El topos de lo común
según
según
Los no lugares: Espacios de
anonimato. Una antropología de la sobremodernidad.
Marc Augè.
1992
) ) ) un post Ilustrado por Frank Van Der Salm vs.
Cartier Bresson ( ( (
El tipo de debates que acostumbramos a mantener por aquí puede parecer frívolo, autoindulgente o fruto de la ociosidad, pero los asuntos que planteamos son a menudo graves, pues en nuestra manos está el convertir esas ideas en actos, mediante nuestros gestos. Una gravedad especialmente comprometedora en el caso de los urbanistas y arquitectos, que se encuentran (¿nos encontramos?) atrapados en la incómoda situación de recibir únicamente discursos que hablan de incertidumbre, decadencia y ataraxia, y pese a ello tener que seguir diseñando el mundo, dando cobijo a una sociedad que concibe toda certeza como una coacción inaceptable. La relación entre la articulación de las comunidades y la forma territorial en la que tiene lugar es un diálogo de ida y vuelta, pues el animal urbano es no sólo efecto de un medio, sino también productor del mismo. En libertad.
Las determinaciones de lo
común son impensables sin el papel del topos físico en el que se
realizan: la forma de la habitación es un fenomenal dispositivo de
reparto de lo público y lo privado, lo histórico y lo extemporáneo,
lo local y lo global, lo latente y lo presente: los filósofos a
menudo hablan de la realidad como si ésta fuese resultado de una
suerte de maldición cósmica, pero los urbanistas sabemos que el
Bloom es resultado, entre otras cosas, del
régimen de coacciones derivado de las ciudades que habita: una
manera eficaz de mediar en la subjetividad del Bloom consiste por
tanto en el diseño de las ciudades, una competencia que en los
tiempos que corren supone un desafío extenuante. Mientras nosotros
hablamos, otros están diseñando ciudades, y cada adoquín, caya
escaparate, ventana o cubierta, tienen más impacto sobre la
evolución de la sociedad que todos los discursos que podamos
desplegar. Y al hilo de los asuntos sobre los que estamos especulando
últimamente, traigo a colación el problema del diseño del topos
de lo común como función de las expectativas que podamos
plantear a ese respecto, y en particular sobre el concepto más
recurrente al hablar del hábitat del hombre masa contemporáneo: el
no lugar.
Social, asocial
Una de las prácticas más
recurrentes en la floresta de discursos mediáticos de las dos
últimas décadas consistía en la invención de conceptos que
pretendían capturar e identificar determinados fenómenos emergentes
que excedían las categorías existentes siendo merecedores de una
palabra propia. Ejemplos de aquella fiebre por llevar al diccionario
los pintoresquismos sociales fueron términos tan celebrados como
“mileurismo”, “metrosexualidad”,
“conspiranoia”, “telebasura”, “choni”,
“ni-ni” o “geek”: estos ejemplos pertenecen al
rango de las palabras propuestas desde la autocombustible prensa
filo-trendy (siempre necesitada de exotismos de temporada),
pero más perversos y pícaros resultan los conceptos construidos
colectivamente en los foros de internet, del tipo
“powerpointista”, “nuncafollismo”, “owned”,
“porqueyolovalguismo”, “feminazi”, o“pepitos
y visilleras” (y su efectuación empepitamiento),
encantadores por su confirmación de que la vitalidad e ingenio del
habla popular siguen intactas y deslenguadas en la era del silíceo.
También durante estos
años hemos asistido al auge académico de la Sociología como
humanidad cool por excelencia, gracias a la habilidad de las
grandes estrellas de esta disciplina para seducir al personal
mediante el neonato arquetipo del sociólogo babyboomer pero todavía
en la onda, que analiza en neolengua la sociedad multimedial,
viaja por todo el mundo, es “multidisciplinar” y, en fin, se ha
instituido como el único y legítimo antropólogo que sienta
cátedra en la era de la globalización. Un éxito que se debe
entre otras cosas a la eficiencia con la que también ellos inventan
sus nuevas palabras, fascinantes y eufónicas creaciones semánticas
que suenan a moderno, tecnológico y metropolitano. “Telepolis”,
“glocal”, “transmedial” o “gentrificación”
son algunas de las palabras de mayor pegada en la farándula de la
sociología académica y sus nutridos alrededores.
Sin embargo, IMHO el
término más característico de la literatura del ramo de los
últimos años opera de un modo más silencioso y discreto, pues se
trata de una palabra que no es nueva en su significante pero sí en
su significado: “social”, cuyo uso es suficientemente
errático, ambiguo y tramposo como para que le dediquemos un post
próximamente, asombrados ante el uso tecnocrático de un término
que lo mismo sirve para designar la “obra Social de la Caixa”
que movimientos por una “democracia Social” que la dotan
de un sentido a menudo indigno de la historia de la sociología. Un
uso muy mezquino que habrá que estudiar en otra ocasión, pero nos
quedamos por ahora con el hecho de que los arquitectos han caído
de nuevo en una trampa de los sociólogos, proliferando cada vez
con más fuerza ese meme IMHO muy problemático que es la
“arquitectura social” como un nicho dentro
de lo urbano (lo cual es gravísimo pese a lo bienintencionado de
sus abanderados, que deberían buscar otra palabra para referenciar
su deontología y no tratar lo social como un parte extra partes
que no es). Pero en este post quiero comentar otro palabro reciente
que alcanzó gran repercusión en la academia arquitectónica, a la
que llegó desde su Ama la sociología pese a haber sido concebido
por un etnólogo: aquello del “no lugar”, un concepto
cuya definición requiere, como veremos, una exquisita concreción
del significado contemporáneo de “lo social” como efecto
de identidad.
Denotación,
connotación
Acuñado por el francés Marc Augè en un libro del mismo nombre, la figura del “no lugar” buscaba definir un nuevo tipo de espacialidades urbanas (y más específicamente, metropolitanas) que, pese a estar ya latentes en lecturas anteriores de la ciudad (sobre todo en poéticas más o menos distópicas de realismo sucio), alcanzaba según este autor su paroxismo durante la globalización post-soviética y el auge de la megalópolis telemática y meta-local. Tal y como ha reconocido Augè con insistencia, no entraba en sus planes que su texto fuese leído con tanta atención como se le dedicó en su día (durante años, casi toda la literatura urbanística de vocación especulativa incluía el “No lugar” en su trama argumental: revisen al respecto cualquier número de Quaderns entre el 180 y el 210 más o menos) ni que la palabra en cuestión obtuviese tan inesperado éxito, pues él mismo es consciente de que se trata de un concepto metodológicamente muy discutible, que parte de una perspectiva epistemológica no ya sólo universalizante, sino también y más gravemente totalitaria, y sabedor de que la palabrita en cuestión no aguanta un análisis lógico de nivel medio bajo: casi disculpándose por haber hecho fortuna a costa de un concepto tan inconsistente (lo cual le honra, pues se trata de un gesto poco habitual entre otros trendsetters), Augè parece ignorar que una invención instrumental como el “no lugar” es en realidad un ejemplo de lo que la sociología y las antropologías del presente siempre han sido y siempre serán: el descubrimiento de hábitos y la construcción de normas como procesos simultáneos y codependientes, pues en su inmanencia se dan de un solo paso, en un único movimiento: inventar un Nombre es fabricar una identidad con su correspondiente atribución de valor, y de ahí que las hermenéuticas de la “Neolengua” sean tan necesarias como instrumentos de resistencia a esa gran máquina de cribado de lo real que es la sociología “científica”. Inventar un concepto es inventar una norma, siempre y necesariamente (designar es poner en valor), pero de manera mucho más estridente si cabe en el caso del escandaloso “No lugar”.
Vuelvo a las neopalabras
del principio: metrosexual, ni-ni, telebasura…
Todas ellas se articulan siguiendo una estrategia inconsciente pero
muy astuta: la sustantivación de un conjunto de propiedades que
concurren habitualmente juntas, y su “entificación”
como un concepto identitario que excede la función connotativa hasta
suplantar la denotativa. Esto que digo puedo parecer casi
conspiranóico, pero no hay más que analizar su uso popular para
atestiguar que “ni-ni” por ejemplo no se usa como adjetivo sino
como sustantivo, y ni siquiera subsidariamente a una taxonomía sino
como esencia plena y autónoma: un ni-ni es
un ni-ni, y esa circunstancia
deviene la esencia que determina las condiciones
de su inscripción en lo social. La creación
de conceptos es por ello especialmente delicada en sociología y
urbanística: cegados ante el brillo y rápida proliferación
de este tipo de palabras, los antropólogos olvidan la increíble
potencia del gesto de la sustantivación, que como he
dicho mil veces es la fuente de todos los males de la
hiper-codificación “molar” (por decirlo en deleuziano) y la
demarcación de una función definitoria y por tanto normativa del
individuo en la colectividad, construida además casi siempre
descaradamente en conformidad a una determinada postura moral: una
categoría como “telebasura” no tiene ni pies ni cabeza
para cualquiera mínimamente ilustrado en estudios culturales (pues
no referencia parámetros cualitativos ni formales, sino únicamente
valorativos y morales), y sin embargo no hay día que no aparezca en
las consignas de los más respetados intelectuales orgánicos.
Esa peligrosísima
mixtificación entre lo denotativo y lo connotativo
(recordemos que Baudrillard despreciaba la denotación como
concepto tan mítico como el de valor de uso) es especialmente
delicada cuando hablamos de planificación urbana: si algo pueden
aprender los filósofos de los arquitectos, es la gravedad con la que
las palabras y las ideas se incorporan en la inmanencia, la potencia
de los discursos cuando son efectuados (previa legitimación como
ciencia) sobre dominios tan comprometidos como nuestras casas,
nuestras calles. Intuyo que es imposible ser auténticamente
materialista en arquitectura: el arquitecto, cuando fabrica
realidad, trabaja no con virtualidades (como algunos quisieran)
sino con ideas puras, aunque este es de nuevo un asunto a debatir en
otro momento. La ideación del No Lugar, su individuación y
especificación, responde en mi opinión a una cosmovisión recibida
desde el humanismo más obsoleto y arcaico, que desde Heidegger (o
más bien por las malas lecturas de su obra por parte de los
existencialistas) se ha utilizado en arquitectura para naturalizar y
autentificar la visión antropocéntrica del cosmos y leer el mundo
desde un paradigma mecanicista y tecnocrático, ahora travestido en
esa tendencia de los “ecosistemas urbanos” y su metafísica
pragmática de base. La inquietud por el “no lugar”,
en cuanto cruce de lo incondicionado, lo indeterminado y lo no
humanizado, puede leerse como el pánico que los “pastores de
hombres” sienten hacia lo salvaje, máxime cuando eso “salvaje”
florece en creaciones antropogénicas. La trampa de Augè para
argumentar su concepto es muy sencilla: en su ensayo, el no-lugar no
refiere a espacios “No humanizados” sino “deshumanizados”,
es decir espacios definidos por sus carencias humanísticas,
por su déficit respecto a un determinado canon dogmático de cómo
se organiza, materializa y simboliza “lo social”.
Naturaleza, historia
No lugares serían
según este autor contextos urbanos definidos por la
transitoriedad e indiferenciación de sus ocupantes, la “no
localidad” (que en su interpretación no equivale a
universalidad, sino a una especie de limbo espaciotemporal
donde prima el presente continuo y la no contextualidad de los signos
físicos), y las relaciones interpersonales reducidas al consumo :
los ejemplos más recurrentes serían aeropuertos, estadios, centros
comerciales, estaciones de metro, urbanizaciones basura, monumentos
arquitectónicos vacíos de historia... los Templos posmodernos en
los que el hombre-masa maximiza su neutralidad de hábitos y afectos,
olvida los símbolos vinculantes de su pasado, y decae en una suerte
de letargo nihilista. ¿Ecos de Baudrillard? En mi opinión,
todo lo contrario: la nihilización del tiempo y la rendición al
simulacro son aquí concebidas desde la dialéctica oposicional con
el verdadero “lugar” del Hombre antiguo, la polis apolínea
donde los Monumentos son celebraciones de las gestas de lo colectivo,
el abrazo omnipresente de la “historia” da seguridad a
ciudadanos así libres y no desamparados, y el capitalismo no
desborda los valores de la modernidad: lo opuesto al no-lugar como
flux invertebrado que maximiza lo transitivo y lo transitorio.
El orden semiótico que este autor considera como catalizador
de lo relacional es pasmosamente simple, como si la sociedad
vertebrase su identidad en torno a la monumentalización de sus hitos
físicos conforme a una concepción del “intercambio simbólico”
muchísimo más prejuiciosa que la propuesta por Baudrillard. Sin ser
aparentemente un texto nostálgico, sí que lo es por el fondo de la
dialéctica que describe (el tránsito desde la socialización en el
lugar a la del no lugar). Cabe preguntarse por ejemplo
hasta qué punto la globalización (etiología fundamental en su
discurso y eje argumental principal, pues la vocación del concepto
es radicalmente epocal) es imprescindible para la aparición de
fenómenos como este o si, como veremos, el no-lugar puede ser una
instancia urbana no exclusiva a la ciudad contemporánea. O, incluso,
una espacialidad no estrictamente urbana: un invernadero, una mina o
un atolón pueden ser no-lugares, y si Augè no lo considera así es
seguramente porque la condición de “naturaleza” de estos
espacios les otorga su identidad, mientras que en el espacio
antropogénico dicha identidad sólo puede acaecer con la mediación
de la Historia.
Para la determinación
del concepto se sirve de tres parámetros de referencia, lo
identitario, lo histórico y lo social (entendido
como intercambio afectivo y simbólico), de cuyo trenzado pretende
naturalizar las características del “auténtico lugar”
y que, en su falta, propician la consideración de la antítesis “no
lugar”, que como digo vendría a ser el depositorio de las
grandes plagas bíblicas de la posmodernidad: el déficit de
identificación entre el sujeto y su hábitat, la implosión
del tiempo teleológico de la historia y su sustitución no por
el “eterno retorno” sino un “presente constante”
sin acontecimientos y la aceptación de un nuevo “pacto
social” silencioso basado única y exclusivamente en el
consumo anónimo. Creo que se entiende el tipo de figuras que
pueden quedar comprendidas como “no lugares” y la poética
nostálgica a la que cree dar lugar: ciudadanos cosmopolitas perdidos
en catedrales de cemento idénticas en todas las ciudades, donde
nadie conoce a nadie y nadie se preocupa de nadie, y donde la única
actividad posible es la consumición: algo así como un primo hermano
de las heterotopías de Foucault pero privadas del potencial creativo
de aquellas, pues en el “No lugar” se supone que no va a pasar
nada interesante. El concepto ha sido refigurado con mayor o
menor ingenio desde todo tipo de perspectivas, confundiéndose en
ocasiones su significado con otras palabras de moda en la neolengua
urbanística como “espacio basura” o “terrain vague”,
que servirán de argumento tanto a furibundas encíclicas contra los
males de la globalización, como a interpretaciones más tolerantes
que ven en dicho tipo de espacios la oportunidad para
desarrollar estrategias de relación social desconocidas, comunidades
nuevas y afectos adecuados para los tiempos que corren (o no corren).
Evidentemente, Augè no
es tan torpe como para posicionarse respecto a si los no lugares son
potencialmente buenos o necesariamente malos:
esa decisión queda en manos del espectador, habiendo quien los
saluda como saludables dinamizadores de las formas de sociabilidad, y
quien ve en ellos la aterradora distopía capitalista. Pero en
realidad no es esa decisión lo que anima este post: lo que buscamos
es determinar hasta qué punto un “no lugar” es un fenómeno
físico, una categoría objetivos de tipificación de los espacios, o
más bien un pathos, una forma de mirar. Las imágenes contrapuestas
que ilustran este post apuntan en esa dirección: el lugar
(Cartier Bresson) y el no lugar (Van der Salm) se diferencian en
ellas por la posición del objetivo del fotógrafo, más que por la
tipología de los espacios que retratan. El no lugar es resultado
no de una geografía, sino de una mirada.
En la charla que adjunto
con el post, Augè termina haciendo equivalentes el “mundo
turístico” con los “no lugares”, a los que la civilización
llegaría por un proceso vagamente dialéctico determinado por la
sustitución más o menos fenomenológica de cuatro nociones:
1. itinerario por red,
2.
historia por presente (e
ideología del presente),
3.
símbolo por singularidad,
4.
experiencia por consumo,
siendo las palabras en azul las que definen el lugar y las rojas al no lugar. No hay que hacer hermenéutica para advertir el criterio que utiliza para definir ese “cambio” no tiene ninguna congruencia lógica ni lingüística, pues contrapone términos que no pertenecen a una misma serie conceptual y por tanto no manejables en dialéctica, mezclando tocinos con velocidades:
1. un itinerario (tipo de
recorrido) puede atravesar una red (tipo de recorrible),
2. la historia se efectúa
en el presente (su relación es de causación o promoción continua,
no de sucesión discreta: la “historia” de Augè es en realidad
su monumentalización, es decir, la conmemoración como
génesis de la comunidad),
3. un símbolo debe por
fuerza ser una singularidad si su referente es un ente único*,
4. y experiencia
refiere al campo del conocimiento, mientras consumo al de la
acción (ambas pueden darse simultáneamente).
Las chapuzas en la
definición “científica” del no-lugar son constantes, y por
ejemplo donde he puesto el asterisco, él mismo tira piedras contra
su propio tejado pues no sé cómo demonios puede discriminar
singularidad de localidad al respecto de un edificio. Si ni el
propio Augè consigue clarificar sin contrasentidos el significado
del “No lugar” para que sea aceptable en analíticas lógicas y
científicas (como afirman ser la urbanística y la sociológica),
queda entonces como una palabra estrictamente “poética”
que, efectivamente, consigue definir un tipo de atmósfera. Y esa es
la conclusión más interesante que podemos sacar de la intuición de
Augè: no hay ni habrá tal cosa como un “no lugar”, pues no
se trata de un tipo filológico de espacios, sino una forma
relacional de ocuparlos y experimentarlos.
No antropología
Utilizo la palabra “atmósfera” porque esa “forma de ocuparlos”, conforme a los parámetros que maneja Augè, no se reduce a la realización material del acontecimiento sino también a la actitud que lo acompaña: el “no lugar” es ante todo un pathos, la descripción de cómo Augè vive ciertos lugares, cómo se siente él allí y cómo cree que se sienten los demás, que por otro lado es lo único que hacen la mayoría de los sociólogos por más que luego quieran legitimarse como “ciencia”: descontar la experiencia ajena. El No lugar figura la experiencia de una determinada enajenación de lo social, lo cual hace que deban ser manejado con muchísima prudencia y moderación de los discursos en torno al urbanismo: No Lugar es una forma descarada de injerencia de la ideología en el urbanismo, hecho que queda confirmado por la proliferación de concursos de arquitectura en los que la implantación de algunos proyectos es abordada apelando a la condición de “no lugar” (sobre el que construyen una peligrosísima retórica del “espacio de oportunidad” radicalmente irrespetuosa con lo lugareño real), proyectos que luego inciden en estrategias de “humanización del espacio” que sólo con los años sabremos si no se convierten, como insinuaba el amigo post dos, en los monumentos a la nostalgia con los que el AACCH recordará la ensoñación de una comunidad humana desvanecida (¿o nunca realizada?).
Pese a lo desastroso que
resulta como concepto descriptivo de fenómenos físicos urbanos,
la gracia del invento “no lugar” es que, como digo, funciona
magníficamente para expresar la experiencia cognitiva del
desarraigo, que de ninguna manera puede universalizarse en
relación a un ámbito espacial: el desarraigo es una forma de
relación entre un sujeto de experiencia y la dinámica de su vida en
el espacio, un compromiso de su territorialidad. Y es que en la
literatura de Augè donde dice “lugar”
debería decir territorio,
y su antítesis sería entonces desterritorialidad.
Y un “lugar”, punto de fuga de muchos territorios, es entonces
personal e individual. ¡Que nadie busque un “no lugar” fuera de
sí mismo! ¿O no? ¿Puede darse la desterritorialidad simultánea a
toda una comunidad? Probablemente no, al menos no respecto a los
espacios de los que ella misma se provee, que ella misma se
construye. Y aquí vuelvo al debate sobre al significado de “lo
social” que pedía al principio del post: el desarraigo del no
lugar como espacio colectivo, no sería el monumento a la
desterritorialidad social que cree ver Augè, sino la indiferencia
hacia los valores de historia, identidad y localidad que él
propone para “lo común” y su topos, su lugar. La
transfiguración que Augè detecta en la polis
es en realidad un sobresalto a su política:
el habitante del no lugar es el sujeto apolítico, al
menos desde la concepción socialdemócrata de este autor, y las
condiciones qué el considera indispensables para el ejercicio de una
comunidad.
No hay síntesis posible
entre lugar y no lugar pues se trata de una antítesis ficticia, que
distribuye en dos términos opuestos un campo que en realidad forma
una topografía de la experiencia, como es la territorialidad. Es el
topos de lo común lo que deberíamos debatir en una era de
plurarismo de afectos, para los que ya no sirve la nostálgica idea
heredada del “lugar”. La colectividad que habita el no lugar no
ha desmaterializado sus afectos comunes, ni siquiera los ha
desubicado: los ha actualizado conforme a la lógica de la
polis en la era de la deslocalización trasnacional de la
cadena de producción y consumo: un fenómeno que no afecta sólo a
aeropuertos y supermercados, sino también a nuestras plazas,
nuestras habitaciones y nuestros anfiteatros. Sólo los poetas pueden
aclarar si el no mundo de los no
lugares es el síntoma de la decadencia de la
ciudad humanística, o la latencia de la comunidad que ha de
articular el próximo parque no humano. No simplifiquemos la
potencia del AACCH para establecer lazos afectivos con el mundo, para
inventar formas imposibles e inauditas de comunidad, de arraigo:
no hay debate posible, ni marcha atrás, no cabe la nostalgia por un
“lugar” ya inviable para una no sociedad que ya no los
demanda. El no lugar es el no mundo de nuestra no
comunidad para la que quizás necesitemos una no antropología.
ResponderEliminarMuy bonitos los gifs!
Si como dicen, la ciencia nace de la filosofía, no me extraña que la quiten de los planes de estudio de colegios e institutos, porque la ciencia se ha demostrado a sí misma como otro puro mito. “El más hermoso mito” eso sí, según dice Antonio Escohotado.
Pero no sólo el antiguo humano es un animal de costumbres, también lo es el moderno y el postmoderno -como bien nos ilustras-. De modo que yo estoy muy de acuerdo con Baudrillard en que sólo la catástrofe puede hacerle dar un vuelco a este sistema, que ha aprendido cómo mantener el “status quo” aunque se autodestruya lentamente y sin que se note demasiado -como suelen ilustrar en los vídeos esos de la rana que no salta del recipiente de agua calentándose, hasta que ya no puede saltar y termina cociéndose-.
Sin embargo, hasta que eso ocurra -como “ocurrió” lo de Hirosima, terminando con una era igualmente insoportable de tiranía y desigualdad-, las alternativas del humano IMHO dejarán de ser predominantemente científicas y tecnológicas, para pasar a ser exclusivamente éticas y políticas, porque una nueva especie ingobernable va a sabotear constantemente -consciente e inconscientemente- a un sistema que no atiende a razones. Un sistema altamente axfisiante para un AACCH, pero paradójicamente estimulante para un nuevo tipo de humano aún por sustantivizar.
La nueva filosofía del Bloom sólo puede aprovisionar a una nueva generación, ya no de razones, sino de los delirios -más que razonables, inteligibles- para terminar de una vez por todas con los antiguos delirios -eufemísticamente envueltos en razones- del AACCH.
La nueva filosofía sólo puede tener como objetivo hacer disfrutable la descomposición del AACCH y poder hacer así posible una mutación de la especie. Tal y como sucediera en la antigua Grecia con sus antiguos mitos.
Por eso la filosofía ya no puede ser dialéctica ni analítica. Sólo puede ser algo parecido a la metafísica -pero sin su falsa ingenuidad transcendente, que ya no tiene sentido-, es decir que sólo puede ser patafísica -como bien ejemplifica en sus escritos Baudrillard, quien renegó en cuanto pudo de la filosofía, de la ciencia, de la academia y de la sociología- (algo parecido a lo que también le ocurrió a Deleuze -salvando las distancias-... pero que de la misma manera que Sócrates, han logrado corromper a la juventud -por activa o por pasiva-).
PD: Ando buscando una “sustantivación filo-trendy” para este nuevo humanoide surgido del Bloom, pero no la encuentro. Si alguien sabe algo o tiene alguna idea al respecto, que lo manifieste en este blog. Gracias :-)
PD2: Por si alguien no conoce la parábola de la rana:
ResponderEliminarhttp://youtu.be/K0R8hwemod8
Que loco que te describas a la perfección: "hemos asistido al auge académico de la Sociología como humanidad cool por excelencia, gracias a la habilidad de las grandes estrellas de esta disciplina para seducir al personal mediante el neonato arquetipo del sociólogo babyboomer pero todavía en la onda, que analiza en neolengua la sociedad multimedial, viaja por todo el mundo, es “multidisciplinar” y, en fin, se ha instituido como el único y legítimo antropólogo que sienta cátedra en la era de la globalización. Un éxito que se debe entre otras cosas a la eficiencia con la que también ellos inventan sus nuevas palabras, fascinantes y eufónicas creaciones semánticas que suenan a moderno, tecnológico y metropolitano. “Telepolis”, “glocal”, “transmedial” o “gentrificación” son algunas de las palabras de mayor pegada en la farándula de la sociología académica y sus nutridos alrededores".
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