miércoles, 26 de diciembre de 2012

iconología pop


Cosmopolis 
(David Chronemberg, 2012)




El histrionismo (que es un efecto en el espectador y referenciado a un canon) es siempre consecuencia de una insuficiente templanza de los signos, de una especie de incontinencia gestual en la redacción (o más bien en la lectura) de un discurso, que desencadena la exhibición (o desocultación) de su esencia retórica: el histrión es el actor en el que percibimos que está actuando, y que por tanto traiciona el pacto por el que el espectador vive la interpretación como si fuese real. El defecto de un redoble de tambores mal situado es que nos recuerda que un redoble de tambores es siempre atrezzo, connotación, impostura. El ahogo que provoca el histrionismo sobre el espectador se debe a la revelación del actor que hay detrás del personaje: una presencia (la de los dispositivos narrativos como "fingimiento") insoportable en la contemplación de una ficción, pues imposibilita el necesario autoengaño sobre el que ésta se funda, y por el que lo ficticio se vive como real. Es por ello que la valoración del actor histriónico como mal actor sea propia únicamente de la cultura occidental, cuyo concepto del relato impone la aceptación como realidad del universo intempestivo (platónico) en el que transcurre lo narrado, incluso cuando viene presentado como no-ficción.

En cuanto efecto semiótico, el histrionismo acontece por la sobredimensión del signo expresante, cuando éste viene perfilado sin matizar su nivel de detalle de acuerdo con lo expresado. Los signos tienen niveles de detalle, escalas, y a medida que el ojo aprende las sutilezas del código se van especificando mediante diferencias. El signo histriónico (el signo que dice las cosas demasiado alto, que carga demasiado las tintas) se determina por la presencia excesiva del significante, y por la falta de detalle del significado, siempre en referencia a un código que lleva en su misma estructura la idea de que hay una mesura óptima para ambos órdenes: los signos de emoción de un culebrón de sobremesa me pueden parecer a mí desproporcionados y estridentes, y a otras personas en cambio resultarles calibrados con precisión, pues el “código significativo” que utiliza cada espectador para interpretarlos está ecualizado de manera diferente. Nada es histriónico de por sí, más que mediante la sensibilidad que aporta el espectador.

La cultura evoluciona mediante la evolución (¿o circunvolución?) de sus signos mediante síntesis dialéctica, y en este punto me confieso completamente hegeliano. La especificación de los signos se va dando mediante el cincelado de los matices de su presencia fenoménica, más "funcional" (comunicativa) cuanto más inadvertible. Es por ello que el ojo experto es mucho más severo en su juicio del histrionismo: al connoisseur las gestualidades le resultan innecesarias, torpes, inmaduras, retóricas. A medida que uno aprende un lenguaje, comprende la importancia de utilizar con precisión milimétrica sus signos, y cualquier uso impreciso o sobreactuado resulta histriónico.

En arquitectura, por ejemplo, se considera que el sabio es aquel capaz de evitar el histrionismo, de modo que el gesto del diseñador desaparece en un proyecto que se vive como natural, “inpensado”, fluyendo sin alaridos comunicatvos. El histrionismo es en cierto sentido una intencionalidad sobreexpresada, la sobreexposición de la voluntad expresiva del que lo produce.  Ahora bien, el flirteo con el lenguaje histriónico puede ser una estrategia artística y política tan válida como cualquier otra: su uso permite, por ejemplo, la anulación del rol catártico de la ficción contra el que trabajaba Bertol Bretch, pues habilita al espectador a mantener una distancia crítica con aquello que le es narrado y así, en cierto sentido, se inmuniza contra la sofronización moral implícita en todo relato moralejístico (todo relato que acaba en un “The End”).

Esta deliberación viene a cuento para intentar explicarme el por qué del radical histrionismo de esta Cosmópolis, film de David Chronemberg que adapta un libro de DeLillo y que, francamente, resulta una película muy mala, por no decir desastrosa… precisamente por lo extremadamente histriónico de sus mecanismos narrativos: calamitosas sobreactuaciones (el esforzado Robert Pattison intentando pasar por un “actor serio” cae en el ridículo), ambientación casi paródica (una atmósfera apocalíptica carente de toda sutileza), diálogos de mesianismo bíblico de una insufrible retórica moralista (el speech de la filósofa es uno de los momentos más grotescos del cine arty reciente), metáforas escénicas de parvulario… Un festival de excesos narrativos que, quizás buscando transmitir una sensación de seriedad y trascendencia, hacen del film una experiencia extrañísima y que constantemente flirtea con el esperpento: uno no sabe si la peli quería ser el relato político más serio de esta década (en cuyo cayo fracasa estrepitosamente) o más bien una especie de parodia existencialista del cine político en sí.

 Reconozco que Chronemberg fue en tiempos uno de mis cineastas de cabecera, pero mi admiración empezó a titubear ante “Promesas del este”, aquel grotesco folletín moral que encandiló a la crítica gafapasta más panoli pese a desvincularse completamente del lenguaje seco, indolente y quirúrgico con el que maravillara a los nerds de los 80. La subsiguiente peliculita sobre Freud y Jung se dejaba ver por lo simpático del argumento, y aunque no era ninguna maravilla tampoco chirriaba con tanta contundencia como su desastroso film anterior. No sé que pensarán el resto del fans del divo, pero al abajo firmante “Cosmópolis” le confirma sus peores presagios y presenta de nuevo a un director que quiere sentar cátedra con tanta ansiedad que lo que quiere ser solemne resulta más bien pedante y vacuo, lo que quiere resultar profundo suena de una inmediatez bochornosa, y la pompa general de una sinopsis de severidad wagneriana se queda en cuasi-kitsch para votantes de centro, una historia de manierismos tan sobresignificados que uno no sabe si el histrionismo es accidental o si entraba dentro de los planes de su autor: quiero creer que Chronemberg ha filmado este friki-drama shakesperiano a sabiendas de que se le ha ido la mano en muchos gestos (como retorcida estrategia estética) y no que se trata de simple y llana incompetencia por su parte, incapaz de narrar con un temperamento más atempeado la gravedad del zeitgeist que le sirve de objeto de estudio. Sin embargo, incluso en el caso de que esta peli tan “mala” lo sea como reflexión sobre los mecanismos de una “peli mala”, esa pirueta es innecesaria, aunque quién sabe si el de Chronemberg es el único naturalismo posible para el siglo XXI.

No desvelaré mucho sobre la historia: se trata de un fresco del colapso del capitalismo personalizándolo en un desafecto killer de las finanzas consumido por sus excesos de ambición, en un paralelismo entre el Apocalipsis global y el colapso emocional del protagonista que, dicho en castellano salmantino, está más visto que el tebeo. Ambientada en lujosos interiores nocturnos de la megalópolis global, la película está plagada de lo que quieren ser “sentencias para la historia” declamadas en un tono tan mayestático que es difícil evitar la carcajada: especialmente hilarantes resultan los diálogos en los que se van decodificando los males morales del capitalismo en modo Trascendental, en un pavoroso tono de filípica progre estilo PRISA.

Tengo ganas de leer qué se escribe por ahí de una película en el fondo tan bizarra como esta, especialmente lo que tengan que decir los que vean en ella un peliculón, que los habrá seguro: a muchos la etiología psicologista / humanista de “la crisis” les parece la solución más profunda, y en ese sentido Cosmopolis ofrece un análisis de cierta coherencia sobre lo que está pasando. La disfruté por lo candente de su asunto, pero la verdad es que como resbalón estético en la filmografía de Chronemberg me resulta letal, hasta el punto que habrá que revisionar sus anteriores films para asegurarnos de que no ha sido siempre un autor mucho más parvulario de lo que habíamos pensado.



21 Jump Street (Infiltrados en clase)
(Phil Lord & Chris Miller, 2012) 



La comedia mainstream americana va como un tiro últimamente, cada vez más sucia y despendolada, con una valiosísima generación de nuevos terroristas del humor que han ido componiendo un estimable lenguaje que puede encandilar a toda la familia, pero que se las arregla para no escatimar en detalles muy salvajes a menudo facturados a hurtadillas. El canon de este nuevo tipo de cine sería algo así como “Los albóndigas atacan de nuevo” filmado por un tipo con cerebro: películas juveniles protagonizadas por tarambanas adictos a la juerga pero que, esta vez, también tienen su corazoncito y su lógica psicosocial. “Supersalidos” o “30 minutos o menos” serían otros grandes iconos de esta generación, pendular entre el polo cazurro masculino de “Resacón en Las Vegas” y el polo delicado femenino en “Adventureland”. Esta 21 Jump Street se encuadra inmediatamente en el sector más golfo, es una peli descaradamente para tíos (del mismo modo en que por ejemplo “Easy A” o “Bridesmaid” eran para tías), y de hecho, viene a ser el último eslabón en la vieja genealogía de las buddy movies, convenientemente actualizada para una era en la que las viejas estrellas de este palo (Stallone, Hanks, Schwarzenegger) ya no están habilitados para encarnar el eterno masculino.

El argumento es deliciosamente botarate: un par de policías son infiltrados como estudiantes en un instituto para desarticular una red emergente de trapicheo drogainómano, dando lugar a situaciones hilarantes por el asombro de los polis ante las costumbres de los adolescentes actuales y su peculiar ecosistema (ahora, según el film, “los guays del insti” ya no son los capitanes de fútbol sino los cantautores de himnos ecologistas), con las inevitables redenciones emocionales (el regreso al pasado como oportunidad de superar traumas enquistados), alguna que otra trifulca con pistolas de por medio, y el imprescindible romance como Dios manda. Todo ello salpimentado con confusiones resultantes de la suplantación de personalidad a lo “Sister act” o “Dos rubias de pelo en pecho” y algún toque cerdaco en homenaje a la genealogía del exabrupto a la que pertenece el film. Disfrutable con moderación como humilde y entrañable cine de género (de género golfo), que seguramente hubiese ganado en pegada de haberse atrevido a acentuar su vena más procaz y libertina: el conjunto cojea quizás por lo predecible de la relación entre los dos polis protagonistas, pero a la postre resulta el film ideal para pasar un sábado por la tarde sin necesidad de apagar las neuronas completamente.


Safety Not Guaranteed
(Colin Trevorrow, 2012)


Con más veneno muerde esta excéntrica Safety not guaranteed, estimable muestra de cine indie que sabe sortear con elegancia los tics autoriales que suelen echar por tierra la mayor parte de las producciones del entorno “Sundance”: un thriller en clave de (tibia) comedia protagonizada por un par de fracasados integrales, desesperados por aprender a gestionar su bilis negra, y condenados por tanto a un entendimiento mutuo en forma de romance de tira y afloja. El cuerpo moral de la historia, muy poéticamente, se construye sobre un tema de tanta vigencia en el arte artístico como es la credibilidad de los sueños, en una realidad "normalizada" y generosa en su oferta de vías de escape emocional que el ciudadano debe mesurar con prudencia y desconfianza: es decir, una fábula sobre lo razonable de ciertas locuras, que consigue no caer en los roduccionismos románticos que nos recomiendan abandonarnos frívolamente a nuestros impulsos más quijotescos. Como perros viejos plagados de cicatrices, los protagonistas saben que la locura es el proyecto más exigente, exigiendo paradógicamente un temperamento completamente racional para poder vivirla sin autodestruírse.
Un hombre ofrece un viaje al pasado a través de un anuncio en prensa, y a su llamada acudirá un grupo de periodistas de incógnito deseosos de encontrar el titular que esconde tan peculiar iniciativa. Como en su prima-hermana “Sound of my voice”, uno de los insiders será poco a poco seducida por la honestidad y carisma del supuesto “loco” que asegura poder viajar por el tiempo, y entre ellos se desatará la química habitual entre los que comparten un mismo desapego hacia la realidad. Con un pie en la comedia de enredo y otro en la aventura iniciática, la fuerza de la historia descansa en lo entrañable de su protagonista, heroico por la insobornable integridad con la que se mantiene fiel a su ideal, y el buen ojo del guionista para mantener el equilibrio entre la razón y el elogio de la locura. Como aggiornamento de los diálogos entre la racionalidad de Sancho Panza y la temeraria animosidad  de Quijote, la historia sale airosa de su compleja reflexión sobre las epifanías de cartón piedra en una era en la que ningún sueño parece estar a la altura de lo que prometía.
 

Best Worst Movie
(Michael Stephenson, 2009)



En España no está muy extendido el culto a “Troll 2”, considerada por muchos la peor película de la historia y por consiguiente idolatrada por aquellos frikis que han hecho suyo eso de “lo peor es lo mejor”. Quien no la haya visto debería echarle un vistazo, porque se trata no sólo de una peli extremadamente fea y mala, sino también de uno de los más depurados compendios de los tics del horror de VHS que os podáis encontrar, tan desbordante de manierismos de cine Z que el shock de su visionado no puede dejar a nadie indiferente: el mpacto de Troll 2 está sin duda a la altura de su leyenda, y cualquiera de ustedes comprobará que su afamada anti-calidad está a la altura de lo esperada. Un film más feo que pegarle a un padre.. Plagada de interpretaciones para el que el apelativo despropósito se queda infinitamente corto, fotografiada en desconcertante estética sitcom, y construida sobre una moraleja ecológica completamente mongui, tal vez “Troll 2” no sea el peor film de todos los tiempos (sin duda es un galardón muy disputado), pero sí es suficientemente calamitosa como para que su degustación transcurra entre el asombro, la carcajada y un cascoporro de facepalms.

El caso es que uno de los protagonistas, que por entonces era un niño, se ha transformado en un jovenzuelo gafapasta que, deseoso de obtener un buen rédito de su participación en aquel gazapo fílmico, tuvo la idea de reunir a los participantes en la peli treinta años después y filmar un documental en el que explican sus impresiones sobre tan bizarra experiencia. Y he aquí lo más desconcetante del asunto: si históricamente los creadores de cine trash habían sido auténticos freacos de personalidad excéntrica y vidas insólitas (del tipo Ed Wood, Divine, Tura Santana o John Waters), los “cerebros” detrás de “Troll 2” son gente de clase media perfectamente normales, que se vieron involucrados por carambolas de la vida en un subproducto cultural que resultó ser muy diferente a lo que esperaban pero cuyo actual revival disfrutan sin entender muy bien el por qué de tanto alboroto. Esa "normalidad" de sus creadores hace que el culto a la película resulte tan artificial e innecesario, pues los propios protagonistas aceptan reírse cruelmente de ella sin apercibirse de la extrañísima poesía que, según algunos críticos, irradia el film. No obstante, el documental resulta interesantísimo como ameno esbozo de una arqueología sociológica del trash: sorprenderá a los que esperen encontrar lunáticos tras los indescriptibles fotogramas del film, y obliga a reflexionar sobre hasta qué punto el culto a ciertas estupideces culturales responde únicamente a un afán snob de distinción social. El auténtico trash era otra cosa, y el arte malo pierde su fuerza agitadora (negación bárbara de un canon) cuando cae en manos de la clase media. 



The King of Kong
 (Seth Gordon, 2007)

El que busque documentalismo pop con verdadera poesía puede más bien optar por buscar esta estupenda The king of kong, respetuoso y entrañable seguimiento de un torneo que enfrenta a los dos grandes campeones históricos del “Donkey Kong”; un juego que por lo visto se cuenta entre los más dificultosos por los jugones y más venerados por los archivistas del ocio digital. El frikismo de los feligreses del juego alcanza niveles increíbles, y las hordas de nerds que compiten entre sí en pos del record histórico muestran la misma implicación pasional con la que Messi o CR7 disputan el balón de oro: uno de los leit motifs del documental es mostrar cómo incluso en el corazón más panoli late la voluntad competitiva del macho alfa cuyo orgullo le exige ser bueno en algo, aunque sea una trapallada del calibre del “Donkey Kong”. El juego en cuestión entonces no es más que una excusa para mostrar cómo ciudadanos anónimos de vidas mediocres colorean sus grises existencias recurriendo a espejismos escapistas (en este caso, un juego en 2D protagonizado por un gorila que lanza barriles) como contrapunto ilusionante capaz de dotar de sentido a la vida.

La película consiste en el seguimiento de los más fabulosos campeones del arcade, cada uno de los cuales responde a un arquetipo psicológico diferente: uno de ellos es un padre de familia WASP que ha hecho del juego una obsesión privada y familiar, mientras su oponente es todo un divo de las tragaperras que va por la vida con aires de gran estrella pese a saber que su genialidad se reduce a algo tan banal como hacer más puntos que nadie en un absurdo juego de los ochenta. Ambos viven su afición con una pasión casi religiosa, inventándose una cochambrosa épica competitiva que alcanza su momento más delirante en un duelo cara a cara. En realidad, más que dos individuos, lo que se enfrenta dos esquemas moralmente antitético de lo que debe ser un campeón: por un lado el hombre modesto y tranquilo que ante todo respeta al rival, y por otro el rockstar enamorado de sí mismo que utiliza su talento como un modo de promoción personal. El patetismo de ambos va parejo (cada uno a su manera) y aunque el documental quiera ser la típica elegía yanky a aquellos que sacrifican su vida por un sueño (el frikismo nerd como nuevo modelo de romanticismo épico) , es difícil evitar el cachondeo al constatar que, en el fondo, los jugones no son más que una especie de reflejo deformante de los valores más monocromos del sueño americano. Divertida y muy cool para los aficionados al anecdotario sociológico de la era del silicio... y tranquilizadora para los que nos sentimos enfermizamente frikis, pues comprobamos aquí que siempre hay alguien más pirado que uno mismo.


 
Troll Hunter
(André Øvredal, 2010)


El punto de partida de este proyecto cinematográfico se insinuaba irresistible: un found footage escandinavo sobre un cazador de trolls de hoy en día, rodado con las frías maneras de los norteños pero el mismo sentido del espectáculo de los americanos. El desafío de optimizar un idea tan ingeniosa como esta se salda con un notable, resultando un film quizás titubeante en la articulación del “crescendo” típico de las monster movies, pero muy simpático por el modo tan parsimonioso y detallista (pero firme) que muestran los escandinavos cuando cuentan historias, máxime cuando se trata de algo que se toman en serio como es el naturalismo mágico. 
De la inestimable lista de películas ya clásicas que continuaron el legado formal de “The Blair Witch Project”, tal vez esta la más arriesgada por su radical renuncia a la verosimilitud: los falsos documentales construidos con grabaciones caseras jugaban con la potencia de la gran sensación de realismo que logra transmitir su textura, por lo que incluso “Monstruoso” el argumento solía ofrecer algo que pudiese haber ocurrido realmente. Troll Hunter en cambio no intenta que el espectador olvide que se trata de una ficción fantástica, por lo que sus imágenes más evocativas producen una saludable sensación de maravilla: una película de trolls filmada con las maneras de los realities de deportes límites al estilo “Al filo de lo imposible”, actualizando con elegancia muchos arquetipos de la fabulación infantil (especialmente logrado el carismático y esquivo cazador de trolls que le da título). La atmósfera es así muy peculiar, situándose en un extraño limbo narrativo en el que el pacto entre realismo formal y fantasía argumental alcanza un equilibrio suave y elegante. Especialmente recomendable para los que (como yo) disfruten el poder afectivo de los paisajes noruegos y su naturaleza inhóspita y a la vez, extrañamente, paradisíaca e incluso celestial: una condición que, metaforizada en la figura de los trolls, es en realidad la protagonista de un film que parece secretamente nostálgico de la naturaleza pre-Google Earth, romántica en cuanto se podía permitir todavía especular con los milagros.
Una delicada y trabajada excentricidad cinematográfica que sólo roza la exquisitez que podría haber ofrecido, pero que en cualquier caso demuestra que con poco medios e ideas felices se pueden realizar películas estupendas sin caer en el recurso fácil de la dramaturgia familiar o personalista.



The Loved Ones
(Sean Byrne, 2009)

He aquí una de las cult movies más habilidosas de la última temporada, un patchwork de tópicos de género a medio camino entre el cine femenino de instituto, el terror rural en plan american gothic y el torture porn, la película soñada por todos los freaks que disfrutan con enormes bols de palomitas de los festivales de sangre en los que adolescentes van siendo asesinados de la manera más rocambolesca posible. Desde la revolución Tarantino este tipo de cine tan iconográfico y referencial se disfruta con naturalidad, en una época en la que la inventiva parece haberse instalado en el revisionismo creativo que juega constantemente con las expectativas del espectador respecto a las figuras y mecanismos típicos de cada género.

Lo más memorable de esta fogosa The loved ones es su icónica protagonista, una psycho killer vestida de rosa chicle que encarna algo así como una revancha de los novatos en versión splatter punk. Quizás a las escenas más violentas les falta pegada porque otras obras pretéritas (especialmente la indescriptible “Ichi the Killer”) han llevado mucho más lejos la potencia estética de los castigos al cuerpo, pero en cualquier caso su equilibrado balance entre humor y horror, entre carcajada y náusea, la sitúa en la impagable tradición de la comedia negra (o del terror cómico) tan fructífera para el público de una generación muy habituada a las situaciones emocionales ambiguas, desconcertantes. Con un tarantiniano trasfondo de redención personal apenas esbozado (el chaval que necesita superar una culpa insoportble) y trenzando con soltura un enciclopédico arsenal de tópicos del cine teen, la película no defraudará ni al fandom palomitero que busca siempre una nueva vuelta de tuerca argumental en sus festivales de sangre, ni al gafapasta de mirada gélida que busca subtextos filosóficos a la plasticidad cruel de los cuerpos descarnados. En todo caso, irresistible como deconstrucción perversa de los arquetipos (argumentales y narrativos) de un tipo de cine de entretenimiento que mantiene fresca su capacidad de sorpresa mediante la reformulación “irónica” de las constantes de su genealogía.



3 comentarios:

  1. muchas gracias por las críticas.
    "cosmopolis" me costo terminarla y me quedé dudando de mis capacidades intelenctuales.
    "21 jump street" me parece que tiene algunos momentos muy buenos.
    "safety not guaranteed" me la apunto.
    la del "troll" no la vi porque me tenía pinta muy cutre. jajaja
    la "the loved ones" no pude con ella, demasiado mal rollo para mí.

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  2. Leyendo tu crítica de Cronenberg me doy cuenta de lo mucho que hace que no veo una película. Y de lo mucho que hace que el cine me parece como un chicle al que se le acabó el sabor hace tiempo -hablo por mí claro-.

    Viendo el top 10 de Cahiers du Cinéma (revista que tiene más de sesenta años) yo también me pregunto ¿habremos llegado ya a la gerontocracia postmoderna? ¿O tal vez por eso siempre existen gerontocracias... porque es muy difícil ir más allá de la cultura de la que estamos fabricados?

    http://pijamasurf.com/2012/12/las-mejores-peliculas-del-2012-segun-cahiers-du-cinema/



    PD: sin embargo al margen de lo anterior yo también quiero poner mi top one... y como hace tiempo que veo documentales del tipo de “All watched over by machines of loving Grace” que nos recomendaste (vaya nombrecito, por cierto)... pues curiosamente he visto que este año Disneynature va en la misma línea, y no sólo eso, sino en la línea de la vuelta a una naturaleza conservacionista, revisionista y nostálgica... o tal vez sea una metáfora de que la única manera de supervivencia del “fragil” ser humano es que las máquinas les “adopten”, no sé, la “inocencia” de Disney a veces la veo más “maquiavélica” que las antiguas películas de Cronenberg :-)

    http://youtu.be/A3I07Iu_1i8

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  3. Gracias por las recomendaciones. Más que el cine en general, mi problema es la ficción (también literaria). He perdido la capacidad de "creerme" lo que me cuentan, "entrar" en una historia olvidando el hecho de que es una fabulación. Creo que es un asunto muy de nuestro tiempo, y por eso prefiero los films que de un modo u otro retuerzan la relación entre realidad y ficción. De todos modos, siempre nos queda analizar las pelis en plan formalista, o desentrañando sus mecanismos moralizantes. Toda información sobre buenos documentales es bienvenida, como digo IMHO es el género crucial de hoy en día.

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