viernes, 15 de febrero de 2013

Cruce de miradas en el escaparate de un Zara

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Terminábamos el anterior post reconociendo que hoy en día muchas de las posiciones reformistas y antisistema requieren el ejercicio de resistencia más que de vanguardia, un fenómeno desconcertante para los que hemos crecido fascinados por la épica de la modernidad y el futurismo, atónitos ante la sensación de que los babyboomers neocon han secuestrado nuestro porvenir para reembolsárnoslo envasado al vacío y en celofán: la actitud que impera entre los colectivos vecinales beligerantes con el gélido barbarismo de la troika liberal no es tanto la de “¡a por ellos!” como un mucho más humilde “no pasarán”. ¿Realmente el futuro se perfila tan tenebroso como para que el enroque en la nostalgia sea la actitud más fértil para refundar expectativas ilusionantes? ¿Tiene razón Koolhaas cuando nos insta a reconocer que el triunfo de la corporatocracia y sus formas de vida es imparable e inevitable? ¿El urbanismo del sprawl ha de ser aprovechado como “una oportunidad”? ¿El fenómeno pop de la retromanía evidencia el sentir de un tiempo cuya utopía sea la vuelta del ayer?

 
Tengo un compañero italiano de 23 años educado con naturalidad en una cultura bastante más contemporánea que la mía (que viene a ser aproximadamente la de los niños de la transición: nos comíamos el mundo con 20 años, y ahora nos comemos los mocos ya con treintaytantos): la gente más espabilada de entre los nacidos después del 89 tiene ya muy interiorizada campechanamente la problemática de la sostenibilidad (reciclaje y reutilización son para ellos hábitos espontáneos y de sentido común, que llevan a cabo sin necesidad de reflexiones éticas ni esfuerzos conscientes), los espantos de las relaciones de trabajo capitalistas (es ya consciente del negro futuro que le ofrece hoy en día el oficio de la arquitectura a los jóvenes cad monkeys, y ya masculla un plan B), su relación con los medios de comunicación es instintivamente cínica (vive el Telediario como si se tratase de un show y se mofa con sorna de las versiones oficiales) y carecen de muchos de los prejuicios y miedos propios de los que recordamos el mundo anterior a la existencia de los smartphones: sus estrategias de supervivencia en la selva capitalista son muy intuitivas y tranquilas, y no deja de admirarme la naturalidad con la que desarrollan itinerarios vitales muy inteligentes para eludir la asfixia de la vida posmoderna. Este chico por ejemplo no es nada consumista (le viene de serie el chip del autoabastecimiento, el trueque y la segunda mano) y sin embargo va muy a menudo a los centros comerciales, por la sencilla razón de que allí tiene wifi gratis. A menudo su plan de ocio para una tarde de domingo consiste en comprar cervezas y panchitos en el súper, calzarse el mp3 y sentarse en algún rincón del mall a pasar un buen rato frikeando por Internet. Es uno de esos arquetipos que supo prever Kevin Smith en la visionaria Mallrats, un parásito de centro comercial, que se apropia de las potencias positivas que le ofrecen esos espacios sin necesidad de grandes militancias ni caer en la trampa de la compra compulsiva. Es algo que a mí y a muchos de mis compañeros de quinta no se nos pasa por la cabeza: me marea el hilo musical, me atontan las riadas de ciudadanos white trash paseando de un lado a otro en modo zombie, me satura el campo visual desbordante de objetos absurdos y ofertas delirantes…y no encuentro ningún atractivo en estar allí dentro, máxime si uno no piensa comprar nada. La actitud de esos chavales que no se dejan intimidar ni seducir por la ciudad capitalista me asombra y produce envidia, por la sabiduría espontánea inherente a la capacidad de reformularla y obtener de ella lo que convenga a los propios intereses desechando el resto: bien pensado, lo de chupar wifi gratis está muy bien.

Su razonamiento, mucho menos prejuicioso que el mío, es severamente racional y pragmático: él argumenta que allí está calentito y a cubierto, no tiene por qué gastar dinero, hay aseos, Internet de gorra, y nadie se inmiscuye en lo que hace o deja de hacer. Para más inri, si levanta la cabeza de la pantalla puede deleitar la pupila contemplando a las chicas guapas que van fluyendo por allí, muchas de las cuales además están en modo ligoteo: según me cuenta muchos adolescentes están habituados a juntarse en el centro comercial como nosotros nos reuníamos en los billares o los futbolines, y a medida que dichas prácticas se van generalizando aparecen espontáneamente nuevas formas de socializar, rituales de emparejamiento, formas no regladas de ocio (incluso tienen localizados rincones en los que fumar porros a hurtadillas y discretamente) y muchos otros fenómenos que no forman parte del programa de funciones de los capitalistas que promueven este tipo de contenedores urbanos: la mayoría de los teenagers que pasan la tarde dando vueltas por los pasillos no compran nada, y la apropiación que hacen de ese espacio público tiene tanto de paradójica como, quizás, de saludable.


Es razonable por tanto proponer que, visto que hay ya un potente folklore de centro comercial, quizás los viejunos cascarrabias debamos ser más abierto a su implantación en nuestras ciudades, en la medida en que aportan nuevas y simpatiquísimas costumbres colectivas no previstas por los capitalistas y que hacen del shopping mall, a fin de cuentas, un espacio público a cubierto en el que pueden suceder acontecimientos tan mágicos como en cualquier callejuela histórica. Hay por tanto una utopía urbana implícita en el modelo de las grandes superficies: espacios de sociabilidad muy densos, en los que todo el mundo es bienvenido, con servicios e instalaciones gratuitas, en las que los niños pueden jugar libremente y los ancianos vegetar a sus anchas viendo el tiempo pasar, es posible conocer gente para contactos de todo tipo y donde se pueden pasar largas tardes de ocio sin la necesidad de gastar un solo euro. Además se generan dinámicas locales propias de la vida de barrio y el tipo de afinidades de proximidad que hacen que las ciudades tengan sentido: cotilleos, idiosincrasias y provincianismo. Muchas de las parejas del futuro habrán empezado como cruce de miradas frente al escaparate de un Zara.

Pero a decir verdad, mientras este compañero disfruta skypeando al abrigo del centro comercial, yo acostumbro a echarme a la calle (a la calle de siempre, el barrio a cielo abierto) y el panorama que presencio es devastador: bajos comerciales vacíos, la calzada inundada de ruidoso tráfico, aceras ruinosas, consumiciones carísimas, y una sensación fatal de decadencia: salir a callejear sin dinero en una ciudad en la que siempre llueve es una actividad estéril y frustrante. Ni siquiera puedes hacer pis. El súbito declive del tejido urbano histórico tiene evidentemente mucho que ver con la “crisis” y el decaimiento generalizado de la actividad (no sólo comercial) que ha sobrevenido con ella, pero es innegable que gran parte de la culpa la tienen los centros comerciales, que vampirizan gran parte de los flujos sociales y afectivos que antes irrigaban la ciudad histórica y que ahora, como digo, se reteritorializan con cierta gracia en los grandes contenedores de mercaderes.
Pero esta decadencia de la que hablo, seguramente sea transitoria: la ralentización de la mecánica de compraventa (que hasta ahora parecía ser lo único capaz de sacar a la gente a la calle) y la falta generalizada de dinero, empiezan a ser entendidas por los ciudadanos no como fenómenos transitorios (conforme al discurso oficialista que habla de una “crisis” pasajera y siempre al borde de la esotérica luz al final del tunel) sino como una realidad que está aquí para quedarse durante mucho tiempo. Poco a poco todos parecen entender que el fenómeno de las calles comerciales semidesiertas, los bares que no encuentran traspaso, los bajos infructuosamente en alquiler o los comercios en liquidación, abren la posibilidad de vivir la ciudad de otra manera: a fin de cuentas, incluso en el peor escenario recesivo, hay que seguir socializando, viviendo, disfrutando, amando, estando con los demás, incluso con los bolsillos vacíos. No queda otra opción que reinventar la calle, o reconquistarla tras tantas décadas secuestradas por el uso meramente comercial. De lo contrario, la tendencia de las ciudades será su transformación en tétricos páramos en los que únicamente se pueda trabajar y dormir, de la que huirán todos aquellos que puedan optar por trasladarse al campo o a alguno de esos florecientes resorts privados tipo fortaleza estanca sólo habilitados para la endogamia cultural de clase.
Esa es la lógica que sirve de motor al tipo de acciones urbanas promovidas por colectivos de nuevo cuño de las que hablaba ayer, y que entre otras virtudes brillan especialmente por su componente didáctico: su desafío consiste fundamentalmente en enseñar a la gente a sacar partido a la calle, a crear espacio común sin necesidad de dinero (y sin tener que meterse en un absurdo centro comercial a ser bombardeado con estímulos sensoriales sofronizantes). Paradójicamente, en España estamos muy retrasados en ese sentido, y hemos renunciado al sentido latino de la urbanidad por culpa del anticivismo del nuevo rico que sólo sabe divertirse a golpe de talonario: nuestros vecinos del norte, incluso sufriendo unas condiciones climáticas mucho menos proclives que las nuestras, se tiran a la calle en cuanto salen dos rayos de sol, y las ciudades en verano se animan con todo tipo de actividades (desde cultura y deporte a picnics familiares en el parque urbano más a mano) que aquí está todavía por explotar. La clase media ha olvidado no ya las virtudes del ágora como escenario político, sino de la polis como intercambiador afectivo y cultural por excelencia. Este fenómeno es especialmente grave entre los babyboomers, incapaces de concebir actividades que difieran de las terracitas, los “recados”, sacar al perro a pasear, vigilar a niños sitiados en parques-panópticos y tres rutinas más, dando pie a formas de vida monocromas y sin imaginación en la que todo lo bueno se obtiene necesariamente con cash. La minusvaloración del espacio común ha derivado por ejemplo en una delirante burbuja de museos que, legitimados con el argumento de que “el arte es cultura” (como si pintar la mona en la calle no lo fuese también) han terminado por convertir muchas de nuestras plazas en meros espacios residuales entre los coches, en las que la planificación y mantenimiento de la ciudad histórica se realiza pensando únicamente en agradar a los turistas (lo que conduce a una cansina museificación del paisaje e hipersignificación de los pintoresquismos arquitectónicos que, al habitante del barrio, no le aporta nada).ñ Insisto por tanto en que el gran cómpito de la guerrilla del urbanismo asambleario es recordarnos la potencia de la calle como nicho de acontecimientos plurales. Por ello, les recomendaría más énfasis en la articulación y didáctica los acontecimientos que promueven, en detrimento de la estridencia de muchas gestualidades de arquitecto (en ocasiones los chirimbolos y cachivaches de diseño que montan para la ocasión restan potencia al fondo festivo y situacionista del asunto): creo que lo saludable en este momento es más el cundir con el ejemplo que con el manifiesto.


Vuelvo a donde empezaba, reconociendo que tal vez estos pensamientos de abuelo cebolleta sean un tanto rancios ante la alegría con la que incluso los perroflautas están aprendiendo a parasitar creativamente los cementerios del capitalismo. Puede que Koolhaas tenga razón y los centros comerciales sean “una oportunidad” emancipadora y ofrecen un horizonte de sociabilidad nueva de la que recelamos únicamente por estrechez de miras. No lo tengo nada claro porque, en mi caso, el rechazo a los shopping mall es, además de estético, muy físico (mi cuerpo sufre allí todo tipo de angustias, agorafobias, ataques de pánico y la horrible sensación de estar siendo escudriñado) y sé que allí, además, la aparente tolerancia y liberta de movimiento son completamente impostados porque hay muchas, muchas cosas que uno no puede hacer en un centro comercial, y gente que allí no es bienvenida. Todavía está por ver si florece realmente una marginalidad y contracultura capaz de insuflar verdadera energía a las formas de vida y cultura de lo que hoy es aspira a ser tan sólo (como reza el grotesco slogan de un cochambroso centro comercial coruñés) “urban shopping Paradise”. Como niño de la transición, esos ambientes me resultan más bien un pesadillesco urban shopping Inferno.

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