Marcel Proust
~
Un amor de Swann.
1.
Los instintos son herramientas
imprescindibles para la supervivencia de cualquier animal, pues de ellos
obtiene hábitos de comportamiento que le permiten saber de manera innata lo que
tiene que hacer sin esperar a que el mundo le proporcione una enseñanza. Las
arañas saben desde el momento de su nacimiento cómo tejer sus complejas redes,
como si su sistema operativo innato incluyese de serie las complejas reglas
ingenieriles que necesita para llevar a cabo tan exigente tarea. Los peces
saben nadar desde su misma llegada al mundo, los renacuajos saben saltar, las
abejas construyen sus panales como autómatas, sin atravesar un período de aprendizaje.
Ver a un animal comportándose de manera espontanea conforme a sus instintos es
muy emocionante, porque tiene algo de milagroso: ahora mismo veo desde mi
ventana las bandadas de golondrinas organizándose para su emigración invernal
al sur, un fenómeno milagroso que ellas llevan a cabo de manera exquisita sin
siquiera saber qué están haciendo ni porqué, animadas por un instinto que las insta a organizar su travesía sin siquiera informarlas del motivo de tal fatiga. Los movimientos unísonos de las
bandadas sobrecogen, precisamente, por su condición autopoiética, por tan
perfecta, majestuosa y silenciosa sincronía sin batuta, garantizada únicamente por el ímpetu omnipotente e invisible del instinto.Perdónales señor, porque no saben lo que hacen.
No obstante, en mi opinión el
instinto de mayores resonancias místicas, el más universal y que mejor
caracteriza el concepto “vida”, es el apetito. Todas las especies del reino
animal tienen apetito, y es precisamente ese tejido de voracidades
complementarias lo que posibilita y conforma la estructuración de un ecosistema: un espacio en el que los
apetitos están organizados de tal modo que el conjunto se perpetúa
retroalimentándose, de tal manera que la continuidad de la vida
está garantizada por la perfecta correspondencia y composibilidad de los distintos apetitos. Si el león fuese herbívoro la vida en la sabana no sería posible, pues
aquellos a los que devora y aquellos otros por los que es devorado necesitan
que sus apetitos sean exactamente tal como son. Por supuesto, el sentido del
gusto de cada animal es, como cualquier otro instinto, el más adecuado para su
supervivencia: ese mismo león disfruta de sus cazas de carne cruda como
si de un banquete se tratase, y todo su ser
se organiza armónicamente en torno a ese sentido del placer. Aquello que come
es lo que resulta más agradable a sus papilas gustativas, y también lo que le
aporta nutrientes más vigorizantes a su organismo. Se supone que ahí radica la
sabiduría de la naturaleza, en su disposición adecuada de los apetitos como
garantía de armonía entre placer y salud.
El ser humano es mucho más
problemático en ese sentido, porque nuestros apetitos no son los correctos, lo
cual tiene unas implicaciones morales casi inabarcables: el cachorro del león
ingiere intuitiva y placenteramente aquellas sustancias que más favorecen a su bioquímica, mientras
que los niños humanos tienen deseos alimentarios inadecuados. Si nuestros
instintos fuesen los correctos, los niños pedirían a sus madres pescado azul,
verdura al vapor o aceite de ricino, pues dichos alimentos son los que le
aportan los nutrientes más convenientes y valiosos. Y sin embargo, no es eso lo que demandan:
lo que la mayoría de nuestros cachorros dsifrutan son los banquetes de chocolate
y hojaldre, las bebidas sacarosas, las patatas fritas, las gominolas
industriales, los caramelos, todas las formas de golosina. Parece un detalle anecdótico pero no lo es
en absoluto: la dependencia del ser humano de la “cultura” ha hecho que la
evolución haya agarrotado nuestros instintos hasta hacerlos erróneos,
insuficientes, problemáticos. Todos los animales saben de manera innata lo que
tienen que comer, pero nuestra especie ha perdido ese espontaneísmo mágico. Si
dejas a un niño frente a una tarta es muy probable que se la coma entera pese a
que tal impulso le acarreará una terrible indigestión y un prejuicio a sus
encías. Por lógica darwinista, el ser humano ha evolucionado de tal manera que
sin el recurso de la cultura seríamos completamente inútiles, pues no sabemos
ni comer.
El proceso es realmente muy
inquietante, pues con la llegada de la edad adulta uno termina por “educar el
gusto” y aprender a disfrutar afirmativamente ese pescado azul, verdura al
vapor o vino de reserva que detestábamos de niños: incluso el “apetito”, de
naturaleza en principio tan primaria, se deja someter por el imperio de la
cultura, que doblega nuestras pulsiones innatas mediante el enigmático
dispositivo del “discurso”. De ahí que en la tradición occidental el ser humano
haya tenido conciencia de sí mismo como una criatura diferente al reino animal,
pues frente a la natural impulsividad deseante de la zoosfera, nosotros somos
capaces de “domesticarnos” para alcanzar la excelencia mediante la mediación
intelectual de nuestros deseos. Sobre ese principio se basa el mito de Adán,
Eva y la manzana, que viene a metaforizar y delimitar éticamente esa entrada
del ser humano en la cultura, y los peligros de lo contrario: el cuerpo de Adán
y Eva les insta a desear la manzana (pues ésta les parece de naturaleza
apetitosa, sedicente, deleitosa) pero Dios les enseña mediante la Palabra (la cultura) que
no deben fiarse de sus pasiones corporales, pues éstas les conducirán al
desastre.Se podría reescribir el Génesis substituyendo la manzana por una gominola, por cualquier golosina.
Toda la cultura occidental se
funda sobre esa consideración de que nuestros instintos son los equivocados, y
que únicamente la cultura nos puede llevar por los caminos de la salubridad y
la virtud. El problema, claro está, es que uno nunca se deja “domesticar”
completamente por la cultura, y nuestro comportamiento está plagado de
caprichos deseantes que (según la dogmática judeocristiana, perpetuada hasta
Freud) serían la causa de nuestras desdichas: el drama de la especie humana
sería su incapacidad para doblegar completamente sus apetitos más aberrantes,
que la cultura encierra en la categoría de las “bajas pasiones”.
En realidad esa discriminación
tan torpe entre “cultura” y “natura”, “razón” y “pasión” o “edad
adulta” e “infancia” son completamente inútiles, no sirven para nada. La tradición
occidental se inventó el mito de la
Razón como placebo mediante el que protegerse de los peligros
de la pasión libre, pero la realidad nos enseña que nos pasamos la vida
sometidos a los designios irrecusables de deseos que no decidimos, sino que se
presentan en nosotros sin que podamos ni queramos hacer nada por evitarlo. Desde esa óptica, un adulto no es
más que un bebé que ha aprendido a hablar. Pero en el fondo, el cambio es
cuantitativo pero no cualitativa: a lo largo de toda nuestra biografía somos
sufridos y gozosos seres apetentes, por más que nos engañemos sustituyendo la
palabra “apetito” por el eufemismo “apetencia”: vivir es devorar y ser
devorado, inscribirse armónicamente en la red de deseos de nuestro ecosistema,
como por fuerza ha de hacer el león de la sabana. Irremediablemente, pero con la libertad de elegir entre pescado azul, o golosinas.
2.
Nuestra civilización (positivista
y de mística científica) lleva desde la modernidad intentando dejar atrás esa
problemática escisión conceptual entre “razón” y “pasión”, o entre “cuerpo” y
“espíritu”, tan arraigada en la cultura desde el mito de Adán y Eva, pero continúa
sin encontrar una resolución óptima. Soy de los que creo que toda esa tonta
psicología posmoderna que llena los programas de “Redes”, con sus dogmas
buenrollistas sobre “inteligencias emocionales” o “conciencias sintientes”, no
es más que una actualización bastante pobretona (y por lo general idiotona) de
la antropología de Hume. Diría que hoy en día, sin ser consciente de ello, el ciudadano
agnóstico medio concibe al ser humano en términos deducibles de Hume y Kant,
que por incomposibles que parezcan en realidad remiten a una idea común de lo
que es la humanidad (digo esto, por supuesto, IMHO). He estado leyendo un
libro del celebérrimo John Searle (uno de tantos lingüistas anglosajones que, a
la Chomsky,
se ha convertido en una especie de salvador y divulgador del humanismo clásico
mediante un aggiornamento WASP de
escaso calado), “Razones para actuar. Una teoría del libre albedrío” y me ha
parecido completamente insustancial, la enésima teoría que intenta
trasversalizar la brecha entre raciocinio e impulsividad sin aportar nada
nuevo, y perpetuando colateralmente una estructuración gnoseológica no muy distante en el fondo de la de Freud
(cuyas ideas, a su vez, eran impensables sin la matriz judeocristiana del mito
de Adán y Eva, con aquello de Eros y Tanathos). He terminado por aborrecer esa
ensayística contemporánea sobre deseo y cognición, y tras mucho insistir he
llegado a la conclusión de que en ese tipo de literatura no tengo nada que
aprender, pues para describir y comprender el tipo de inquietudes en las que me
veo atrapado (y que son las que me fuerzan a leer o escribir: es algo que hago con voluntad egoísta, detectivesca y hasta utilitarista) lo más convincente es el
trabajo de gente tomo Marcel Proust.
Apenas leo novela, pues con los
años he perdido la capacidad de entrar en ellas, de perder de vista el hecho de
que lo que tengo delante es una ficción, y he renunciado a esa credulidad pactada entre
escritor y lector según la cual lo narrado transcurre en un universo a su
manera “real”. Quizás por culpa de la filosofía me he vuelto muy brechtiano,
jamás pierdo de vista el hecho de que los libros son artefactos artificiosos, y
desde esa perspectiva “cínica” es imposible disfrutar de lo novelesco, sin el don de la ingenuidad necesaria para entrar en suss mascaradas. Sólo tolero
escritores como Proust, que narran de ese modo en el fondo tan frío y seco,
científicamente, sin ocultar la presencia del autor detrás de lo que se cuenta:
uno de los gestos más logrados de En
busca del tiempo perdido es su dificilísima ambigüedad respecto a la
primera persona, de tal manera que uno no sabe si lo que lee son vivencias
reales o meras especulaciones morales construidas por el autor. Lo que me
interpela de un libro como este es su
equilibrio en el filo entre realidad y ficción, del que obtiene esa peculiar
atmósfera de ensoñación reflexiva que remite literalmente al tipo de
deliberaciones y delirios que se nos presentan a la mente en duermevela justo
antes de dormir, con esa extraña cualidad difusa de la verdad como sfumato,
donde la pulcritud y meticulosidad en la exposición del pensamiento no conduce
a su clarificación sino, precisamente, a la construcción temperamental de un
estado de ánimo nebuloso, de límites confusos, y sin embargo perfectamente
definido. De todos modos, no creo que Proust funcione con todo el mundo: intuyo
que su literatura sólo puede satisfacer a lectores que de algún modo conozcan
de primera mano el tipo de experiencias vividas por las criaturas proustianas,
pues la magia de su literatura brota de su capacidad para dar cuenta de las
construcciones mentales de aquellos que nos pasamos la vida buscando el tiempo
perdido. Y que nos atrevemos a decir en público sentencias tan relamidas.
Supongo que este hecho es
universalizable a cualquier forma de narrativa: de algún modo, uno entra en las
novelas por identificación, al sentirse reflejado en algún personaje y así
quedar instintvamente atrapado en la narración, como si la lectura de sus desventuras pudiese
ofrecernos alguna enseñanza o pista sobre cómo conducir nuestras vidas. Los
libros que más nos tocan y las películas que sentimos con más intimidad son
aquellas en las que nos vemos reflejados, que hablan de nosotros, que ofrecen
un modelo confortable al que amoldar nuestra identidad personal y así dar a nuestra
biografía una dimensión épica, romántica, trascendental, una hilación de
sentido para las insípidas derivas del Yo. Los relatos reverberan en nosotros, requieren
nuestra complicidad y nos atraviesan transformándonos para, como dicen los
teóricos del discurso, “devenir otro”. No me interesan Bukowski ni Saramago,
por ejemplo, porque no me veo en ellos,
y su bestiario humano me resulta irrelevante por pura otredad. Suena
egoísta., pero creo que ese egoísmo genético al placer literario es
irrevocable: imposible disfrutar del Quijote si uno no siente como propias las
apetencias y desdichas del flaco
hidalgo.
3.
Siendo como he dicho un lector tan
egoísta, que sólo tiene tiempo y atenciones para relatos capaces de iluminar mi
decurso personal, he empezado esta nueva visita a En busca del tiempo perdido
(en adelante EBDTP) en el volumen que maneja los asuntos que me inquietan en
estos momentos, que no es otro que el delicioso Un amor de Swann, probablemente
la “zona cero” del universo proustiano y el episodio que con más salero muestra
la perversa capacidad del autor para enunciar fenómenos de la conciencia de los
que sólo los grandes visionarios se aperciben. Como en todos los grandes
libros, el impacto íntimo de EBDTP sobreviene en el encuentro con alguno de
esos letales aforismos que parecen escritos por un telépata capaz de leer
nuestra dramaturgia más íntima, y revelar en enunciados exactos verdades
íntimas que nunca hubiésemos sido capaces de expresar por nosotros mismos.
Siempre he considerado a Proust
un escritor de mi mismo fenotipo, un icono crucial en la genealogía cultural
imaginaria en la que inscribo mi propio personaje, porque el suyo es un
temperamento (y una actitud) con cuyos hábitos y valores me identifico
completamente. Frente al carácter plúmbeo, farragoso y retórico que muchos achacan
a su forma de escribir, a mí me resulta completamente natural, tan cómoda y
funcional como cualquier tipo de narrativa menos ilustre, pues la cadencia de
su retórica no me resulta meramente un “estilo literario” sino la modulación
exacta de un pathos, de una forma de vitalidad, con la que me identifico de
pleno: para los que estamos cortados por ese patrón desafecto y ensimismado,
especulativo y de digestiones vivas, EBDTP viene a ser una “fenomenología de la
conciencia”, la exposición quirúrgica del monólogo interior de los que vemos el
mundo desde su misma atalaya. O lo que es lo mismo, estamos sometidos a sus
mismos padecimientos: compartimos estrategias de placer idénticas. Seguramente,
más que esa mera fenomenología de la conciencia, la alquimia secreta de EBDTP
sea su secreta fenomenología del placer.
¿Del placer? ¿Acaso son
placenteros los tormentosos desamores de Swann, esclavo de deseos miserables
que si siquiera se ven compensados por alguna forma de sensualidad? ¿Puede
hablarse de “placer” en pasiones tan malhadadas y crueles como estas, que
abocan a sus víctimas al destino inexorable del desfallecimiento? ¿Placenteras
las lánguidas derivas de sus protagonistas, atrapados en una odisea cuya única
moraleja es que no hay moraleja posible?
Más de mil páginas de infortunios, contratiempos y melancolías, pero al final nos
damos de bruces con la revelación, incontestable y despiadada, de que lo
narrado ha sido una minuciosa descripción de la arquitectura del placer. El
mismo Proust insiste discretamente sobre esta idea, en su implacable
descripción de los patetismos de un Swann que, si se entrega a actividades tan
peligrosas (y aparentemente funestas) es como turbulenta inmersión en su
inconsciente sentido del hedonismo. Swann y Odette, Chalrus y Marcel, criaturas todas ellas
ociosas, y por tanto habilitadas para entregarse sin cortapisas a sus
apetencias más puras, y (muy significativamente) en libertad para haber actuado
de otro modo. Y es que seguramente la mejor manera de definir el “placer”, sea
como el contenido que damos a nuestra ociosidad.
Vayamos entonces con unas
deliberaciones sobre el amor al estilo Swann, que como he dicho es la única
forma de amor que (algunos) podemos concebir. Lo aterrador de la historia del
sufrido antihéroe proustiano, presa de un amor, implacable y huracanado, que lo
confina en la senda de la obsesión y la amargura, radica en que su patetismo es de
algún modo una elección personal libre y voluntaria: de todas las bellas muchachas que frecuentan su alcoba, de la deslumbrante oferta de doncellas entre
las que podría elegir la más pacífica y satisfactoria, él cae rendido
precisamente ante la más peligrosa y abismal de las mujeres, aquella que
despierta sus resortes más suicidas y dolorosos, como si fuese precisamente esa
capacidad de Odette para “sacarle de sus casillas” lo que hace de ella un amor
tan adictivo, profundo e inexorable. En todo momento somos conscientes de que
en realidad Odette no le importa lo más mínimo a Swann: su hechizo no es por la
mujer “real”, sino por una especie de fantasma imaginario con el que el enamorado ha
investido a su objeto de amor. Una enamorada de la que, en realidad, no sabe nada,
pues su deseo no es más que hacia una máscara proyectada sobre ella,
que por su parte jamás sospecharía nada de las elucubraciones y desvelos de su amante.
La lucha de Swann es, fundamentalmente, consigo mismo.
Vuelvo a las deliberaciones del
principio del post, al fatal apetito por las golosinas: Swann, como luego
Marcel en su propio abismo, se han enclaustrado en un complejo laberinto de golosinas
autoproducidas, un universo sadomasoquista de placeres inventados que viven en
calidad de víctimas, y sólo reconociendo su implicación voluntaria una vez cada
amor ha sido superado. Sólo se descubre la secreta lógica de una pasión
imposible cuando finaliza el duelo, y llegamos así a comprender lo que no
supimos ver cuando estábamos sumergidos en sus padecimientos. La comprensión
(que no es lo mismo que el entendimiento), en el sentido proustiano, viene a
ser el descubrimiento del sentido existencial de experiencias que mientras son
vividas asustan por lo insondable de sus motivos y sus fines, y que alcanzan
la plenitud de su significado únicamente cuando se inscriben en esa cartografía
de la identidad que es la memoria. La memoria, en EBDTM, puede ser leída como el único
consuelo posible a la tortura de las bajas pasiones, pues es el recuerdo lo que dota al sufrimiento de sentido. La suya es por tanto una
ideología todavía muy anclada en la escisión judeocristiana entre líbido y
raciocinio: la razón entendida como medio o herramienta con el que conseguir
fines dictados por pasiones de orden superior. Como el Woody Allen de principios de los 80,
el héroe proustiano asiste al desmoronamiento de su universo cartesiano ante el ímpetu
inmanejable de la pasión pura, pasión que sus dispositivos intelectuales no
consiguen comprender, entender ni disfrutar: el imperio del amor fou es, para
el sujeto lógico cartesiano, una manzana cuyo mordisco sigue condenando a la
deriva del sinsentido, sólo redimible en el recuerdo.
Ese modelo occidental que
enfrenta razón y emoción sitúa al ser humano como intermedio entre dos polos:
en las alturas ideales la virtud del Arcángel apolíneo, y en las profundidades
de su carne la bajeza del simio dionisíaco. Entre el ángel y el gorila, el héroe occidental se sumerge en la
naturaleza simiesca de su “animalidad humana” como único dominio natural del
placer, pero con la esperanza paradójica y secreta de obtener de su inmersión
en lo sensual una hilación de sentido que (moraleja de toda la narrativa de
occidente) no puede darse más que desde la contemplación idelizante que sólo
puede proporcionarle su alter ego trascendental, angelical. Y el ser humano de hoy en día
sigue construyendo su dramaturgia amatoria, su cosmovisión de la ética del
deseo, al compás de ese péndulo moral entre Apolo y Dionisos, cohabitación
imposible de la virtud divina y la voraz ansiedad de los afectos mundanos.
4.
El tipo de amor proustiano
(malencarado, sufriente, egoísta, celoso, vengativo, muy poco sensual, cargado
de reminiscencias autobiográficas, más representativo que proactivo) no es sin
embargo el amor universal, sino el propio de una sociedad muy determinada: la
nuestra. En ese sentido, sucede lo mismo que con el psicoanálisis, cuya eficiencia se
basa no en su descubrimiento de un “naturaleza” humana transhistórica, sino en
su capacidad de construir una ciencia del comportamiento específica para el
burgués de principios de siglo. No he investigado mucho el asunto, pero apuesto
a que hay cientos de lecturas de EBDTP en clave psicoanalítica, pues como digo
la arquitectura moral del libro sintoniza perfectamente con las figuras de
Eros, Tanatos y el malestar en la cultura… figuras que se han perpetuado hasta
hoy en día como sustrato invisible de nuestra ideología colectiva, pues el mito
del “amor doliente” en términos proustianos se ha convertido, a muchos niveles,
en el concepto de “Amor” habitual en el imaginario del ciudadano de a pie. La
correspondencia entre amor y sufrimiento se ha naturalizado hasta tal punto que
toda nuestra cultura (nuestras canciones, nuestras películas, nuestras novelas)
la maneja unánimemente como si se tratase del “amor natural”.
En las canciones más
protocolarias y rutinarias de por ejemplo Alejandro Sanz o David Bisbal, en la
peli más melíflua de Julia Roberts, o en el más exitoso best seller de Jackie
Collins, el amor sobreviene en la vida del ciudadano contemporáneo como una
pasión desestabilizadora, un encantamiento tan irresistible como penitente, al
que uno deba entregarse ciegamente y aceptando su dimensión autodestructiva como
inevitable, consustancial al hecho amatorio. Casi todas las canciones de amor
se cantan con el ánimo doliente, como si dicho sentimiento fuese la excusa
ideal mediante la que dar carta blanca para que lo pulsional obre en total
libertad, con toda su virulencia, como único componente entrópico en vidas por
lo demás ordenadas bajo parámetros perfectamente lógicos. Nuestra concepción
colectiva del amor es todavía derivada de aquella categoría de la “baja
pasión”, con la que mantiene una relación esquizofrénica: muerto Dios el amor
no puede ser ya un regalo divino y por tanto un acontecimiento eurítmico y
racional, pero al mismo tiempo en su secularización ontológica ha perdido su
antigua garantía de felicidad. En cualquier caso, desde todos los flancos de la
cultura se nos insta al mismo precipicio: el amor, o es fou, o no es amor. Su
especificidad radica en su naturaleza ilógica, “mágica”, como mágica (y mítica,
y mística) es la manera en que aceptamos los contrapuntos dolorosos que
atenazan al amante auténticamente enamorado.En nuestras leyendas, las golosinas sentimentales más sabrosas son simultáneamente las más indigestas.
No tenemos más que mirar a
nuestro alrededor, o a nosotros mismos: estamos rodeados por personas que aman
locamente, que malviven desamores y deseos no correspondidos, que pierden la
cordura por Dulcineas en las que ven hermosas doncellas cuando a nosotros nos parecen la
más vulgar tabernera, que consultan el horóscopo en busca de consuelo a su
obsesivo tormento amatorio, que se enfadan consigo mismos y con sus objetos de
amor y con el mundo entero por fruslerías anecdóticas que viven como si de
maldiciones cósmicas se tratase, que sienten celos y espían a hurtadillas a sus
parejas, que malgastan su tiempo en delirios románticos que no pueden traer más
que malestares en bucle…. Que sufren su amor, bajo la sombra inconsciente de
que, quizás, aman para sufrir. Un complejísimo trenzado de emociones desatadas
que, como las célebres compulsiones de repetición, culpabilizan al que las
padece al hacerle sentir que, siendo adulto, sigue sin poder controlar su
irracional atracción por las gominolas, caramelos y golosinas. Ese tipo de
amores, para más inri, se construyen sobre una paradoja irresoluble: lo que los anima
es la creencia de que el amor es una especie de “viaje iniciático” al final de
cuyo camino, superados los sufrimientos, llegaremos a un punto en el que sólo
quedará el amor bueno, puro, feliz… lo cual según Proust es imposible, pues ese
estadio sería el punto final de cualquier amor.
Para más colmo de males, a menudo
esos amores enajenantes ni siquiera ofrecen la contrapartida de la sensualidad:
de hecho EBDTP sorprende por lo incorporal de su sentido del amor, un pasión
que en este caso sublima la “atracción física” desvistiéndola de su fundamento
hormonal (¡malditas endorfinas y feromonas!) para transubstanciarlo en un
instinto trascendente, o trascendentalizante, en la que el componente sexual no
es más que un apunte a pie de página en una historia narrada desde una
hiper-realidad platónica. En muchos
sentidos, el héroe enamorado en EBDTP se ha introducido voluntariamente en una
“celda de aislamiento” cuya única ventana al mundo estuviese filtrada por el
cristal del amor, que sería así tanto un modo de ver el mundo (decididamente,
para Prooust la inmanencia del amor se efectúa como acto de visión) como la
membrana que nos aisla en la cárcel de un yo que a medida que sublima su objeto de amor, se distancia inevitablemente de él.
El amor en Proust es entonces,
indefectiblemente, amor platónico. Su realización tiene lugar como mero espejismo
idealizante, concebido bajo una peculiar reinvención utópica del platonismo:
pese a sus infinitos desvelos y desventuras, tras la extenuante penitencia de
su consumación, “amar” consiste exactamente en cincelar los detalles del Amor
como Idea, mitificación redentora del vivir como contemplación testimoniada de
la que nace todo el sentido de lo real.
Dejo ya estas especulaciones deshilvanadas y me despido con un precioso temita de Pablo Alborán, infinítamente más emocionante cuando la canta en acústico (no he encontrado un buen video para colgarla).Los modernos se sorprenderán de una incursión tan hardcore de este blog en el reino del horterismo, pero no podemos cerrar un texto sobre Proust sin invocar uno de sus motivos más recurrentes y sabios: en su animalario, nada es tan seductor como la vulgaridad. ¡Os quiero, corazones!
"Los libros que más nos tocan y las películas que sentimos con más intimidad son aquellas en las que nos vemos reflejados, que hablan de nosotros, que ofrecen un modelo confortable al que amoldar nuestra identidad personal y así dar a nuestra biografía una dimensión épica, romántica, trascendental, una hilación de sentido para las insípidas derivas del Yo."
ResponderEliminar"La comprensión (que no es lo mismo que el entendimiento), en el sentido proustiano, viene a ser el descubrimiento del sentido existencial de experiencias que mientras son vividas asustan por lo insondable de sus motivos y sus fines, y que alcanzan la plenitud de su significado únicamente cuando se inscriben en esa cartografía de la identidad que es la memoria."
"Entre el ángel y el gorila, el héroe occidental se sumerge en la naturaleza simiesca de su “animalidad humana” como único dominio natural del placer, pero con la esperanza paradójica y secreta de obtener de su inmersión en lo sensual una hilación de sentido que (moraleja de toda la narrativa de occidente) no puede darse más que desde la contemplación idealizante que sólo puede proporcionarle su álter ego trascendental, angelical."
"la mejor manera de definir el “placer”, sea como el contenido que damos a nuestra ociosidad."
¿El hombre en busca de sentido vs En busca del tiempo perdido?
¿Podemos llenar de contenido el sentido de una vida o por mucho que se llene de estiércol la zanja no dejará de ser un hueco en la tierra?
No es necesario que responda, gracias.
Saludos
Hola compañero bloguero!! Tal y como yo lo entiendo, la enseñanza moral de EBDTP es que la redención capaz de dar sentido al vacío de la vida cotidiana es el encuentro de una "lógica" o una "épica" capaz de hacer de articular la suma de momentos en una misma narración de sentido. Utilizo el término "sentido" en modo muy pragmático: para mí, el sentido es el epifenómeno por el cual lo narrado es como conjunto superior a la suma de las partes. Toda nuestra vida es una busqueda de de sentido, pues el manejar el presente exige "estirar" el pasado para que el futuro pueda ser comprensible, soportable. Lo que somos es, al cien por cien, memoria. Y la memoria no es únicamente un archivo de piezas independientes, sino que el modo en que unas vivencias se relacionan con otras es el "sentido", el cual es equivalente a nuestra identidad. El sentido que demos a nuestra vida en un determinado momento es lo que hace que tomemos unas u otras decisiones, de ahí que "sentido" equivale a identidad.
ResponderEliminarEn esa óptica, en realidad el mundo en sí no tiene sentido: somos nosotros el que tenemos que inventarlo si queremos proveernos de un "yo". Hay un concepto de Manuel DeLanda que me parece que se ajusta muy bien a esa dimensión del sentido, pero no recuerdo el enunciado exacto, pero viene a referirse a un tipo de fenómenos "necesarios" pero a la vez "contingentes": uno puede escoger una infinidad de sentidos para su vida, pero por fuerza ha de escoger alguno. Es decir, no se puede vivir sin sentido, o nos quedamos sin un motor para la toma de decisiones.
Entonces, quizás, la relación entre "contenido" y "sentido" es de integración / diferencial: la integral de los contenidos es el sentido, y por tanto los contenidos son la derivada del sentido. Lo que viene a decir EBDTP es que la reflexión sobre las vivencias pasadas permite encontrar en ellas una "verdad", o una "esencia" en correspondencia a nuestro modo de ser. En cualquier caso no podemos tener respuestas a las preguntas que planteas, porque estamos en el fragor de la batalla, estamos viviendo, es ahora mismo cuando nos enfrentamos a los dilemas, y conforme a Proust los acontecimientos sólo enseñan su sentido desde una cierta distancia. Un saludo amigo, y gracias!
cupido sabe muy bien lo que hace:
ResponderEliminarhttp://www.ameelcandyworld.be/images/IMG/catalog.ashx?url=~//images/XML/print/35402.jpg
-x-
ResponderEliminar“Lo que somos es, al cien por cien, memoria. Y la memoria no es únicamente un archivo de piezas independientes, sino que el modo en que unas vivencias se relacionan con otras es el "sentido", el cual es equivalente a nuestra identidad”.
¡Qué frase tan interesante!
Muchas veces tengo la sensación de que lo que hacemos es una simple “coartada” para poder reaccionar, es decir, para poder volver a identificarnos con nosotros mismos. Algo así como quien se emborracha para poder después tener la necesidad de descubrir qué es lo que tiene que poner en “su sitio”.
Como dice David Cooper en su libro “Psiquiatría y antipsiquiatría”: “El desarrollo, como en el caso de todos los desarrollos humanos que trascienden el crecimiento de los músculos y el esqueleto, está donde uno lo elabora arduamente en el momento coyuntural de desintegración-reintegración […] Toda experiencia estética consiste en este tipo de aventura”.