pero cuando digo “historia de la música” no me refiero al recuento enciclopédico de
las canciones del pasado, sino a la historia tal y como es conocida, vivida y
sentida por cada oyente como agente significador.
¿Todo arte es comunista? Sólo en
la medida en que toda sociedad es comunista.
ResponderEliminar“Tras el desfallecimiento de la ensoñación de la historia como progreso, como autopropulsión capaz de sintetizar su propio sentido, efectivamente muere también la Historia del Arte, pero no la experiencia artística íntima”.
¡Muy bueno! Ese punto de vista sobre la muerte del arte tiene mucho sentido. Sobre todo cuando añades esto otro: “el arte es la conquista íntima de lo desconcertante”.
Por cierto, que tiene mucho que ver con esto que he leído hace apenas unos minutos:
http://pijamasurf.com/2013/01/sobre-informacion-conciencia-y-congruencia-un-reto-generacional/
PD: todo este asunto también me suena a lo que dice Baudrillard sobre lo poético, diciendo que “lo que realiza lo poético microscópicamente respecto al valor/fonema, toda revolución social lo realiza respecto a planos enteros del código del valor: valor de uso, valor de cambio, reglas de equivalencia, axiomas, sistemas de valores, discurso codificado, finalidades racionales, etc., cuando el impulso de muerte se articula en ellos para volatilizarlos. […] Allí donde, en el discurso de la significación, las palabras, finalizadas por el sentido, no se corresponden, no se hablan, en lo poético al contrario, una vez invalidada la instancia del sentido, todos los elementos constitutivos comienzan a intercambiarse y a corresponderse. […] Reciprocidad donde queda abolido el valor de cambio y el valor de uso del objeto; idéntico ciclo realizado que resulta en una nada del valor, y sobre esa nada juega la intensidad de la relación social simbólica o el disfrute del poema. […] De un intercambio sin traza, sin una sombra de la fuerza, habiendo disuelto toda fuerza y la ley que está detrás de la fuerza. Porque la operación de lo simbólico consiste en que su propio fin esté en sí mismo”.
PD2: tal vez el lenguaje de JB suene fuera de contexto, algo disperso o sinsentido, pero resulta que ayer mismo -antes de irme a dormir :-) leí esto en “El intercambio simbólico y la muerte”, y tenía que intercambiarlo con alguien para anular ese residuo de valor que dice JB que queda cuando algo se acumula; su teoría es buena, pero la práctica me parece descomunalmente imposible... a no ser que volvamos al intercambio simbólico claro, que ahí es donde interviene el arte, supongo, no sé.