Cosmopolis
(David Chronemberg, 2012)
El histrionismo (que es un efecto
en el espectador y referenciado a un
canon) es siempre consecuencia de una insuficiente templanza de los signos, de una especie de incontinencia
gestual en la redacción (o más bien en la lectura) de un discurso, que desencadena la exhibición
(o desocultación) de su esencia
retórica: el histrión es el actor en el que percibimos que está actuando, y que por tanto traiciona el pacto por el que el
espectador vive la interpretación como si fuese real. El defecto de un redoble
de tambores mal situado es que nos recuerda que un redoble de tambores es
siempre atrezzo, connotación, impostura. El ahogo que provoca el histrionismo
sobre el espectador se debe a la
revelación del actor que hay detrás del personaje: una presencia (la de los
dispositivos narrativos como "fingimiento") insoportable en la contemplación de una ficción, pues
imposibilita el necesario autoengaño sobre el que ésta se funda, y por el que lo ficticio se vive como real. Es por
ello que la valoración del actor histriónico como mal actor sea propia únicamente de la cultura occidental, cuyo
concepto del relato impone la aceptación como realidad del universo
intempestivo (platónico) en el que transcurre lo narrado, incluso cuando viene
presentado como no-ficción.
En cuanto efecto semiótico, el
histrionismo acontece por la sobredimensión del signo expresante, cuando éste
viene perfilado sin matizar su nivel de detalle de acuerdo con lo expresado. Los signos tienen niveles de detalle,
escalas, y a medida que el ojo aprende las sutilezas del código se van
especificando mediante diferencias. El signo histriónico (el signo que dice las
cosas demasiado alto, que carga demasiado las tintas) se determina por la presencia excesiva del significante,
y por la falta de detalle del significado, siempre en referencia a un código
que lleva en su misma estructura la idea de que hay una mesura óptima para ambos
órdenes: los signos de emoción de un culebrón de sobremesa me pueden parecer a
mí desproporcionados y estridentes, y a otras personas en cambio resultarles
calibrados con precisión, pues el “código
significativo” que utiliza cada espectador para interpretarlos está
ecualizado de manera diferente. Nada es histriónico de por sí, más que mediante
la sensibilidad que aporta el espectador.
La cultura evoluciona mediante la
evolución (¿o circunvolución?) de sus signos mediante síntesis dialéctica, y en
este punto me confieso completamente hegeliano. La especificación de los signos
se va dando mediante el cincelado de los matices de su presencia fenoménica, más "funcional" (comunicativa) cuanto más inadvertible. Es por ello
que el ojo experto es mucho más severo en su juicio del histrionismo: al
connoisseur las gestualidades le resultan innecesarias, torpes, inmaduras,
retóricas. A medida que uno aprende un lenguaje, comprende la importancia de
utilizar con precisión milimétrica sus signos, y cualquier uso impreciso o
sobreactuado resulta histriónico.
En arquitectura, por ejemplo, se
considera que el sabio es aquel capaz de evitar el histrionismo, de modo que el
gesto del diseñador desaparece en un proyecto que se vive como natural, “inpensado”, fluyendo sin alaridos comunicatvos.
El histrionismo es en cierto sentido una intencionalidad sobreexpresada, la sobreexposición de la voluntad expresiva del que lo produce. Ahora bien, el flirteo con el lenguaje histriónico puede
ser una estrategia artística y política tan válida como cualquier otra: su uso
permite, por ejemplo, la anulación del rol catártico de la ficción contra el
que trabajaba Bertol Bretch, pues habilita al espectador a mantener una
distancia crítica con aquello que le es narrado y así, en cierto sentido, se
inmuniza contra la sofronización moral implícita en todo relato moralejístico (todo
relato que acaba en un “The End”).
Esta deliberación viene a cuento
para intentar explicarme el por qué del radical histrionismo de esta
Cosmópolis, film de David Chronemberg que adapta un libro de DeLillo y que,
francamente, resulta una película muy mala, por no decir desastrosa…
precisamente por lo extremadamente histriónico de sus mecanismos narrativos:
calamitosas sobreactuaciones (el esforzado Robert Pattison intentando pasar por
un “actor serio” cae en el ridículo), ambientación casi paródica (una atmósfera
apocalíptica carente de toda sutileza), diálogos de mesianismo bíblico de una
insufrible retórica moralista (el speech de la filósofa es uno de los momentos
más grotescos del cine arty reciente), metáforas escénicas de parvulario… Un
festival de excesos narrativos que, quizás buscando transmitir una sensación de
seriedad y trascendencia, hacen del film una experiencia extrañísima y que
constantemente flirtea con el esperpento: uno no sabe si la peli quería ser el
relato político más serio de esta década (en cuyo cayo fracasa
estrepitosamente) o más bien una especie de parodia existencialista del cine
político en sí.
Reconozco que Chronemberg fue en
tiempos uno de mis cineastas de cabecera, pero mi admiración empezó a titubear
ante “Promesas del este”, aquel grotesco folletín moral que encandiló a la
crítica gafapasta más panoli pese a desvincularse completamente del lenguaje
seco, indolente y quirúrgico con el que maravillara a los nerds de los 80. La
subsiguiente peliculita sobre Freud y Jung se dejaba ver por lo simpático del
argumento, y aunque no era ninguna maravilla tampoco chirriaba con tanta
contundencia como su desastroso film anterior. No sé que pensarán el resto del
fans del divo, pero al abajo firmante “Cosmópolis” le confirma sus peores
presagios y presenta de nuevo a un director que quiere sentar cátedra con tanta
ansiedad que lo que quiere ser solemne resulta más bien pedante y vacuo, lo que quiere
resultar profundo suena de una inmediatez bochornosa, y la pompa general de una
sinopsis de severidad wagneriana se queda en cuasi-kitsch para votantes de
centro, una historia de manierismos tan sobresignificados que uno no sabe si el
histrionismo es accidental o si entraba dentro de los planes de su autor:
quiero creer que Chronemberg ha filmado este friki-drama shakesperiano a
sabiendas de que se le ha ido la mano en muchos gestos (como retorcida
estrategia estética) y no que se trata de simple y llana incompetencia por su
parte, incapaz de narrar con un temperamento más atempeado la gravedad del zeitgeist
que le sirve de objeto de estudio. Sin embargo, incluso en el caso de que esta
peli tan “mala” lo sea como reflexión sobre los mecanismos de una “peli mala”,
esa pirueta es innecesaria, aunque quién sabe si el de Chronemberg es el único
naturalismo posible para el siglo XXI.
No desvelaré mucho sobre la
historia: se trata de un fresco del colapso del capitalismo personalizándolo en
un desafecto killer de las finanzas consumido por sus excesos de ambición, en un
paralelismo entre el Apocalipsis global y el colapso emocional del protagonista
que, dicho en castellano salmantino, está más visto que el tebeo. Ambientada en
lujosos interiores nocturnos de la megalópolis global, la película está plagada
de lo que quieren ser “sentencias para la historia” declamadas en un tono tan
mayestático que es difícil evitar la carcajada: especialmente hilarantes
resultan los diálogos en los que se van decodificando los males morales del
capitalismo en modo Trascendental, en un pavoroso tono de filípica progre
estilo PRISA.
Tengo ganas de leer qué se
escribe por ahí de una película en el fondo tan bizarra como esta,
especialmente lo que tengan que decir los que vean en ella un peliculón, que
los habrá seguro: a muchos la etiología psicologista / humanista de “la crisis”
les parece la solución más profunda, y en ese sentido Cosmopolis ofrece un análisis de cierta coherencia
sobre lo que está pasando. La disfruté por lo candente de su asunto, pero la
verdad es que como resbalón estético en la filmografía de Chronemberg me
resulta letal, hasta el punto que habrá que revisionar sus anteriores films
para asegurarnos de que no ha sido siempre un autor mucho más parvulario de lo
que habíamos pensado.
21 Jump Street (Infiltrados en clase)
(Phil Lord & Chris Miller, 2012)
La comedia mainstream americana
va como un tiro últimamente, cada vez más sucia y despendolada, con una
valiosísima generación de nuevos terroristas del humor que han ido componiendo
un estimable lenguaje que puede encandilar a toda la familia, pero que se las
arregla para no escatimar en detalles muy salvajes a menudo facturados a hurtadillas. El canon de este nuevo tipo
de cine sería algo así como “Los albóndigas atacan de nuevo” filmado por un
tipo con cerebro: películas juveniles protagonizadas por tarambanas adictos a
la juerga pero que, esta vez, también tienen su corazoncito y su lógica
psicosocial. “Supersalidos” o “30 minutos o menos” serían otros grandes iconos
de esta generación, pendular entre el polo cazurro masculino de “Resacón en Las
Vegas” y el polo delicado femenino en “Adventureland”. Esta 21 Jump Street se encuadra inmediatamente en el sector más golfo, es una peli
descaradamente para tíos (del mismo modo en que por ejemplo “Easy A” o
“Bridesmaid” eran para tías), y de hecho, viene a ser el último eslabón en la
vieja genealogía de las buddy movies, convenientemente actualizada para una era en la que las viejas estrellas de este palo (Stallone, Hanks, Schwarzenegger) ya no están habilitados para encarnar el eterno masculino.
El argumento es deliciosamente
botarate: un par de policías son infiltrados como estudiantes en un instituto
para desarticular una red emergente de trapicheo drogainómano, dando lugar a
situaciones hilarantes por el asombro de los polis ante las costumbres de los
adolescentes actuales y su peculiar ecosistema (ahora, según el film, “los
guays del insti” ya no son los capitanes de fútbol sino los cantautores de
himnos ecologistas), con las inevitables redenciones emocionales (el regreso al
pasado como oportunidad de superar traumas enquistados), alguna que otra
trifulca con pistolas de por medio, y el imprescindible romance como Dios
manda. Todo ello salpimentado con confusiones resultantes de la suplantación de
personalidad a lo “Sister act” o “Dos rubias de pelo en pecho” y algún toque
cerdaco en homenaje a la genealogía del exabrupto a la que pertenece el film.
Disfrutable con moderación como humilde y entrañable cine de género (de género
golfo), que seguramente hubiese ganado en pegada de haberse atrevido a acentuar
su vena más procaz y libertina: el conjunto cojea quizás por lo predecible de
la relación entre los dos polis protagonistas, pero a la postre resulta el film
ideal para pasar un sábado por la tarde sin necesidad de apagar las neuronas
completamente.
Safety Not Guaranteed
(Colin Trevorrow, 2012)
Con más veneno muerde esta
excéntrica Safety not guaranteed, estimable muestra de cine indie que sabe
sortear con elegancia los tics autoriales que suelen echar por tierra la mayor
parte de las producciones del entorno “Sundance”: un thriller en clave de
(tibia) comedia protagonizada por un par de fracasados integrales, desesperados
por aprender a gestionar su bilis negra, y condenados por tanto a un entendimiento mutuo en forma de romance de tira y afloja. El cuerpo moral de la historia, muy poéticamente, se construye sobre un tema de tanta vigencia en el arte artístico como es la credibilidad de los sueños, en una realidad "normalizada" y generosa en su oferta de vías de escape emocional que el ciudadano debe mesurar con prudencia y desconfianza: es decir, una fábula sobre lo razonable de ciertas locuras, que consigue no caer en los roduccionismos románticos que nos recomiendan abandonarnos frívolamente a nuestros impulsos más quijotescos. Como perros viejos plagados de cicatrices, los protagonistas saben que la locura es el proyecto más exigente, exigiendo paradógicamente un temperamento completamente racional para poder vivirla sin autodestruírse.
Un hombre ofrece un viaje al pasado a
través de un anuncio en prensa, y a su llamada acudirá un grupo de periodistas
de incógnito deseosos de encontrar el titular que esconde tan peculiar
iniciativa. Como en su prima-hermana “Sound of my voice”, uno de los insiders
será poco a poco seducida por la honestidad y carisma del supuesto “loco” que
asegura poder viajar por el tiempo, y entre ellos se desatará la química
habitual entre los que comparten un mismo desapego hacia la realidad. Con un
pie en la comedia de enredo y otro en la aventura iniciática, la fuerza de la
historia descansa en lo entrañable de su protagonista, heroico por la insobornable integridad con la que se mantiene fiel a su ideal, y el buen ojo del
guionista para mantener el equilibrio entre la razón y el elogio de la locura. Como aggiornamento de los diálogos entre la racionalidad de Sancho Panza y la temeraria animosidad de Quijote, la historia sale airosa de su compleja reflexión sobre las epifanías de cartón piedra en una era en la que ningún sueño parece estar a la altura de lo que prometía.
Best Worst Movie
(Michael Stephenson, 2009)
En España no está muy extendido
el culto a “Troll 2”,
considerada por muchos la peor película de la historia y por consiguiente
idolatrada por aquellos frikis que han hecho suyo eso de “lo peor es lo mejor”.
Quien no la haya visto debería echarle un vistazo, porque se trata no sólo de
una peli extremadamente fea y mala, sino también de uno de los más depurados
compendios de los tics del horror de VHS que os podáis encontrar, tan desbordante de manierismos de cine Z que el shock de su visionado no puede dejar a nadie indiferente: el mpacto de Troll 2 está sin duda a la altura de su leyenda, y cualquiera de ustedes comprobará que su afamada anti-calidad está a la altura de lo esperada. Un film más feo que pegarle a un padre.. Plagada de interpretaciones para el
que el apelativo despropósito se queda infinitamente corto, fotografiada en
desconcertante estética sitcom, y construida sobre una moraleja ecológica
completamente mongui, tal vez “Troll 2”
no sea el peor film de todos los tiempos (sin duda es un galardón muy
disputado), pero sí es suficientemente calamitosa como para que su degustación
transcurra entre el asombro, la carcajada y un cascoporro de facepalms.
El caso es que uno de los
protagonistas, que por entonces era un niño, se ha transformado en un jovenzuelo
gafapasta que, deseoso de obtener un buen rédito de su participación en aquel
gazapo fílmico, tuvo la idea de reunir a los participantes en la peli treinta
años después y filmar un documental en el que explican sus impresiones sobre
tan bizarra experiencia. Y he aquí lo más desconcetante del asunto: si
históricamente los creadores de cine trash habían sido auténticos freacos de
personalidad excéntrica y vidas insólitas (del tipo Ed Wood, Divine, Tura Santana o John Waters),
los “cerebros” detrás de “Troll 2”
son gente de clase media perfectamente normales, que se vieron involucrados por
carambolas de la vida en un subproducto cultural que resultó ser muy diferente
a lo que esperaban pero cuyo actual revival disfrutan sin entender muy bien el por qué de tanto alboroto. Esa "normalidad" de sus creadores hace que el culto a la película resulte tan artificial e
innecesario, pues los propios protagonistas aceptan reírse cruelmente de ella sin apercibirse de la extrañísima poesía que, según algunos críticos, irradia el film.
No obstante, el documental resulta interesantísimo como ameno esbozo de una arqueología sociológica del trash: sorprenderá a los que esperen
encontrar lunáticos tras los indescriptibles fotogramas del film, y obliga a
reflexionar sobre hasta qué punto el culto a ciertas estupideces culturales
responde únicamente a un afán snob de distinción social. El auténtico trash era
otra cosa, y el arte malo pierde su fuerza agitadora (negación bárbara de un
canon) cuando cae en manos de la clase media.
The King of Kong
(Seth Gordon, 2007)
El que busque documentalismo pop
con verdadera poesía puede más bien optar por buscar esta estupenda The king
of kong, respetuoso y entrañable seguimiento de un torneo que enfrenta a los dos grandes campeones
históricos del “Donkey Kong”; un juego que por lo visto se cuenta entre los más
dificultosos por los jugones y más venerados por los archivistas del ocio
digital. El frikismo de los feligreses del juego alcanza niveles increíbles, y
las hordas de nerds que compiten entre sí en pos del record histórico muestran
la misma implicación pasional con la que Messi o CR7 disputan el balón de oro:
uno de los leit motifs del documental es mostrar cómo incluso en el corazón más
panoli late la voluntad competitiva del macho alfa cuyo orgullo le exige ser
bueno en algo, aunque sea una trapallada del calibre del “Donkey Kong”. El
juego en cuestión entonces no es más que una excusa para mostrar cómo
ciudadanos anónimos de vidas mediocres colorean sus grises existencias recurriendo
a espejismos escapistas (en este caso, un juego en 2D protagonizado por un
gorila que lanza barriles) como contrapunto ilusionante capaz de dotar de
sentido a la vida.
La película consiste en el
seguimiento de los más fabulosos campeones del arcade, cada uno de los cuales
responde a un arquetipo psicológico diferente: uno de ellos es un padre de
familia WASP que ha hecho del juego una obsesión privada y familiar, mientras
su oponente es todo un divo de las tragaperras que va por la vida con aires de gran
estrella pese a saber que su genialidad se reduce a algo tan banal como hacer
más puntos que nadie en un absurdo juego de los ochenta. Ambos viven su afición
con una pasión casi religiosa, inventándose una cochambrosa épica competitiva
que alcanza su momento más delirante en un duelo cara a cara. En
realidad, más que dos individuos, lo que se enfrenta dos esquemas moralmente
antitético de lo que debe ser un campeón: por un lado el hombre modesto y
tranquilo que ante todo respeta al rival, y por otro el rockstar enamorado de
sí mismo que utiliza su talento como un modo de promoción personal. El
patetismo de ambos va parejo (cada uno a su manera) y aunque el documental
quiera ser la típica elegía yanky a aquellos que sacrifican su vida por un sueño
(el frikismo nerd como nuevo modelo de romanticismo épico) , es difícil evitar
el cachondeo al constatar que, en el fondo, los jugones no son más que una
especie de reflejo deformante de los valores más monocromos del sueño
americano. Divertida y muy cool para los aficionados al anecdotario sociológico
de la era del silicio... y tranquilizadora para los que nos sentimos enfermizamente frikis, pues comprobamos aquí que siempre hay alguien más pirado que uno mismo.
Troll Hunter
(André Øvredal, 2010)
El punto de partida de este
proyecto cinematográfico se insinuaba irresistible: un found footage
escandinavo sobre un cazador de trolls de hoy en día, rodado con las frías
maneras de los norteños pero el mismo sentido del espectáculo de los
americanos. El desafío de optimizar un idea tan ingeniosa como esta se salda
con un notable, resultando un film quizás titubeante en la articulación del
“crescendo” típico de las monster movies, pero muy simpático por el modo tan
parsimonioso y detallista (pero firme) que muestran los escandinavos cuando
cuentan historias, máxime cuando se trata de algo que se toman en serio como es el naturalismo mágico.
De la inestimable lista de
películas ya clásicas que continuaron el legado formal de “The Blair Witch Project”,
tal vez esta la más arriesgada por su radical renuncia a la verosimilitud: los
falsos documentales construidos con grabaciones caseras jugaban con la potencia
de la gran sensación de realismo que logra transmitir su textura, por lo que
incluso “Monstruoso” el argumento solía ofrecer algo que pudiese haber ocurrido
realmente. Troll Hunter en cambio no intenta que el espectador olvide que
se trata de una ficción fantástica, por lo que sus imágenes más evocativas
producen una saludable sensación de maravilla: una película de trolls filmada
con las maneras de los realities de deportes límites al estilo “Al filo de lo
imposible”, actualizando con elegancia muchos arquetipos de la fabulación
infantil (especialmente logrado el carismático y esquivo cazador de trolls que
le da título). La atmósfera es así muy peculiar, situándose en un extraño limbo
narrativo en el que el pacto entre realismo formal y fantasía argumental
alcanza un equilibrio suave y elegante. Especialmente recomendable para los que
(como yo) disfruten el poder afectivo de los paisajes noruegos y su naturaleza
inhóspita y a la vez, extrañamente, paradisíaca e incluso celestial: una
condición que, metaforizada en la figura de los trolls, es en realidad la
protagonista de un film que parece secretamente nostálgico de la naturaleza
pre-Google Earth, romántica en cuanto se podía permitir todavía especular con los
milagros.
Una delicada y trabajada
excentricidad cinematográfica que sólo roza la exquisitez que podría haber
ofrecido, pero que en cualquier caso demuestra que con poco medios e ideas
felices se pueden realizar películas estupendas sin caer en el recurso fácil de
la dramaturgia familiar o personalista.
The Loved Ones
(Sean Byrne, 2009)
He aquí una de las cult movies
más habilidosas de la última temporada, un patchwork de tópicos de género a
medio camino entre el cine femenino de instituto, el terror rural en plan american
gothic y el torture porn, la película soñada por todos los freaks que disfrutan
con enormes bols de palomitas de los festivales de sangre en los que
adolescentes van siendo asesinados de la manera más rocambolesca posible. Desde
la revolución Tarantino este tipo de cine tan iconográfico y referencial se
disfruta con naturalidad, en una época en la que la inventiva parece haberse
instalado en el revisionismo creativo que juega constantemente con las
expectativas del espectador respecto a las figuras y mecanismos típicos de cada
género.
Lo más memorable de esta fogosa The loved ones es su icónica protagonista, una psycho killer vestida de rosa
chicle que encarna algo así como una revancha de los novatos en versión
splatter punk. Quizás a las escenas más violentas les falta pegada porque otras
obras pretéritas (especialmente la indescriptible “Ichi the Killer”) han
llevado mucho más lejos la potencia estética de los castigos al cuerpo, pero en
cualquier caso su equilibrado balance entre humor y horror, entre carcajada y
náusea, la sitúa en la impagable tradición de la comedia negra (o del terror
cómico) tan fructífera para el público de una generación muy habituada a las
situaciones emocionales ambiguas, desconcertantes. Con un tarantiniano
trasfondo de redención personal apenas esbozado (el chaval que necesita superar
una culpa insoportble) y trenzando con soltura un enciclopédico arsenal de
tópicos del cine teen, la película no defraudará ni al fandom palomitero que
busca siempre una nueva vuelta de tuerca argumental en sus festivales de
sangre, ni al gafapasta de mirada gélida que busca subtextos filosóficos a la
plasticidad cruel de los cuerpos descarnados. En todo caso, irresistible como
deconstrucción perversa de los arquetipos (argumentales y narrativos) de un
tipo de cine de entretenimiento que mantiene fresca su capacidad de sorpresa
mediante la reformulación “irónica” de las constantes de su genealogía.
muchas gracias por las críticas.
ResponderEliminar"cosmopolis" me costo terminarla y me quedé dudando de mis capacidades intelenctuales.
"21 jump street" me parece que tiene algunos momentos muy buenos.
"safety not guaranteed" me la apunto.
la del "troll" no la vi porque me tenía pinta muy cutre. jajaja
la "the loved ones" no pude con ella, demasiado mal rollo para mí.
Leyendo tu crítica de Cronenberg me doy cuenta de lo mucho que hace que no veo una película. Y de lo mucho que hace que el cine me parece como un chicle al que se le acabó el sabor hace tiempo -hablo por mí claro-.
ResponderEliminarViendo el top 10 de Cahiers du Cinéma (revista que tiene más de sesenta años) yo también me pregunto ¿habremos llegado ya a la gerontocracia postmoderna? ¿O tal vez por eso siempre existen gerontocracias... porque es muy difícil ir más allá de la cultura de la que estamos fabricados?
http://pijamasurf.com/2012/12/las-mejores-peliculas-del-2012-segun-cahiers-du-cinema/
PD: sin embargo al margen de lo anterior yo también quiero poner mi top one... y como hace tiempo que veo documentales del tipo de “All watched over by machines of loving Grace” que nos recomendaste (vaya nombrecito, por cierto)... pues curiosamente he visto que este año Disneynature va en la misma línea, y no sólo eso, sino en la línea de la vuelta a una naturaleza conservacionista, revisionista y nostálgica... o tal vez sea una metáfora de que la única manera de supervivencia del “fragil” ser humano es que las máquinas les “adopten”, no sé, la “inocencia” de Disney a veces la veo más “maquiavélica” que las antiguas películas de Cronenberg :-)
http://youtu.be/A3I07Iu_1i8
Gracias por las recomendaciones. Más que el cine en general, mi problema es la ficción (también literaria). He perdido la capacidad de "creerme" lo que me cuentan, "entrar" en una historia olvidando el hecho de que es una fabulación. Creo que es un asunto muy de nuestro tiempo, y por eso prefiero los films que de un modo u otro retuerzan la relación entre realidad y ficción. De todos modos, siempre nos queda analizar las pelis en plan formalista, o desentrañando sus mecanismos moralizantes. Toda información sobre buenos documentales es bienvenida, como digo IMHO es el género crucial de hoy en día.
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