martes, 25 de septiembre de 2012

) ) ) eco ( ( ( sistema ) ) ) #1



"
El príncipe arquitecto y la rana inmobiliaria
"
Comenzamos un hilo dedicado a la cuestión ecológica, una de las pocas líneas de fuga ilusionantes para una civilización como la nuestra desfondada desde todos los flancos, exhausta y rendida, desesperada ante inercias heredadas que parecen conducirla a un horizonte de silueta tenebrosa y lastrada por su incapacidad de ver su propia contingencia y, así, concebir la posibilidad de una alternativa. La crisis global y el dolo generalizado ante el crepúsculo de la modernidad siguen irradiando una circunspección y gravedad que sobrevuelan todas las suertes de lo común, en un momento en el que nuestra cultura requiere con la mayor de las urgencias sinergias sonrientes, un rumbo apetecible que podamos disfrutar de nuevo desde el goce de la aventura y la esperanza de la fe en el progreso. Y si finalmente se confirma que la ruta a seguir es la de la sostenibilidad, el desafío empapa a todas las disciplinas (desde la metafísica a la estética, de los ritos sociales a las tecnologías del yo) hasta el punto de que la auténtica y ansiada inmersión en la naturaleza implica la inversión de nuestra relación con ella: debemos poner patas arriba los cimientos de nuestra civilización si de verdad queremos reformular las condiciones de nuestra estancia en el mundo, redactando un nuevo pacto de convivencia con el planeta que por fuerza estará hecho de renuncias y reyes destronados, deceleraciones, sobresaltos y frenazos, pero también de parabienes y sorpresas, nuevos ídolos, nuevas formas de vida, prosperidades emergentes, y soberanías inusitadas. Está todo por hacer, y mucho por pensar.

 
La subversión de numerosas certezas ahora incuestionadas es irremediable, pues la forma de vida reciente se ha ido consolidando inadvertidamente sobre una serie de hábitos y prejuicios que resultan incompatibles con los requerimientos del nuevo equilibrio ecosistemático al que aspiramos. Las modestas experiencias culturales que buscan anticipar a tientas las posibles condiciones de ese “Nuevo mundo” inminente, no alcanzan por ahora más que a rascar la superficie del descomunal cambio de paradigma al caer, manteniendo todavía el ancla en una cosmovisión pos-industrial que antes o después habrá de ser barrida por el tsunami del pensamiento ecológico. Un cambio de paradigma extremadamente delicado y comprometedor, en cuya gestión debemos considerar nuestros presupuestos sobre

lo humano (sin duda, una de las disciplinas más alteradas deberá ser la antropología),

lo económico” (cuya permutación subvertirá imprevisiblemente los órdenes sociales conocidos),

lo cultural” (a través de una nueva ecualización de valores e índices simbólicos de toda índole)

"lo científico" (desequilibrando el actual reparto de legitimidades entre ciencia y fe)

y, en general, lo existencial: seguramente el alcance último de la revolución verde, si realmente llega a confirmarse, es el replanteamiento radical de lo que consideramos la vida, sus límites, su dominio, la legitimidad y necesidades de su imperio. Poco a poco lo iremos viendo.


En el lance a resolver, la gestión del habitar es el asunto en el que convergen casi todos los factores, por lo que la arquitectura y su amplio abanico de competencias son de nuevo el campo de conocimiento que demanda una mayor meticulosidad y prudencia. Digo “de nuevo” porque la arquitectura moderna y la leyenda autoinducida de su función potencial de “servicio a la sociedad” atraviesa mal que bien varias décadas de decadencia y pérdida de autoestima: desde hace ya demasiado tiempo, el circuito intelectual de los arquitectos ha estado autoinculpándose por la frivolidad de sus contenidos, dramáticamente convencidos de que su trabajo se había convertido en mera cosmética espacial, con un calado cada día de menor alcance. Comparándose constantemente con la leyenda de la “Modernidad heroica” (la última oportunidad en que la arquitectura tuvo fe en su capacidad para reinventar el mundo), el arquitecto del siglo XXI participaba receloso y hastiado de una inercia profesional poco ilusionante en la que el aparato cultural parecía haber quedado reducido a la sucesión rutinaria de efímeras modas formales difundidas desde las revistas del ramo, e intentando mantener la cabeza alta en un contexto en el que otros saberes no dejaban de asombrar al mundo (biotecnologías, informática, ingeniería de materiales, medicina…) mientras las ciudades se convertían en espacios cada vez más circenses, cosmopolitas y espectaculares, pero menos vivibles, más previsibles, como abrigando un provincianismo globalizante. La arquitectura como humanismo de tradición milenaria tenía su autoestima letalmente herida de culpa, y ninguno de los divanes en los que buscó consuelo (el ascetismo burgués de los suizos, la divina comedia holandesa, la paramétrica anglosajona, los minimalismos japoneses…) fue capaz de insuflarle el necesario calambrazo vivificante: no sorprende por tanto la rapidez y unanimidad con la que la sostenibilidad se ha convertido en el asunto central a absolutamente todos los debates de la profesión, que parece haber recuperado en ese campo la esperanza de resucitar el carisma (social, cultural, científico) de la que en tiempos fue la más respetable y vanguardista de las prácticas humanas: hasta no hace más de un siglo, una ciudad en obras era evidencia de una sociedad próspera y ambiciosa de futuro. Con todo lo que ha pasado últimamente, ya no.
La burbuja inmobiliaria global y la cadena de desvergüenzas (activas y pasivas) que la hicieron posible, han dado la puntilla moral a una profesión incapaz de posicionarse donde le correspondía en el magmático reparto de competencias entre disciplinas que se vino orquestando (y legislando) entre bambalinas. Arrinconada en lo técnico por ingenierías frente a las que ya no es capaz de presentar credenciales técnicamente capaces, en lo artístico por la capacidad de impacto perceptivo de las nuevas tecnologías (los edificios han perdido su antigua capacidad de shock), y en lo intelectual por humanismos cada vez más sofisticados (desde la sociología tecnocrática a la neurociencia), los discursos arquitectónicos post-Koolhaas buscaban mantenerse into the groove flirteando frívolamente con una peligrosa fascinación por las aporías de la globalización (cuyas monstruosidades eran observadas con admirada morbosidad), mientras la producción edilicia occidental se fracturaba en dos campos incomposibles pero complementarios. Por un lado, la arquitectura representativa (empresarial o institucional) refigurando sin riesgo la ortodoxia formal moderna, y por otra una descomunal hiperproducción de vivienda basura, fuera de los focos de una prensa especializada que todavía hoy parece preferir no enterarse de nada. El silencio de los arquitectos al respecto de la burbuja inmobiliaria es el último gesto de desvanecimiento histérico de la “cultura arquitectónica”, traumáticamente incapaz de aceptar que el acontecimiento de largo más importante de los últimos ¿cincuenta años? de esta profesión haya sido, a todos los niveles, la burbujísima y su pinchazo. Granjeándonos como bonus track el odio de una sociedad que tardará en volver a confiar en “nosotros”.



Solemos animar a los amantes desengañados recordándoles aquello de que “un clavo saca a otro clavo”, y en esa ansiógena persecución de una nueva pasión habría que encuadrar el ímpetu con el que los arquitectos se han abalanzado hacia la utopía ecosostenible, intentando desesperadamente borrar de su conciencia el lastimoso paradigma “starchitects vs. housing bubble”, como un amante repentinamente traicionado. Los psicoanalistas sabrán mejor de la salubridad de este gesto que persigue purgar las culpas escapando hacia adelante a lomos del olvido, pero la doctrina freudiana afirmaba que los traumas nunca digeridos terminan por ser regurgitados en pulsiones de repetición. No le vendría mal a este cuerpo de profesionales pararse un momento antes de iniciar emprendimientos a ciegas, pues conviene ante todo aclarar de qué situación salimos, en qué punto nos encontramos, y cuáles son realmente las variables que hay que trenzar en el porvenir, para no cegarse así por euforias cimentadas en tierra trémula.
Yo mismo estuve implicado en la burbuja inmobiliaria, y en toda la enmarañada red de circunstancias que se fueron confabulando con trágica convergencia en su gestación, desarrollo y desenlace: la repentina escalada alcista del precio de los inmuebles, la subsiguiente histeria especulativa, la instauración de la precariedad como condiciones laborales “normales” para el recién llegado (bajo la promesa tácita, tan del capitalismo ponzi, de que aquello era la antesala de un futuro personal más próspero), las connivencias entre técnicos y políticos y los repartos fraudulentos de encargos, la sobresaturación de oferta educativa privada, las mil diabluras en la legislación del suelo, la inconsistencia en la planificación de infraestructuras, la naturalización de plazos imposibles para los proyectos, la bifurcación de caminos entre arquitectura en la academia y arquitectura en la vida real, la uniformización global de procesos y lenguajes, la gentrificación de los centros urbanos, la depauperación de los discursos profesionales, la aparición del “arquitecto nómada” como eufemismo del auténtico “arquitecto espalda mojada”. Mientras todo esto sucedía, el arquitecto sobrevivía sedado en las glamourosas ensoñaciones de aquellas revistas entregadas a la retórica del éter, esas de titulares tan eufónicos como “Francia en Formas”, “El Sur Siguiente” o “Tanta Teoría”, o planteaban las viviendas para millonarios de Matías Klotz en acantilados chilenos como modelo a seguir para el estudiante de arquitectura de Torrelodones o Arteixo.
Evidentemente, de aquellos polvos vinieron estos lodos, y el actual desinterés de la cultura arquitectónica por all things bubble resulta comprensible en su desesperante candidez, pues lo que ha explotado es un sistema de cuya existencia ni siquiera se habían apercibido, pese a estar imbricados en él hasta el tuétano. Cada vivienda entre ese millón y medio (siendo optimistas) o tres millones (siendo realistas) que hay por vender en este país es el resultado de una determinada financiación, una determinada posibilitación burocrática institucional, una determinada empresa promotora… y la firma de un arquitecto. Además, el 99% de ellas no ha aparecido jamás en ninguna revista de arquitectura no ha sido publicada en medios de ningún tipo, a excepción de los blogs y foros que desde hace años denuncian e indexan los desastres de la infamia burbujista. Lo cual enuncia implícitamente los límites que la profesión sueña para sí: se supone que una urbanización pintiparada de “vivienda experimental” en la conurbación de Rotterdam es de interés arquitectónico, y una ciudad fantasma del Pocero en Castilla la Vieja no lo es. Una deducción que considero desesperante y patológica, pues el desconocimiento de los procesos que se encarnan en esos millones de viviendas vacías nos impide desarrollar un antídoto para que algo así vuelva a suceder: el objetivo único de la arquitectura como profesión hoy en día debería ser el puntilloso, exhaustivo y obsesivo desmenuzamiento de las causas, modos, formas y responsabilidades implicadas en la aberración del universo inmobiliario en la que todos hemos estado, por la que todos hemos pasado y por la que seguimos pasando.
Vuelvo a la ecología, esta vez para apropiarme de un concepto cuya sutileza muchos desconocen, como es el de “ecosistema”: red de corresponsabilidades e interdependencias en la que todos sus elementos intercambian las fluctuaciones de unas mismas variables, de tal manera que la oscilación de tensión o intensidad en un punto repercute de algún modo en puntos distantes. Un ecosistema puede ser una selva, o una comunidad de vecinos a la antigua usanza, o el cuerpo de un animal: un ensamblaje de elementos solidarios, de supervivencia mutuamente corresponsable. Pues bien: el arquitecto se había acostumbrado a pensar que lo inmobiliario era su mercado, cuando en realidad es su ecosistema. Un dominio que no es el “objeto” de nuestra profesión, sino su cuerpo mismo, su sustancia, su condición de posibilidad. De lo cual se deduce que la inopia desde la que el arquitecto ha asistido a lo que ha estado pasando, demuestra que en realidad todavía no sabe nada de lo que es la sostenibilidad, pues ha ignorado (y sigue ignorando) que el territorio no lo forman los condominios de sus clientes, pues el territorio es el cliente. De su sostenibilidad (condición necesaria de salubridad) se vive.


Uno de los momentos filosóficamente más sustanciosos de la literatura clásica infantil, es ese cuento en el que la encarnación de un príncipe ocurría tras besar una rana. La metáfora resulta maravillosamente perversa en su simbolización de “lo trascencente / ideal” en el príncipe y “lo inmanente” en la figura de la rana, tan brillante como la equivalente de la manzana y el pecado en el antiguo testamento que descubría Spinoza: la rana se transforma en príncipe cuando uno consigue ver (o le obligan a ver) un príncipe en la rana. Siguiendo con este paralelismo, propongo un juego: supongamos que para el arquitecto la rana fuese “lo inmobiliario”, así nombrado. Una palabra que inmediatamente se asocia a “mercado”, y cuyo campo semántico la sitúa junto a otras como “burocracia”, “promoción”, “compraventa”, “especulación”, “legislación”, “licencia”, “financiación”, “terrateniente”, “Tecnocasa”… “Inmobiliario” es un término que apenas aparece en la prensa arquitectónica, ni se menciona en las conferencias y papers de su frondoso circuito cultural adyacente, ni es incorporada a los debates o exposiciones promovidas oficialmente por los colegios de arquitectos. Lo cual resulta paradójico, pues la efectuación fáctica real de las labores del arquitecto se da inevitablemente en lo inmobiliario: proyectos, peritajes, tasaciones, reformas, ampliaciones, planes urbanísticos, estudios de detalle, levantamientos patrimoniales, legalizaciones o adecuaciones a normativa, son todas ellas prácticas cuya consecución pasa por la intervención sobre inmuebles.
Pero “lo inmobiliario” es una rana con demasiadas verrugas para una tradición cultural cuyo linaje abarca desde los templos griegos a las catedrales góticas, de las utopías constructivistas a las new cities de posguerra, de Versalles a Brasilia, de Ictinos y Calícrates a Mies Van Der Rohe. Un saber oficializado durante el apogeo de los grandes imperios antiguos y cuyo superego colectivo se presenta a sí mismo con solemnidad casi eclesiástica, como un gremio cuya deontología le atribuyese responsabilidades muy por encima de las contingencias propias de algo tan mundano como “lo inmobiliario”, dominio decididamente prosaico y vulgar. Esa percepción distorsionada (idealizada) de lo que es de verdad “la arquitectura” es la causa de este asombroso desinterés con que los arquitectos ignoran desdeñosamente todo lo que tenga que ver con la burbuja inmobiliaria, como si ese no fuese su asunto, su campo ni su responsabilidad. Lo cual no sólo habilita la posibilidad de que un fenómeno tan catastrófico pueda volver a ocurrir incluso inmediatamente, sino que abandona a su suerte a un parque habitacional enfermo, desmesurado, monstruoso, irresoluble, cuyo saneamiento y aggiornamento pasa, entre otras cosas, por la implicación activa y férrea del conjunto de la profesión en la gestión de la masa edificada resultante de la burbuja. A día de hoy, esa implicación de los arquitectos me parece impensable: la profesión continúa autoengañándose con sus revistas absurdas y sus absurdos simposios internacionales, maquillando sus miserias mediante la cosmética ecológica, y siguiendo una estrategia de supervivencia tan suicida como es la del “patadón p´adelante”. Y aquí no ha pasado nada.
Durante los alegres noughties, al calor de la lumbre crediticia alemana, la profesión fue radicalizando como he dicho su escisión en dos trayectorias en principio antagónicas, pero hermanadas por una secreta complementariedad. Por un lado, el universo “Starchitects” al que se adscribían los arquitectos con voluntad de “excelencia”, que participaban en pomposos cotillones gremiales, cuyos proyectos eran editados en revistas, concursaban y optaban a premios al mérito profesional, impartían clase en la universidad, y de naturaleza supuestamente filantrópica y culturalista: este círculo de arquitectos “de renombre” se atribuían la exclusividad de “la verdadera arquitectura”, como si su trabajo fuese el único honroso en un contexto profesional plagado de vendidos al sistema. Aquí en Galicia tenemos el ejemplo de Manolo Gallego, Jesús Irisarri, Creus y Carrasco, Portela, Penela y unos cuantos más: gente que se curra los proyectos, argumenta sus decisiones mediante un aparato intelectual potente, y cuyo trabajo era financiado fundamentalmente por instituciones necesitadas de representación lustrosa, o burguesía de clase media-alta con conciencia de responsabilidad estética. Consideran que las profesiones tangentes a la arquitectura serían el diseño, la plástica, la sociología, muy vagamente la filosofía, el periodismo y la fotografía, campos con cuyos habitantes gustan de compartir proyectos, asistir a fiestas y codearse en prensa. Menos públicamente, en sus esferas hay también muchos políticos y altos cargos, con quienes mantienen relaciones de simbiosis y reciprocidad. Este conjunto de profesionales puede (podía) permitirse el lujo de ver en la arquitectura a un príncipe… y por supuesto, creer que no tienen absolutamente nada que ver con la burbuja inmobiliaria, de la que se sienten víctimas inocentes, daños colaterales.
En el otro bando, está el ingente batallón de colegiados de infantería, arquitectos que se ven obligados a plantearse el ejercicio de su profesión en función de los requerimientos del mercado en cada momento, y flexible a la hora de adaptarse a diferentes configuraciones empresariales: desde pequeños estudios de barrio hasta asalariados de promotoras o consultorías, desde técnicos municipales a calculistas o especialistas en gráfica digital, de tasadores a peritos, de chico para todo en estudios grandes a promotores de desarrollos urbanísticos comerciales. Este tipo de arquitecto (mucho más populoso que el anterior, pero con representación infinitamente menor en los aparatos institucionales gremiales) es supuestamente el responsable directo de la burbuja inmobiliaria, al ser ellos los que han firmado, calculado, dibujado y licitado el desorbitado volumen de proyectos-basura que se sacó adelante en los años locos anteriores al colapso. Las profesiones con las que se ven obligados a fluir son los constructores, aparejadores, promotores, directores de sucursal bancaria, burócratas y clientes de todo el espectro social y cultural. Sus proyectos no son nunca publicados porque, entre otras cosas, son resultado de decisiones que no toma exclusivamente el arquitecto, sino incorporando injerencias presupuestarias, estéticas y de plazos impuestas por los demás agentes que intervienen en la construcción, y frente a los que el arquitecto no puede “plantarse” (bajo amenaza de perder el encargo, en un mercado sobresaturado de colegiados estajanovistas). A este tipo de trabajadores, la arquitectura se les quedó en rana.



No esperen ver en sus librerías moñoñas un especial de “Arquitectura Viva” o “El Croquis” dedicados a la secuenciación o estudio de la burbuja inmobiliaria: como he dicho, el aparato cultural de los arquitectos está monopolizado por las ensoñaciones hiper-reales de la facción starchitect, y el silencio al respecto es unánime y absoluto. Lo cual deja bien claro el descomunal fracaso de los estamentos culturales de los arquitectos, desnortados por una conceptualización de lo que es cultura absolutamente nefasta, de una ignorancia supina. Lo cultural empieza, para empezar, en las condiciones infrastructurales y estructurales que la posibilitan, y de cuyo horizonte no deben desaparecer jamás. Y es que los “starchitects” (los figurines provincianos de escala local, y las grandes estrellonas internacionales) son tan culpables como el que más por no haber denunciado, frenado o impedido la burbuja inmobiliaria desde su presencia en las instituciones y la opinión pública. El silencio administrativo con el que nuestros “maestros” hacían la vista gorda hacia lo que estaba pasando (de la precarización de la profesión al descontrol del volumen proyectado) es un delito de omisión de sus responsabilidades, pues en su rol de cabezas visibles y portavocías de “la arquitectura” como instancia cultural remaron a favor de los acontecimientos que luego tristemente han implosionado. La élite cultural de los arquitectos no ha estado ni remotamente a la altura de lo que ha pasado estos últimos años, y su coparticipación en los hechos es innegable: al fin de cuentas, su subsistencia pasa por mantener simplemente su nicho de mercado, y despreciar al resto del ecosistema como mera “especulación inmobiliaria”. Como hábilmente denunciaban Marx, Bourdieu o Baudrillard, los aparatos culturales burgueses necesitan una “cultura basura” de la que diferenciarse y ante la que especificarse, para así poder apropiarse en exclusividad del mercado de la distinción. Quizás inconscientemente, a las “estrellas” de la arquitectura les interese que el resto sea una puta mierda. O quizás simplemente miran demasiado a su ombligo.
Pero independientemente de las responsabilidades de unos y de otros, hay una seminal lección de sostenibilidad que debería aprender la profesión de todo lo que ha pasado: nuestro ecosistema es lo inmobiliario, y de su cuidado, mantenimiento y salubridad depende el desarrollo no sólo de la “buena arquitectura”, sino de algo tan legítimo y necesario como que los profesionales puedan comer tres veces al día. A partir de ahí, se puede hablar de ecología, sostenibilidad, ahorro energético y lo que ustedes consideren oportuno: pero sobre la asunción de que los cimientos de todo ello pasan por una correcta organización social, económica, legislativa y cultural de las intervenciones sobre el hábitat humano. No se puede esquilmar como hemos hecho, como los pescadores no pueden esquilmar el mar ni los labradores los campos: de su explotación violenta sólo puede deducirse barbecho, extinción y sequía. “Lo inmobiliario”, con toda su prosaica complejidad, no tiene por qué quedarse en rana: es desafío de los arquitectos volver a proyectar sobre su cuerpo la silueta de un príncipe.


y de postre,
t e m a z o


5 comentarios:

  1. llego tarde, pero creo que ya le he pillado el truco al techno y ese tipo de música, todo gracias a mi pincha favorito

    DJ Aurika

    -x-

    ResponderEliminar
  2. La verdad es que nunca me había parado a pensar en eso que dices de que “lo cultural empieza en las condiciones infrastructurales y estructurales que la posibilitan”. Y efectivamente es algo que pasa muy desapercibido, porque parece que aparece de forma tan “natural” como un bosque o un lago, cuando en realidad está prediseñado de forma totalmente artificial.

    Creo que Virilio te ha llegado a resultar “cargante”, pero tiene unas frases muy acordes con lo que estás diciendo, por cierto:

    “La tendencia urbanista actual colabora decisivamente en la creación de nuevas formas de humanidad para poblar el planeta: “el transhumano”, a ejemplo de las legumbres transgénicas, mucho mejor adaptadas a su entorno que los productos naturales”.

    “La tercermundización no está en la extensión de los territorios, está en las ciudades. La velocidad absoluta de las nuevas tecnologías implica la pérdida de distancia y demora, y por tanto, la pérdida de mundo. Antes se encerraba a la gente en una prisión para que no pudiera moverse. Ahora se la encierra en la rapidez y en la inanidad de todo desplazamiento”.

    El post es largo pero interesante, aunque haya tenido que copiarlo en word para poderlo leer -la letra y el interlineado es demasiado pequeño (para mi vista, claro)-. Y he encontrado algún que otro bonito titular, como cuando dices eso del paso “de los ritos sociales a las tecnologías del yo”. Otro asunto desafiante para darle vueltas a la cabeza sin marearse.

    Ah! gracias por el postre :-)

    ResponderEliminar
  3. Las barricas nos convertirán por lo menos en sapos...

    ResponderEliminar
  4. http://www.euribor.com.es/2012/09/27/los-visados-para-construir-nuevos-pisos-se-desploman-un-412-hasta-julio/

    ResponderEliminar
  5. Bravo. Un poco largo, pero en el nudo me han venido las lágrimas... no sé si de placer o de terror.

    ResponderEliminar

Template developed by Confluent Forms LLC; more resources at BlogXpertise