martes, 25 de diciembre de 2012

Los mutantes son cobardes

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La cultura contradice cualquier capital genético.
Es el hechizo, el resplandor que contradice a la biología, la herencia, etc., y resume toda una dinastía en una generación.
Lo que no se obtiene en una sola generación es la soltura y el valor.
Los mutantes son cobardes.
 Jean Baudrillard



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post dos presenta :

Textos 
extraídos 
de 
La 
filosofía 
tachada
 
de 
Fernando 
Savater

ilustrado con gifs de Max Capacity

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Leer es una tarea misteriosa, secreta, inexplicable: un juego fantasmal que en vano tratamos de describir neutralmente, como si fuese una actividad entre otras. Próxima por su condición ferozmente antinatural a la perversión, la lectura gusta rodearse de los gestos de lo prohibido: silencio, soledad, abandono, manías exclusivas y obsesivas por determinadas repeticiones -autores, temas que vuelven sin que sepamos confesarnos por qué.

Leer nos compromete y nos amenaza; sabemos que nos promete a la muerte, que de hecho es ya ver el mundo después de muertos; la figura inmóvil, silenciosa, inapetente, desconocedora de lo que la rodea, atenta a los sucedidos impalpables de otro mundo, es imagen exacta de nuestro cadáver, adoptada voluntariamente en una escalofriante y premonitoria pantomima.

Leer, hacerse el muerto, estarlo, tanto da: lo que perdura, en todo caso, es la vocación de sacrificar la vida en aras del misterioso tráfago de símbolos y símbolos de símbolos.

El sueño es múltiple y, como el otro, guarda con nosotros una relación que sabemos significativa, pero cuyo fundamento ignoramos y apenas nos atrevemos a imaginar; libros de viajes, de aventuras, relatos de antiguas hazañas, doctrina religiosa o técnica..., obras que enseñan o que narran... y, de vez en cuando, un libro de filosofía. Este se nos escapa, sobre todo, no sabemos qué hacer con él: no sabemos, sobre todo, cómo leerlo.

El libro de filosofía burla todas nuestras aproximaciones, defrauda cualquier expectativa: nada relata, a no ser esa aventura inmencionable ocurrida en la “otra escena”, como dicen los psicoanalistas; finge enseñar, pero afirma sin base científica, sin rigor suficiente; quisiera adoctrinar, pero carece de Autoridades Supremas a las que referirse en busca de respaldo. Fracaso como narración, como lectura instructiva o moral, el texto filosófico se plantea al defraudado lector, pura y simplemente, como un fraude
[...]

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El filósofo, gremio en el que el academicismo suele dar sus frutos más patéticos, se avergonzará de la irresponsabilidad de su escritura, que, como la proverbial receta del médico, quizá sea ilegible de puro garabato huero, y tratará de asegurar a sus posibles clientes-lectores un algo archivable que salvar de la vaciedad y que compense el sueldo del uno y el trabajoso empeño de los otros.

De este modo, se fingen cientifismos más o menos abruptos, se poetiza con mejor o peor fortuna y, sobre todo, se estructuran recomendaciones morales, exhortos al compromiso político o a la “vida digna de ser vivida”.

Así se expresa el malentendido entre la frustrada impaciencia del lector y el culpable azoro del autor, con el libro entre ambos como inevitable campo de enfrentamiento; libro vacío que finge ininterrumpidamente su discurso, libro que se revela vacío y se rebela en el vacío, punto cero del saber que se pretende punto omega, nada ilustrada y parlante, cuya nadería amenaza con su contagio la plenitud de los otros libros, al sacudir la verosimilitud misma la tarea de leer.

¿Cómo es posible que tal cosa como un libro de filosofía exista y funcione, al menos en la modesta medida en que indudablemente lo hace ? 

¿Cómo puede darse un texto frente al que el lector no halle acomodo alguno, por más que se desplace de un lado para otro, por toda la gama de posiciones imaginables que el Kama-sutra de la lectura recomienda ?


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Las explicaciones, antes apuntadas, de cargar el muerto -nunca mejor dicho- a cuenta de la incompetencia exclusiva de los filósofos, incapaces de pergreñar un buen trabajo científico o una novela convincente, o incluso atribuirlo a estafa pura y simple, aunque no pueden ser refutadas cómodamente, dan poco juego, resuelven el caso demasiado pronto; además queda en pie el interrogante de por qué diversas personas alcanzan una satisfacción inodora e incolora, pero quizá no totalmente insípida, frecuentando libros de filosofía.

Podría pensarse, por otro lado, que los textos de filosofía tuvieron su momento legible, llamámosle así, en otra época, momento oportuno (kairós) que han perdido en la nuestra; en aquellos tiempos, el libro filosófico gozaba de una situación que permitía su lectura, quizá por contener una serie de elementos científicos o moralizantes, que con las décadas han desaparecido de él, y que autorizaban su inclusión en algún otro género estilístico más manejable.

En una palabra, según esta opinión, la filosofía habría perdido su legibilidad histórica, lo mismo que para nosotros son opacos los símbolos pétreos que ornan los capiteles de las catedrales del medievo y que quizá en su momento fuesen cifra de un lenguaje común y accesible.

Pero de nuevo este punto vista menosprecia la indudable existencia de gustadores de la filosofía, su potencial de lectores inexplicables hoy día; algún tipo de lectura debe ser posible para estos textos filosóficos, aún ahora, máxime cuando que quienes los frecuentan encuentran en ellos un tipo de contento (o de placentera insatisfacción) que ninguna otra escritura les proporciona, cercano en parte al descubrimiento religioso y en parte a la revelación psicoanalítica.


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En resumen, todas las posturas que obvian el tema resolviendo que la lectura filosófica es imposible, por pertenecer al reino de los fraudes o de los anacronismos, descuidan o pretenden reducir el hecho indudable de la experiencia filosófica en nuestro presente; y, como en cada caso en que se mutila la realidad o se ignoran los hechos, un motivo moral anda por medio: en este caso, la norma universal y necesariamente válida (o pretendidamente tal) que acota lo que puede ser una lectura buena, sana, provechosa, enjuto patrón cortado siguiendo las directrices de la eficacia productiva, llamada utilidad, y, a fin de cuentas, de la división del trabajo, que exige la clasificación de las actividades intelectuales para poder manipularlas y  

presiente en la filosofía un enemigo irreductible de su dominio.


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Intentemos observar más de cerca las dificultades que fundaron la perplejidad de nuestros primeros planteamientos. Habíamos descrito al lector en la privilegiada y a no dudar -placentera condición del cadáver, aunque “cadáver consciente del gusano que le roe”, como diría Blake. De aquí partió la constatación de la dificultad de acomodar al lector de libros de filosofía; es éste un muerto que se nos incorpora, un cadáver al que no podemos retener en el sillón.

La virtud del lector de cualquier género literario es dejarse llevar (lo cual no es una postura puramente pasiva, ni mucho menos, e incluso tiene bastante de esfuerzo muscular de la imaginación); ahora bien, en filosofía es imposible dejarse llevar: quien se entrega, renuncia, no filosofa, ni siquiera lee filosofía, pues  

no puede leerse filosofía sin filosofar.

Uno puede gozar de la magia novelística sin poner en juego más que el fantasma de narrador que todos llevamos dentro (si no lo poseyésemos seríamos incapaces de leer nada), o de la poesía desplegando la receptividad poética tan sólo, o aprender del texto científico utilizando atención y memoria, etc., pero sin ser en ninguno de los casos novelista, poeta o científico más que en grado potencial.

Pero el texto filosófico, para ser leído, exige del lector una plena actividad filosófica, una entrega de lleno a la experiencia de filosofar. Ante el libro de filosofía es imposible dejarse llevar, porque no lleva a ninguna parte: es puro perdedero, un tremendal; quien se entrega, se hunde, debe sentirse defraudado necesariamente. No hay posición de quietud receptiva válida ante el texto de filosofía:  

frente a ese libro no cabe hacerse el muerto.

Pero sucede que la escritura filosófica misma es ya una lectura: su contenido, su mensaje, no es otro sino la expresión de la experiencia misma de leer, la expresión del acto de interpretación.

La escritura filosófica anida sobre una lectura previa, texto en torno a un texto que reproduce y conserva en su urdimbre la inaquietable tensión de la interpretación que expresa, interpretación de los grandes textos de la realidad, del discurso de los valores, de la religión, de la ciencia, de la filosofía misma.

La condición de metadiscurso de la filosofía es su ir y venir, a modo de lanzadera, por el tejido de discursos que constituye la realidad; pero se trata de una lanzadera que teje y desteje juntamente, que pretende desgarrar tanto como unir: atenta siempre a la apertura que la permita escapar de cualquier sistema cerrado y excluyente, de cualquier pegajosa tela de araña, de sutil y bello tejido, sin duda, pero en la que permaneciendo preso se halla la muerte.

La interpretación se expresa como distancia, como ligereza y agilidad respecto a la trama leída, nunca como ese apego y pesantez que pasa por rigor a los ojos cientifistas.


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La distancia la recoge la constante voluntad expresiva que pretende incesantemente diferenciar en grado máximo la fuerza que habla en el texto, su peculiaridad irreductible, inasimilable a la fijeza e indiferenciación formal del sujeto del discurso; 

a esta voluntad expresiva llamamos: estilo.

El lector toma el libro filosófico en el estremecimiento mismo de esa distancia estilística, que no enseña ni adoctrina, sino que expresa.

Sólo la expresión misma, realizada giro y recorrido del texto que se afronta, permitirá tal cosa como leer filosofía: permiso conquistado por la audacia de la voluntad expresiva del lector, pues si éste espera a recibirlo en la dócil posición del cadáver, la experiencia de la lectura filosófica ha fracasado, como él miso, en una honradez que no tenemos en principio por qué negarle, no tardará en advertir; en tal caso, sólo queda tirar el libro o volver a empezar.

Esa voluntad expresiva que hemos llamado, en el orden de la escritura filosófica, estilo,  

en el orden de la lectura la llamaremos ironía

la cual representa en el lector el mismo distanciamiento interpretativo diferencial que el estilo es para el escritor.

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La lectura filosófica es, pues, irónica: de aquí la dificultad de asimilarla a las pautas establecidas para la ordenada operación de leer, pues tales normas tienen un fundamento moral, como dijimos, y la ironía, lo mismo que por su parte el estilo, no pueden ser sino formas de resistencia a la moral, creación, pues, de valores diferentes, fungibles y móviles en lugar de eternos e inmutables.

La ironía y el estilo, por su propia condición, relativamente simétrica (es decir, dentro de una simetría deformada, excéntrica, que guardan entre sí la lectura y la escritura), son recurrentes, tienden a convertirse uno en otro, a aparecer uno en otro; así, el estilo abre espacio para que advenga la lectura del lector, ironía que busca irreprimiblemente su expresión máxima, prolongando en texto la interpretación leída, donde surge de nuevo el estilo; por eso podíamos decir que es preciso filosofaral leer filosofía, incluso podemos afirmar que la lectura filosófica exige prolongarse en escritura;  

a tal vaivén o danza del estilo y la ironía llamamos: diálogo.

Hemos utilizado la expresión “llamamos” para introducir los tres términos fundamentales de la experiencia filosófica (estilo, ironía, diálogo) a fin de subrayar la voluntariedad estilística de tal experiencia y suscitar de inmediato en el lector el deseo de autoafirmarse irónicamente renovando o reexpresando lo ya dicho, aunque sea con las mismas palabras, tanto da.

La filosofía se propaga por el quebrado camino que lleva del escritor al lector, quien de inmediato se transforma a su vez en escritor, unidos por la misma voluntad expresiva que se opone a ser constreñida y limitada por los discursos vigentes, buscando lo total, lo pleno, tras la división laboral impuesta (división del trabajo en su acepción más amplia, incluyendo todo lo que somete al hombre a la consecución de un fin superior a él mismo, todo lo que pone una meta, política, religiosa, artística, etc...).

El texto filosófico aparece así como un campo de fuerzas, un núcleo energético en el que los distintos discursos de la realidad se entrecruzan, se cuestionan y se desmienten.

La voluntad expresiva que busca el momento más alto y no se compadece con ninguna parcialidad es quien produce el texto y sólo ella, del mismo modo, puede interpretarlo. Leer un texto de filosofía es liberar las fuerzas que contiene, desarrollarlas hasta su punto máximo, empujarlas hasta el punto mismo en que el sentido de las palabras explota en un movimiento liberador de ironía demoledora, que barre la maleza de sistematismos clausos y moralizantes y abre el espacio en blanco donde la voluntad puede afirmarse de nuevo como estilo. 
[...]

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Quien lee filosofía, se arriesga a filosofar; no recibe enseñanza, pero se le invita a una experiencia, de la que saldrá más vacío, más ligero... o en la que se perderá: es lo mismo, pues, a fin de cuentas y como en el amor, el espanto o la risa, quien se entrega a la filosofía es porque ya no puede hacer otra cosa.

Filosofar es quemar las naves, perderse, lanzarse a la búsqueda del silencio por medio de las palabras, fundarse en la nada, entregarse al azar: es elegir el texto sin pretexto, la escritura injustificable, que no admite retraso en la incorporación del lector al texto, como letra entre las letras.

Leer filosofía es elegir el riesgo de renunciar a hacerse el muerto. Pues el texto filosófico es: pie de partida; en él sólo puede leerse la orden de marcha, irónica voz de milagro: 


levántate
 - nadie lo hará por ti -
 y anda.
 "




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4 comentarios:

  1. Qué interesante texto!!! y además el matiz que le das con el título le da una nueva dimensión... gracias por todo Post Dos, ignoraba que Savater escribiese tan bien, estos párrafos están maravillosa y envidiablemente redactados. Más info sobre el "Savater bueno" es bienvenida. Felices phiestas para usté también!!!

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  2. Guau! Si al texto de Savater le añadimos mi título y tu impecable edición artística con esos alucinantes gifts... pues sí, ya tenemos una auténtica requeteobra de requetearte XDD

    Sobre el texto de Savater... también dicen que Hegel ha escrito los párrafos más anonadantes de la filosofía, pero que para encontrar alguno de ellos tienes que leerte unos cuantos cientos de párrafos auténticamente infumables. Todo está lleno de paradojas, supongo.

    Sobre la mutación también encontré otras cosas interesantes, pero no las tengo claras. Por ejemplo esto que dice Franco Berardi actualizando un poco el asunto:

    “La patología que predominará en los tiempos que vienen no nacerá de la represión sino de la pulsión de expresar, de la obligación expresiva generalizada.

    El régimen infocrático del semiocapital funda su poder en la sobrecarga, en la aceleración de los flujos semióticos, y hace proliferar las fuentes de información hasta alcanzar el rumor blanco de lo indistinguible, de lo irrelevante y de lo indescifrable.

    La hiperstimulación de la atención reduce la capacidad de interpretación secuencial crítica y el tiempo disponible para la elaboración emocional del otro, del cuerpo y del discurso del otro, que trata de ser comprendido sin lograrlo.

    Pero las tecnologías de la mente no son propiedad común de todos los seres humanos, sino propiedad privada de unos pocos grupos económicos mundiales extremadamente poderosos, y habría que desligar dominio y mutación. El dominio debe ser erosionado y eludido, mientras que la mutación debe ser recibida y elaborada.

    Sin embargo el aspecto más misterioso e inquietante es la mutación que afecta a la esfera de la emoción. La emoción y la palabra tienden a escindirse en esa situación.

    El deseo crece en una esfera cada vez más separada de la verbalización y de la elaboración consciente y comunicable.

    Las emociones sin palabra alimentan la psicopatía y la violencia. No se comunica, no se dice, no se pone bajo una mirada compartida. Se arremete, se estalla.

    Las palabras sin emoción alimentan una sociabilidad cada vez más pobre, reducida a la lógica del dar y el tener”.


    PD: yo también querría dejar mi top ten musical :-) pero como queda poco sitio pues aporto mi top one, que aunque sea del año pasado... el tal Zeed creo que ha conseguido traspasar la tendencia mutante hight techno al mainstream musical. Todo un ejemplo de mutación, supongo. ¡flzñnvo!

    http://youtu.be/3VH_TqowyXY

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  3. En esa línea, David Saavedra (perdiendomiejem.blogspot.com) ha elegido como EP del año el de Azelaia Banks que va mucho por tu terreno.
    http://www.youtube.com/watch?v=i3Jv9fNPjgk

    hay sitio para un top 10 y hasta para un top 100

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  4. Siempre es interesante conocer las tendencias, pero mi oído se resiste a las canciones con letra. Al menos a letras que no acaben en loops cacofónicos o algo así. Creo que son demasiado reivindicativas, existencialistas y esas cosas... aunque tal vez sigan siendo necesarias, no sé.

    Sobre lo del top 10 gracias por la oferta, pero no creo tener el nivel de conocimientos musicales que se manejan en el blog como para no "desafinar".

    PD: a lo mejor me animo a un top 10 de autores futorólogos o de tendencias políticas a cien años vista... que también me interesa bastante :-)

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