Charles O. Nussbaum
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The Musical Representation: Meaning, Ontology, and Emotion
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Mitt Press 2007
La forma sigue a la función
La célebre máxima “La forma sigue a
la función” (de irremediable longevidad en los discursos y prácticas
arquitectónicos de los últimos cien años) brilla por su capacidad para resumir
en tres efes (form follows function) la cosmovisión
teleológica sobre la que se asienta la ciencia contemporánea. Quizás, la
modernidad en sí sean esas tres efes: creer
que la morfogénesis tanto de los corporales como de los incorporales es la
resultante de algo, que los productos
de la realidad son correlativos a un engranaje causal susceptible de ser
descifrado por el intelecto humano. En el fondo, form follows function es un
aforismo que exige fe: la creencia en un orden causal en el universo, en lo necesario. Es por tanto una máxima
optimista y confiada en la razón (único dominio de lo funcional), y hay quien
afirma que el gran fracaso de la arquitectura moderna es testimonio de su
insuficiencia, excesivamente optimista, de la coextensión entre lo formal y lo
funcional. Es un problema muy complejo.
Biología, geología o física de
partículas dan por buena esa condición necesaria
de la morfogénesis en la naturaleza: si existen ciencia o filosofía es, como
bien advertía Hegel, como un escape ante el
horror de la contingencia. Si la forma sigue a la función, el universo está
esencialmente ordenado, existe un correlato entre medios y fines, una predictibilidad de lo real, un refugio frente al caos. Todo el pensamiento
occidental ha hecho suyas esas tres efes,
construyendo el mito del universo-reloj
que se ha mantenido desde los pitagóricos hasta los investigadores del CERN.
La forma de una raíz, una flor o
una molécula de sal son explicables por la función que cumplen, siguiendo el
planteamiento aristotélico de las
categorías y las cuatro causas:
la forma de la raíz responde a su función alimenticia y estructural, la de la
flor a las necesidades de polinización, la de la molécula de sal a determinadas
valencias de los átomos que la componen. Lo
formal nunca termina en sí mismo, siempre es remitido a un orden superior y
holístico del que ha de ser consecuencia: las distintas configuraciones
formales de la sustancia, y los atributos y potencias que de ella se derivan,
responden en la metafísica occidental a la función que han de cumplir,
generalmente orientada a la auto-perpetuación en contextos siempre mutantes: forma
es el equilibrio precario que permite retrasar la disolución a la que todo está
condenado. La forma “raíz” es lo que impide que la materia de la que se compone
vuelva a ser tierra.
Lo problemático del form follows function es su traslación al campo de la acción humana,
gesto que supone el paso del humanismo
clásico a las “ciencias humanas”, que presuponen que toda práctica del
hombre es necesaria (y por tanto, potencial objeto científico) y a resultas de
las condiciones de su aparición y perpetuación contingentes. La antropología o
la sociología sólo tienen sentido como “saberes” en la medida en que se acepta
la premisa de que las formas sociales no son casuales o aleatorias, sino
explicables desde algún tipo de utilidad:
los rituales y leyes de parentesco, los sistemas teístas y principios
filosóficos de cada pueblo no son autosuficientes, no han adquirido
caprichosamente la forma que los caracteriza, sino que cada formalización
soluciona diferentes circunstancias y problemas (mediante los cuales se puede
inducir una función generatriz para cada forma). Esta visión científica / materialista / mecanicista /
utilitarista de la acción humana ha logrado modelizar prácticamente toda
expresión cultural como efecto de un determinado orden causal y funcional.
El placer sigue a la función
El placer humano en principio no
presenta grandes misterios, y es fácilmente reducible a determinadas
funcionalidades. Así por ejemplo el placer gastronómico es una
recompensa del cuerpo por habernos nutrido y garantizado así nuestra
supervivencia; el placer sexual, un incentivo de la naturaleza por mantener la
continuidad de la especie; el placer ritual es un modo de
fortalecer los vínculos sociales y así sostener la fertilidad de nuestra acción
conjunta. Todos los placeres parecen tener un sentido natural, una
necesidad funcional lógica, sirven para
algo, incluso en lo más oscuro del modelo freudiano de la subjetividad,
cuyo “Más allá del principio del placer”
no era más que una intentona por justificar de modo utilitarista los impulsos agresivos
y suicidas aparentemente displacentes. Sin embargo, no hay una teoría
materialista verdaderamente convincente que explique el placer musical. La música no sirve para nada, y si el
universo fuese tan lógico y maquínico como se nos dice, no deberíamos sentir
ningún deleite en la escucha de música, pues es una forma de placer que no
reporta ningún beneficio material ni al sujeto ni a la sociedad. He ahí la gran
potencia subversiva de la música: es una práctica de placer libre, y por tanto al margen de cualquier discurso
teleológico que quiera contenerla y limitarla. Es un placer libertino, pues es libre incluso de cualquier explicación
teleológica, fisiológica o psicológica: su dominio es muy anterior al de la
subjetividad.
La forma sigue al placer
El techno puede leerse de manera
ambivalente desde el principio de su funcionalidad: en principio esta música actúa
como un artefacto cuya misión es hacer que los cuerpos bailen, y es bajo esta
utilidad desde la que son producidas todas las composiciones. La música de baile (sea techno, house,
samba o lambada) es esencialmente triple efe, pues sus formas son resultantes del
objetivo que han de cumplir: poner los cuerpos en movimiento acompasado. Pero
eso en realidad es no decir nada, al menos en lo referente al campo de lo
formal, pues queda sin resolver por qué esas formas consiguen llevar a cabo su
función. ¿Por qué el cuatro por cuatro
hace que el cuerpo tienda a sincronizar sus movimientos con los del ritmo que
suena? ¿Por qué el cuerpo se mueve, en presencia de según qué formas acústicas,
y por qué ese movimiento es grato? La ciencia no puede aceptar el golazo que
supone que no haya un por qué para estas preguntas, pues el universo-reloj
exige la concordancia tranquilizadora entre lo
objetivo y lo
causal, es decir entre lo formal y lo funcional.
La pregunta por la forma musical
es muy angustiosa para, por ejemplo, los arquitectos de mi generación, que
hemos sido educados en una actitud ambigua e incongruente respecto a la
vigencia de la modernidad: el credo del arquitecto sigue siendo racionalista (y
subyugado por un bestial complejo de culpa ante cualquier capricho o
contingencia proyectual) pero sabedor de la necesidad de matizar, actualizar y
ampliar los condominios conquistados por el discurso, es decir, expandir un nuevo criterio de “funcionalidad” que
sea científicamente argumentable pero con la flexibilidad suficiente para dar
acomodo a la recién descubierta soberanía del usuario. No obstante, los
arquitectos formalmente más libertinos suelen ser unos petardos, porque
generalmente son muy torpes en la musicalidad o libertad compositiva
que modula sus creaciones. En mi opinión el fracaso de los arquitectos
estrictamente se debe a su desconocimiento de las artes secretas de la
sensualidad, porque la música es un
dominio esencialmente sensual, entendiendo por dicho término el deleite de los sentidos con anterioridad
a cualquier intelección o reflexión. Sensual es la voluntad del cuerpo, el
destino que gobierna la trayectoria de los pensamientos, y lo que de autónomo pueda haber en la forma
respecto a una función, es en su pura sensualidad.
La sensualidad comparte algo con
la mística: ambas cohabitan en aquellos niveles de la realidad insondables al
pensamiento, al que anteceden y determinan. Numerosas culturas (sobre todo las
judeocristianas) han construido ideologías
místicas en las que placer y muerte van de la mano, estando ambas hermanadas
en su indiscernibilidad
y contingencia: de ahí que la música haya tenido habitualmente una función
ritual, de invocación de agencias no presentes en el lenguaje. Así que de
alguna manera, la sensualidad acústica (la forma
musical) mantiene un parentesco por descubrir con funciones místicas… cuya efectuación tiene lugar en
el cuerpo. Así que una ciencia materialista tanto de la forma musical como de
la mística han de fundarse en la fisiología.
Y ese es el punto de partida del
interesantísimo ensayo “The Musical Representation Meaning Ontology
and Emotion”, que tienen ustedes de
gratis en scribd: un sesudísimo ensayo sobre la representación musical
desde una teoría de los afectos completamente materialista. Un trabajo muy pero
que muy riguroso donde abundan categorías sacadas de la psicología cognitiva,
una renuncia radical a cualquier psicologismo o subjetivismo, que además sirve
en bandeja toda una historia de la filosofía de la música rebatida con sólidos
argumentos por su autor. Pero para el tema que nos ocupa basta con leerse su
magnífico sexto capítulo, “Náusea y contingencia: emoción musical y emoción
religiosa”, que especula con posibles orígenes fisiológicos en muchos de los
más recurrentes motivos musicales, todo ello expresado en jerga ontológica de
primera clase. La conclusión a la que llega con más o menos claridad me parece
la más acertada de todas las ontologías materialistas de la música que conozco:
según se argumenta, lo musical sería una proyección háptica del cuerpo, que
proyecta sensaciones corporales de unos objetos a otros mediante un complejo entramado
inconsciente de evocaciones espontáneas. Así, la música tendría siempre algo de
“espacial”, y su impacto sobre la conciencia sería por equivalencia con otras
vibraciones de placer o displacer conocidas por el cuerpo con anterioridad:
algo así como una mimesis desplazada de su lugar, en la que los fenómenos
perceptivos se nos presentan cargados de reminiscencias de sensaciones
rememoradas instintivamente.
Como racionalista contra mi voluntad
que soy, me parece la más perfecta teoría inmanentista de lo musical, incluso
en los capítulos en los que el autor se muestra más impertérritamente
intransigente con cualquier autonomía de la mística o lo sensual. Es decir, al
final es posible construir las tres efes del placer musical, explicarlo desde
su más profundos fundamentos como forma que
cubre una función… otro tema es que consiga
resolver el misterio del placer musical. Una tarea que, necesariamente,
exigiría reducir la esencia del placer como funcional en todas sus
manifestaciones… y ese momento epistemológico significaría algo sí como
“cerrar” el modelo científico de la realidad. Lo cual sería una pena.
siempre me ha jodido estar seguro de que la música es una herramienta infinitamente más potente que la arquitectura... supongo que por eso empezó a interesarme la ciudad, que como envolvente casual es más capaz de producir unas resonancias con el cuerpo parecidas a las que describes para la música,
ResponderEliminarque bien que hayas regresado!
abrazo!