martes, 16 de octubre de 2012

) ) ) eco ( ( ( sistema ) ) ) #2: ágora vs. spleen




Daniel Innerarity - El nuevo espacio público *
(Espasa, 2006)





En cuanto vi un título tan prometedor como "El nuevo espacio público" en la biblioteca, firmado además por un filósofo por mí desconocido, y editado en un año tan peliagudo como el 2006, no dudé en devorarlo en un par de tardes. Pese a estar publicado en una colección generalista y para un target en principio profano en estos temas, lo cierto es que el texto está escrito en un tono muy bien atemperado, equilibrado entre un controladísimo namedropping para demostrar conocimiento de causa, y un redacción fluida y accesible que permite exponer los argumentos con una claridad que es ya, en sí misma, una potente arma de convicción. Harina de otro costal es que las reflexiones que aquí se relatan lleguen a dar en el clavo para la resolución de un problema tan delicado como son las territorialidades colectivas en este principio de siglo, sin duda el más peliagudo desafío para los urbanistas y arquitectos de hoy en día, que ven cómo para la concepción del espacio público actual han de añadir a la ecuación factores de nuevo cuño como la virtualización de las relaciones sociales, la gentrificación, el downshifting, los nuevos contenedores comerciales periféricos y tantos otros fenómenos desequilibrantes de la apacible idea de "Agora" que heredamos.

 
El planteamiento del libro muerde hueso al optar por la estrategia de centrar sus reflexiones sobre la cuestión sociopolípolítica y antropológica como requisito indispensable para organizar un programa claro de objetivos para la nueva urbanidad, pues la solución a los problemas de la ciudad es impensable sin ciertas determinaciones conceptuales que cimenten el discurso "científico" necesario para la práctica urbanística. Por desgracia, y pese a empezar con agudas y acertadas reflexiones sobre los medios de comunicación y su rol como coagulantes de las comunidades de hoy en día, Daniel Innerarity resbala luego por derroteros un tanto superficiales, desde un pensamiento que en la primera década de los dos mil se hizo muy popular entre la progresía pero que hoy en día ha quedado completamente superado por los acontecimientos: algo así como un izquierdismo blando, moderado y burgués, de raíz libertaria pero fuertemente institucionalista, optimista respecto a la globalización y plagado de intenciones tan buenrollistas como poco sutiles: más o menos el tipo de ideario hacia el que quiere dirigirse el PSOE, que en su errática deriva hacia la demoníaca "tercera vía" del petardo de Anthony Giddens se ha convertido en un partido desnortado, burgués, simplón y decididamente obsoleto. Si para algo ha servido la crisis es para desactivar completamente este tipo de discursos bucólicos y simplistas que alaban la globalización como una "oportunidad", especulan tímidamente con la potencia utópica de las nuevas tecnologías, y confían en que la desafección del ciudadano hacia lo común se soluciona mediante cultura, solidaridad y buenas intenciones. Y sorprende así que un texto tan reciente (estamos hablando del 2006, justo antes del terremoto Lehman) resulte tan obsoleto apenas unos años después, demostrando hasta qué punto el pensamiento mainstream de la pasada década fue capaz de organizar el tipo de colectividad que urge ante lo que está pasando: mucho me temo que ni "La era del vacío", ni "Modernidad líquida" ni siquiera "La doctrina del shock" estuvieron a la altura de lo que se nos venía encima. Eran panoplias catastrofistas, pero incapaces de resolver el “día después” de los armageddones que indirectamente anunciaban. Es más: alguien debería plantearse el tipo de sujeto político colectivo deducible del trabajo de Lipovetsky, Baumann o Klein, pero ese asunto merece reflexiones más pausadas. Sea como fuere este "El nuevo espacio público" colapsa precisamente por su afinidad al pensamiento de los dosmil, quizás una "década perdida" en lo que a literatura de izquierdas se refiere. Y una década perdida, decididamente, para el urbanismo oficialista. Como ya he dicho, mientras la academia se entretenía con sus debatillos endogámicos, el territorio era asolado por una burbuja inmobiliaria global cuyas cicatrices tenemos ahora que reconducir.






De cualquier manera, el problema del espacio público es un enmadejado comecocos ante el que los profesionales del urbanismo se sienten incapaces de entrar a matar (la literatura profesional al respecto hace tiempo que se conforma con el análisis y la observación cómplice), pero que como todo en la vida se va resolviendo "por sí solo", precaria y espontáneamente, a medida que los ciudadanos van adoptando unas costumbres par abandonar otras y así, sin un plan establecido, dar forma a las nuevas sociabilidades espaciales. En ese sentido no soy nada catastrofista: si la gente, en su soberanía, decide abandonar el espacio colectivo clásico para relacionarse por otros cauces (como este blog) no debería haber ningún problema, ni problemático debería ser el acomodo formal a las nuevas sinergias emergentes: no seré yo quien penalice a los ciudadanos por su querencia por los centros comerciales, espacios que a mí me pueden parecer grotescos pero cuya capacidad de seducción colectiva me atrevería jamás a enjuiciar. Sin embargo, creo que la marea de fondo que hace de la cuestión urbana contemporánea un rompecabezas tan fatigoso es la creciente obsolescencia de las ciudades tal y como las conocemos, en todos los sentidos pero muy especialmente en el económico.
El problema de la "virtualización de lo real" está por lo general plateado en términos insuficientes. Contrariamente a lo que cree Innerarity, la amenaza para las urbes no es que la gente se concentre en sus ratos libres en facebook en lugar de hacerlo en una plaza (¿cuál es el problema?), sino la virtualización de las fuerzas productivas y laborales, de la consolidación de formas de trabajo cada vez más desvinculadas de su emplazamiento, del que ya no dependen: ese es el gran quiz urbanístico de la globalización. La lógica de la metrópolis contemporánea tal y como la conocemos es impensable si se desvincula de la estructura productiva capitalista, pues el rol de la ciudad en el conjunto de la cadena productiva ha quedado reducido a lo burocrático, lo representativo y lo comercial, y poco a poco dichas funciones se han ido apropiando del devenir físico de lo urbano. Es decir, hoy en las ciudades lo único que se hace es ideología, burocracia y compraventa (sector "servicios" o terciario). No hay que irse muy lejos para entender esto, y usted querido lector puede aplicarse el cuento: si trabaja en una ciudad, hay un 95% de posibilidades de que trabaje en una oficina o un establecimiento comercial (incluyendo aquí hostelería). Sea usted profesor, arquitecto, sociólogo, informático o diseñador, su trabajo consiste en estar delante del ordenador, hacer llamadas y mover papeles. Eso es todo. Y si trabaja en un comercio o un bar, las tareas que realiza son meramente de apoyo o soporte de la masa de oficinistas que componen nuestra ciudadanía. La manofactura se ha ido a otros lugares (fundamentalmente, se ha deslocalizado a países llamados emergentes) y "lo urbano" encuentra ahora su razón de ser únicamente en labores de gestión, diseño, transacción, ocio...
Esta ciudad posindustrial que habitamos, en la que ya no se produce nada y cuya función principal es la del consumo, ha mostrado durante la crisis lo insolvente de sus cimientos, de tal suerte que la "crisis", además de una crisis de estado, es una crisis de la sostenibilidad de la ciudad terciaria, que en las últimas décadas se ha transformado en un parásito cuyo aporte al PIB es, por decirlo claramente, humo: en caso de un Mad-Max, los más perjudicados serían los millones de urbanitas del planeta, cuyos conocimientos resultarían irrelevantes en un entorno de supervivencia amenazada. Incluso la llamada “economía del conocimiento” y la industria cultural han evaporado su apego físico a la ciudad para instalarse, apoyadas en redes telemáticas, en cualquier lugar susceptible de ser conectado. El clásico monopolio que la ciudad ejercía sobre los saberes ha perdido vigencia: ahora cualquiera puede resolver las conjetura de Poincaré con un laptop en el medio del campo.
En virtud a esta potencial fuga de cerebros de la ciudad, la mayoría de las alternativas que se nos plantean para la sociedad futura, requieren un reformulación de nuestras condiciones de vida y producción que deben alterar completamente nuestra relación con el territorio. En las últimas décadas, urbanistas, sociólogos y demógrafos daban por buena la presunción de que este siglo asistiría a la definitiva urbanización del mundo, con grandes masas de población abandonando el rural para instalarse en la ciudad, idea que convendría poner en entredicho pues como vemos son muchos los flancos que comprometen la sostenibilidad y necesidad de lo urbano tal y como lo conocemos: a medida que el trabajo humano va siendo sustituido por la mecanización, las ciudades se van convirtiendo en espacios cada vez más delirantes e hiper-reales, en los que pareciese que su razón de ser última fuese únicamente mantener a la gente ocupada y entretenida (en lo que sea) mientras los asuntos verdaderamente importantes (la producción de alimentos, materiales, tecnología...) se traslada a otros lugares. La ciudad europea es hoy un mero parque temático del consumo, las finanzas y el turismo, cada vez más irrelevantes en la producción de lo que necesitamos, y desactivadas como generadoras de colectividad a causa de la virtualización de las relaciones humanas y la aparición de formas de sociabilidad cada vez más atópicas. Poniéndonos distópicos y conspiranoicos, pareciese que el sentido de la ciudad fuese el cobijo de la desmesurada población del planeta, que crece sin control y a la que hay que "ocupar" con todo tipo de trabajos irrelevantes (diseñando tipografías, haciendo renders, gestionando cuentas, apretando botones...) y "localizada" donde cause el menor impacto ambiental posible. De ahí que durante la pasada década se considerase que la hiperdensificación fuese un requisito imprescindible para un mantenimiento ecológico del planeta: apretujando a los ciudadanos al máximo posible, se conseguiría que éstos destrozasen la menor superficie de territorio posible. Una lógica que responde a un determinado sistema de producción ahora herido de muerte y que, por tanto, habrá que ver cómo afecta a la evolución de las ciudades.



Insisto en que el debate principal no es tanto el espacio público (lo relacional siempre ha trascendido cualquier sistematización urbanística: como animal social, el ser humano siempre encuentra cauces para el encuentro y la mutualidad) como la vigencia de la idea de ciudad como organización en el espacio de determinadas relaciones de producción: si como muchos creemos es esa estructura productiva la que está colapsando, la urgencia sería más bien determinar cuál es la territorialidad idónea para el tipo de mundo en el que queremos habitar, en armonía con el organigrama producción / consumo al que nos dirigimos. Un problema que estoy planteando desde lo estrictamente económico, pero que tiene necesariamente secuelas en lo vivencial existencial, y por tanto en la metafísica. La relación entre sujeto y objeto, entre cultura y nurtura, o entre el Yo y el Mundo propia del siglo XX iba en consonancia con una forma de vida plenamente urbana, en la que las presencias que poblaban tanto los discursos como las prácticas venían determinadas por un punto de vista en el que "la naturaleza" se concebía como radical alteridad respecto a "lo humano". Estos días hablábamos en los comentarios de cómo las ideas de alguien como Foucault todavía se sustentaban sobre una especificidad de lo humano que IMHO es ontológicamente inaceptable. Recuerdo debates en la universidad sobre si "todo el territorio es ciudad" o si "todo el territorio es naturaleza", lo cual es un planteamiento dualista completamente superado: la continuidad material, formal, causal y operacional del hombre y la naturaleza es absoluta, y plantearse lo específico de la ciudad sea seguramente un debate que no conduce a ningún lado. Las abejas hacen miel y los hombres hacen plástico. Las hormigas organizan colonias y nosotros ciudades: aquello en lo que difieren puede ser cuantitativo pero en ningún caso cualitativo, por lo que las doctrinas ecologistas anti-urbanas olvidan que la ciudad es tan "natural" como pueda serlo un nido o un panal. Cierto ecologismo que culpabiliza a la cultura humana por su supuesta “escisión” de lo natural, olvidan que no se trata de una escisión sino de una especificación: todo lo humano es natural, como todo lo natural es humano.
Por fortuna Guattari intuyó que la eco-sofía que necesitamos ha de empezar en la fusión de lo humano y lo natural como un mismo dominio, sujeto a las mismas determinaciones y categorías metafísicas. Pero el tipo de pensamiento que Felix esbozaba en "Las tres ecologías" sería luego ampliado y matizado por un pensador que me encanta y que ya ha pasado a menudo por estos blogs, el freaco Manuel De Landa, promotor de un estimulante "nuevo materialismo" que radicaliza ciertas intuiciones del "Mil Mesetas" incorporándole la metodología de la escuela de los Annales. Recomiendo las numerosas conferencias de De Landa sobre la cuestión territorial, pues con su característico tono apasionado propone una metafísica en la que las montañas, los planetas, las ciudades y las proteínas bailan a un mismo compás cósmico, compartiendo un alain vital que ya no pertenece en exclusividad a las personas sino que es una fuerza universal que anima todo el devenir del cosmos. Creo que el urbanismo sostenible del futuro deberá incorporar muchas de las frescas e ilusionantes ideas de De Landa, muy hábil en su trenzado de teoría de juegos, termodinámica de sistemas inestables, la historiografía de los tiempos largos de Braudel o la biopolítica llevada a su estrato más fisiológico. Y además, el pollo es encantadoramente friki. Dejo la primera de sus diez largas charlas sobre la cuestión territorial desde su peculiar óptica:









Vuelvo al libro de Innerarity, y su ingenua y pastoral esperanza por un "espacio público" que funcione como instrumento democrático: la vieja leyenda del Ágora ideal ha recorrido la historia de la urbanística occidental como su particular arcadia utópica.
¿El Ágora ha existido alguna vez en algún lugar? ¿O es más bien una sublimación trascendental cuya persecución deberíamos abandonar? Para estas cuestiones soy un arquitecto muy excéntrico: detesto esa idea romántica del “ágora” que puebla los manuales de la profesión, como si el espacio público haya sido alguna vez un lugar de sabiduría, debate, creación de comunidades y catalizador de solidaridades. La ciudad siempre ha sido otra cosa bien distinta, y he ahí su encanto. El mismo Innerarity reconoce que, de siempre, la mayor ventaja de lo urbano ha sido su permisividad con la diferencia, basada en el respeto al anonimato del vecino: una característica que ha degenerado en las mayores aberraciones individualistas de nuestra cultura de megalópolis provincianas, pero de la que también ha florecido el primoroso romanticismo urbano de Baudelaire, los flaneurs, el Berlín de entreguerras, el París de la bohemia y todo lo demás. También nuestras decrépitas y decadentes ciudades posindustriales han sido capaces de generar sus propias florescencias afectivas, un lenguaje poético único y una épica muy suya del héroe urbano desapegado y a la vez fascinado por lo que le rodea.
No creo, por tanto, en la posibilidad de recuperar (o más bien inventar) un nuevo espacio público deudor de la idea clásica del ágora. ¿O sí? ¿No ha sido el 15-M un intento por tomar la calle para hacer de ella el campo de batalla ideológico y representativo desde el que construir un nuevo cuerpo político colectivo? La estrategia de los movimientos Occupy, pese a acercarse intencionadamente al concepto de ágora (utilización del espacio público como generador e intercambiador de cultura política) , terminaría por resultar mucho más cercano al de la barricada sindical: la ocupación de la calle como acto de expresión, que no es lo mismo.  Y es que probablemente la efectuación actual del ágora no consiste en su desaparición, sino su fragmentación y dispersión: los auténticos espacios de la colectividad se han multiplicado y han abandonado parcialmente “Lo público”, de tal suerte que un debate entre ciudadanos puede tener lugar en una cafetería, un parque, un chat, las gradas de un estadio o la cola del paro. Yerran los urbanistas en su desesperada búsqueda de nuevos espacios de sociabilidad, porque esos espacios ya existen y funcionan muy bien. El problema no es espacial sino temperamental: desde hace al menos dos siglos, el espíritu de la ciudad ha sido contagiado de spleen baudelaireano, tal vez el punto final del ágora clásica. El enigma de la ciudad del futuro no es su estructuración de lo público, sino su estructuración de la urbanidad.
Alérgico como soy a los bucolismos, cierro estas deliberaciones con un film de culto que representa como pocos el tipo de ciudad posindustrial cuyo hechizo desborda las categorías que manejan los urbanistas. Una ciudad –la nuestra- que hace tiempo abandonó sus promesas emancipadoras, iluministas y mutualistas, y que sin embargo embruja en su naturaleza (ahora) inhóspita, selvática, multiforme, inestable, babilónica, melancólica. Decoder es un clásico afterpunk que irradia el magnetismo rigurosamente gris de la Europa estigmatizada por el muro de Berlín y habitada por nómadas atrincherados en el desarraigo, donde la luz es siempre artificial y “ágora” es cualquier lugar donde uno pueda encontrar refugio en forma de empatía.



4 comentarios:


  1. Buenííísimo!!!.. y lo de “encriptar” vídeos en las fotos ¡genial de nuevo! (modo off: voy a hacerme fan de tu blog ya!.. lo único que “lamento” de tus genialidades es que creo que proceden de tus “crisis de fe”, aunque no sé si es así o no es así, o de todo un poco supongo.

    El texto me parece muy digno de releerlo e investigarlo, así que eso haré. Gracias “señor” por este alimento que nos das :-D Lo único que “lamento” en este caso es que cuando tenga algo que añadir puede que ya no signifique nada relevante... pero su poso quedará en mí. Amén.

    Por cierto, hay una frasecilla que ando dándole vueltas a la cabeza últimamente y que puede que tenga algo que ver con esto que nos cuentas: “lo que es seguro es que el ser humano es un ser social, pero que pueda dejar de ser un ser social es algo que deberíamos de considerar” (JB).

    Vaya... me empiezan a surgir más y más cosas que decir, pero ahora estoy apasionándome -un poco- por la actualidad del devenir de la renta básica y de la desaparición de los paraísos fiscales. Y para colmo yo soy incapaz de ejercer una actividad artística compensatoria... como “otros” tienen, hacen o pueden :-)

    Vaya... otra idea que me viene a la cabeza... pues aquí te la dejo. Es un texto de seis páginas “algo densas” escritas hace más de veinte años, pero que a lo mejor te sirven de algo, no sé. Aunque en realidad con leer el “colofón” tal vez sea... “suficiente” -la nota que más me gusta y que yo siempre sacaba en clase :-)

    http://revistas.ucm.es/index.php/POSO/article/view/POSO9191120095A/30590

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  2. Gracias por todo meu!!! estaré unos días en otros temas, así que los aportes serán bienvenidos

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  3. a mí ese nuevo espacio público me encanta, pero me parece algo utópico ya que debe de ser imposible conseguir una atmósfera tan roja


    -x-

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    1. X, el rojo es amor. Si uno está enamorado, cada rincón de la ciudad se le aparece en tonos colorados. Cuando ves la imagen de tu enamorad@ en cada esquina, no se necesitan plazas ni parques. Este finde os vais para vigo no?

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