Terminábamos el anterior
post reconociendo que hoy en día muchas de las posiciones
reformistas y antisistema requieren el ejercicio de resistencia más
que de vanguardia, un fenómeno desconcertante para los que hemos
crecido fascinados por la épica de la modernidad y el futurismo,
atónitos ante la sensación de que los babyboomers neocon han
secuestrado nuestro porvenir para reembolsárnoslo envasado al vacío
y en celofán: la actitud que impera entre los colectivos vecinales
beligerantes con el gélido barbarismo de la troika liberal no es
tanto la de “¡a por ellos!” como un mucho más humilde
“no pasarán”. ¿Realmente el futuro se perfila tan
tenebroso como para que el enroque en la nostalgia sea la actitud más
fértil para refundar expectativas ilusionantes? ¿Tiene razón
Koolhaas cuando nos insta a reconocer que el triunfo de la
corporatocracia y sus formas de vida es imparable e inevitable? ¿El
urbanismo del sprawl ha de ser aprovechado como “una oportunidad”?
¿El fenómeno pop de la retromanía evidencia el sentir de un tiempo
cuya utopía sea la vuelta del ayer?
Tengo un compañero
italiano de 23 años educado con naturalidad en una cultura bastante
más contemporánea que la mía (que viene a ser aproximadamente la
de los niños de la transición: nos comíamos el mundo con 20
años, y ahora nos comemos los mocos ya con treintaytantos): la gente
más espabilada de entre los nacidos después del 89 tiene ya muy
interiorizada campechanamente la problemática de la
sostenibilidad (reciclaje y reutilización son para ellos hábitos
espontáneos y de sentido común, que llevan a cabo sin necesidad de
reflexiones éticas ni esfuerzos conscientes), los espantos de las
relaciones de trabajo capitalistas (es ya consciente del negro
futuro que le ofrece hoy en día el oficio de la arquitectura a los
jóvenes cad monkeys, y ya masculla un plan B), su relación
con los medios de comunicación es instintivamente cínica (vive
el Telediario como si se tratase de un show y se mofa con sorna de
las versiones oficiales) y carecen de muchos de los prejuicios y
miedos propios de los que recordamos el mundo anterior a la
existencia de los smartphones: sus estrategias de
supervivencia en la selva capitalista son muy intuitivas y
tranquilas, y no deja de admirarme la naturalidad con la que
desarrollan itinerarios vitales muy inteligentes para eludir la
asfixia de la vida posmoderna. Este chico por ejemplo no es nada
consumista (le viene de serie el chip del autoabastecimiento, el
trueque y la segunda mano) y sin embargo va muy a menudo a los
centros comerciales, por la sencilla razón de que allí tiene
wifi gratis. A menudo su plan de ocio para una tarde de domingo
consiste en comprar cervezas y panchitos en el súper, calzarse el
mp3 y sentarse en algún rincón del mall a pasar un buen rato
frikeando por Internet. Es uno de esos arquetipos que supo prever
Kevin Smith en la visionaria Mallrats, un parásito de
centro comercial, que se apropia de las potencias positivas que le
ofrecen esos espacios sin necesidad de grandes militancias ni caer en
la trampa de la compra compulsiva. Es algo que a mí y a muchos de
mis compañeros de quinta no se nos pasa por la cabeza: me marea el
hilo musical, me atontan las riadas de ciudadanos white trash
paseando de un lado a otro en modo zombie, me satura el campo visual
desbordante de objetos absurdos y ofertas delirantes…y no encuentro
ningún atractivo en estar allí dentro, máxime si uno no piensa
comprar nada. La actitud de esos chavales que no se dejan intimidar
ni seducir por la ciudad capitalista me asombra y produce envidia,
por la sabiduría espontánea inherente a la capacidad de
reformularla y obtener de ella lo que convenga a los propios
intereses desechando el resto: bien pensado, lo de chupar wifi gratis
está muy bien.
Su razonamiento, mucho
menos prejuicioso que el mío, es severamente racional y pragmático:
él argumenta que allí está calentito y a cubierto, no tiene por
qué gastar dinero, hay aseos, Internet de gorra, y nadie se
inmiscuye en lo que hace o deja de hacer. Para más inri, si levanta
la cabeza de la pantalla puede deleitar la pupila contemplando a las
chicas guapas que van fluyendo por allí, muchas de las cuales además
están en modo ligoteo: según me cuenta muchos adolescentes están
habituados a juntarse en el centro comercial como nosotros nos
reuníamos en los billares o los futbolines, y a medida que dichas
prácticas se van generalizando aparecen espontáneamente nuevas
formas de socializar, rituales de emparejamiento, formas no regladas
de ocio (incluso tienen localizados rincones en los que fumar porros
a hurtadillas y discretamente) y muchos otros fenómenos que no
forman parte del programa de funciones de los capitalistas que
promueven este tipo de contenedores urbanos: la mayoría de los
teenagers que pasan la tarde dando vueltas por los pasillos no
compran nada, y la apropiación que hacen de ese espacio público
tiene tanto de paradójica como, quizás, de saludable.
Es razonable por tanto
proponer que, visto que hay ya un potente folklore de centro
comercial, quizás los viejunos cascarrabias debamos ser más
abierto a su implantación en nuestras ciudades, en la medida en que
aportan nuevas y simpatiquísimas costumbres colectivas no previstas
por los capitalistas y que hacen del shopping mall, a fin de
cuentas, un espacio público a cubierto en el que pueden
suceder acontecimientos tan mágicos como en cualquier callejuela
histórica. Hay por tanto una utopía urbana implícita en el modelo
de las grandes superficies: espacios de sociabilidad muy densos,
en los que todo el mundo es bienvenido, con servicios e instalaciones
gratuitas, en las que los niños pueden jugar libremente y los
ancianos vegetar a sus anchas viendo el tiempo pasar, es posible
conocer gente para contactos de todo tipo y donde se pueden pasar
largas tardes de ocio sin la necesidad de gastar un solo euro.
Además se generan dinámicas locales propias de la vida de barrio y
el tipo de afinidades de proximidad que hacen que las ciudades tengan
sentido: cotilleos, idiosincrasias y provincianismo. Muchas de las
parejas del futuro habrán empezado como cruce de miradas frente al
escaparate de un Zara.
Pero a decir verdad,
mientras este compañero disfruta skypeando al abrigo del centro
comercial, yo acostumbro a echarme a la calle (a la calle de
siempre, el barrio a cielo abierto) y el panorama que presencio
es devastador: bajos comerciales vacíos, la calzada inundada de
ruidoso tráfico, aceras ruinosas, consumiciones carísimas, y una
sensación fatal de decadencia: salir a callejear sin dinero en una
ciudad en la que siempre llueve es una actividad estéril y
frustrante. Ni siquiera puedes hacer pis. El súbito declive del
tejido urbano histórico tiene evidentemente mucho que ver con la
“crisis” y el decaimiento generalizado de la actividad (no
sólo comercial) que ha sobrevenido con ella, pero es innegable que
gran parte de la culpa la tienen los centros comerciales, que
vampirizan gran parte de los flujos sociales y afectivos que
antes irrigaban la ciudad histórica y que ahora, como digo, se
reteritorializan con cierta gracia en los grandes contenedores de
mercaderes.
Pero esta decadencia de
la que hablo, seguramente sea transitoria: la ralentización de la
mecánica de compraventa (que hasta ahora parecía ser lo único
capaz de sacar a la gente a la calle) y la falta generalizada de
dinero, empiezan a ser entendidas por los ciudadanos no como
fenómenos transitorios (conforme al discurso oficialista que habla
de una “crisis” pasajera y siempre al borde de la esotérica luz
al final del tunel) sino como una realidad que está aquí para
quedarse durante mucho tiempo. Poco a poco todos parecen entender que
el fenómeno de las calles comerciales semidesiertas, los bares que
no encuentran traspaso, los bajos infructuosamente en alquiler o los
comercios en liquidación, abren la posibilidad de vivir la ciudad
de otra manera: a fin de cuentas, incluso en el peor escenario
recesivo, hay que seguir socializando, viviendo, disfrutando, amando,
estando con los demás, incluso con los bolsillos vacíos. No queda
otra opción que reinventar la calle, o reconquistarla tras
tantas décadas secuestradas por el uso meramente comercial. De lo
contrario, la tendencia de las ciudades será su transformación en
tétricos páramos en los que únicamente se pueda trabajar y dormir,
de la que huirán todos aquellos que puedan optar por trasladarse al
campo o a alguno de esos florecientes resorts privados tipo fortaleza
estanca sólo habilitados para la endogamia cultural de clase.
Esa es la lógica que
sirve de motor al tipo de acciones urbanas promovidas por colectivos
de nuevo cuño de las que hablaba ayer, y que entre otras virtudes
brillan especialmente por su componente didáctico: su desafío
consiste fundamentalmente en enseñar a la gente a sacar partido a la
calle, a crear espacio común sin necesidad de dinero (y sin tener
que meterse en un absurdo centro comercial a ser bombardeado con
estímulos sensoriales sofronizantes). Paradójicamente, en España
estamos muy retrasados en ese sentido, y hemos renunciado al sentido
latino de la urbanidad por culpa del anticivismo del nuevo rico
que sólo sabe divertirse a golpe de talonario: nuestros vecinos
del norte, incluso sufriendo unas condiciones climáticas mucho menos
proclives que las nuestras, se tiran a la calle en cuanto salen dos
rayos de sol, y las ciudades en verano se animan con todo tipo de
actividades (desde cultura y deporte a picnics familiares en el
parque urbano más a mano) que aquí está todavía por explotar. La
clase media ha olvidado no ya las virtudes del ágora como escenario
político, sino de la polis como intercambiador afectivo y cultural
por excelencia. Este fenómeno es especialmente grave entre los
babyboomers, incapaces de concebir actividades que difieran de las
terracitas, los “recados”, sacar al perro a pasear,
vigilar a niños sitiados en parques-panópticos y tres rutinas más,
dando pie a formas de vida monocromas y sin imaginación en la que
todo lo bueno se obtiene necesariamente con cash. La
minusvaloración del espacio común ha derivado por ejemplo en una
delirante burbuja de museos que, legitimados con el argumento
de que “el arte es cultura” (como si pintar la mona en la
calle no lo fuese también) han terminado por convertir muchas de
nuestras plazas en meros espacios residuales entre los coches, en las
que la planificación y mantenimiento de la ciudad histórica se
realiza pensando únicamente en agradar a los turistas (lo que
conduce a una cansina museificación del paisaje e hipersignificación
de los pintoresquismos arquitectónicos que, al habitante del barrio,
no le aporta nada).ñ Insisto por tanto en que el gran cómpito de la
guerrilla del urbanismo asambleario es recordarnos la potencia de
la calle como nicho de acontecimientos plurales. Por ello, les
recomendaría más énfasis en la articulación y didáctica los
acontecimientos que promueven, en detrimento de la estridencia de
muchas gestualidades de arquitecto (en ocasiones los chirimbolos y
cachivaches de diseño que montan para la ocasión restan potencia al
fondo festivo y situacionista del asunto): creo que lo saludable en
este momento es más el cundir con el ejemplo que con el manifiesto.
Vuelvo a donde empezaba,
reconociendo que tal vez estos pensamientos de abuelo cebolleta sean
un tanto rancios ante la alegría con la que incluso los perroflautas
están aprendiendo a parasitar creativamente los cementerios del
capitalismo. Puede que Koolhaas tenga razón y los centros
comerciales sean “una oportunidad” emancipadora y ofrecen
un horizonte de sociabilidad nueva de la que recelamos únicamente
por estrechez de miras. No lo tengo nada claro porque, en mi caso, el
rechazo a los shopping mall es, además de estético, muy físico (mi
cuerpo sufre allí todo tipo de angustias, agorafobias, ataques de
pánico y la horrible sensación de estar siendo escudriñado) y sé
que allí, además, la aparente tolerancia y liberta de movimiento
son completamente impostados porque hay muchas, muchas cosas que uno
no puede hacer en un centro comercial, y gente que allí no es
bienvenida. Todavía está por ver si florece realmente una
marginalidad y contracultura capaz de insuflar verdadera energía a
las formas de vida y cultura de lo que hoy es aspira a ser tan sólo
(como reza el grotesco slogan de un cochambroso centro comercial
coruñés) “urban shopping Paradise”. Como niño de la
transición, esos ambientes me resultan más bien un pesadillesco
urban shopping Inferno.
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