viernes, 1 de marzo de 2013

Estética política #5: Los buenos y los malos



Contra-desambiguación de la antítesis entre
los Hijos de Puta y los Santos Inocentes

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El reciente auge industrial de las series televisivas anglosajonas, repentina y unánimemente reivindicadas por la crítica como “productos culturales de calidad” (sic), ha logrado inyectar en la sensibilidad de las masas ciertas ideas que tenían ya un largo recorrido en circuitos más minoritarios. Simplificando mucho, podemos sintetizar que la nueva épica pop del siglo XXI tiene como principio estético el cuestionamiento de las determinaciones de la identidad personal, especialmente cuando implican síntesis disyuntivas de términos binarios opuestos: difuminar la estanqueidad entre lo femenino y lo masculino, lo público y lo íntimo, lo local y lo global, o lo personal y lo social. Los grandes seriales de qualitè en la estela de “Los Soprano”, “The Wire”, “Homeland” o “Lost” encuentran su innegable impacto en la exhibición de las inquietantes paradojas éticas de las identidades de sus protagonistas, cuya subjetividades exceden las expectativas que el mundo ha depositado en ellos, y que atrapan al espectador por la expectativa de una desambiguación catártica que nunca llega, porque nunca podrá llegar. Pero la dupla de términos más severamente puesta entre paréntesis en la Aventura contemporánea es, sin lugar a dudas, la del rancio reparto entre “los buenos” y “los malos”, explícita de la situación de incerteza moral de los imaginarios colectivos de la era Bloom. Como siempre en las figuraciones poéticas, el contenido dramático de la ficción propia de cada cultura es simétrico al pathos de la audiencia a la que van dirigida, y de la siempre angustiosa no-ficción que habitan en su “realidad”. Nuestra civilización está inmersa en un proceso de superación dialéctica de su secular maniqueísmo.



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Hasta antes de ayer, toda narración popular se construía en conformidad con el punto de vista del protagonista, que venía presentado como un ser virtuoso y honorable cuyo periplo pasaba por la resolución de su encuentro con el Mal puro. Héroes versus villanos, esa era la lógica de los folletines, comics, telenovelas y grandes superproducciones, basadas en el paradigma Superman: un superser de ética prístina y corazón puro, abnegado en su enfrentamiento insobornable con la injusticia, la perversidad y el Mal, como consecuencia natural del dogma religioso (y en gran medida, también filosófico) que discriminaba a las personas entre las que “van al cielo” y las que “van al infierno”. El espectador participaba de ese posicionamiento moral dando por buena la creencia de que se trataba de una Verdad objetiva narrada desde un punto de vista impropio (narrador omnisciente como exterioridad universalizante), y el cambio de paradigma tendrá lugar precisamente cuando las historias empiezan a ser contadas desde un punto de vista propio (el propio del protagonista, interioridad local): ahí empezará la mixtificación moral de la épica contemporánea, que al arquetipo unidimensional y monocromo de Superman le contrapone el mucho más ambiguo y matizado de Batman.


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Paradójicamente, lo que diferencia a Clark Kent de Bruce Wayne es que el primero no tiene una verdadera subjetividad, y por ello puede ser presentado como encarnación de una Verdad impersonal, universal e impropia. Batman en cambio, en cuanto resultado de una biografía y un trauma, muestra una identidad rica en matices, claroscuros y zonas en sombra, consecuentes con una biografía traumática que impide reducir su comportamiento a una ética simple y meridiana: su heroicidad no es genética ni esencial, no nació héroe sino que actúa como tal a resultas de una serie de motivos históricamente inducidos. Mientras en las aventuras de Superman apenas hay concesiones a los psicologismos o intimidades de su elenco (los buenos son buenos y los malos son malos, sin mayores explicaciones), las de Batman toman su atmósfera sombría de la presentación de las interioridades de sus protagonistas, de la inmersión en su magmático universo íntimo y las inevitables aporías ideológicas que lo pueblan: ya no hay posibilidad de universalizar “Lo bueno” y “Lo malo”, pues súbitamente cada agente tiene razones para ser como es. El comportamiento ya no es pensado como resultado de una esencia, sino de una experiencia; no de determinaciones genéticas, sino del bagaje vivencial. El Mal es concebido ahora como resultante del Trauma, y toda existencia humana se da como sucesión catastrófica de pequeños y grandes acontecimientos traumáticos: un niño asiste al asesinato de sus padres, y decide subsidiariamente enfundarse un disfraz de murciélago para impartir ¿justicia?. Simétrica a esta lógica es la dinámica que propicia la aparición de la némesis, el Supervillano. La disparidad entre ambos polos éticos es un mero matiz, y sólo muy tímidamente la apuesta de uno y otro por “el bien” o “el mal” es resultado de una decisión libre, consciente y voluntaria. La teleología de la que resulta cada actitud ética es también su etiología, lo cual en cierta manera exculpa al agente del acto maléfico, pues a éste se llega como fatalidad, consecuencia inevitable de procesos objetivos anteriores a su capacidad de decidir. La expresión “hijo de puta” es en ese sentido muy afortunada y sagaz, pues remite la abyección de alguien a una causa histórica (su actitud se deriva de su condición de hijo de, no a una esencia).

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Toda narración contemporánea “adulta” a día de hoy incide en esa indiscernibilidad del bien y el mal, y el espectador piensa intuitivamente que se insulta a su inteligencia cuando un héroe le es presentado como excesivamente heroico. Clásicos posmodernos como “Seven”, “American Beauty”, “Trainspotting”, “Pozos de ambición”, “X Men” o las ya añejas “Apocalypse Now”, “El padrino” o “Taxi Driver” ofrecían complejas tramas morales que invitaban a reflexionar hasta qué punto las decisiones de los protagonistas eran honorables o abyectas, mediante perspectivas narrativas que acostumbran a presentar al héroe como simétrico y equiparable a su villano (de hecho, su dialéctica es la misma que la del amo y el esclavo, cuyo ser se construye por complementariedad recíproca). El arquetípico superhéroe de la americanada de toda la vida (desde John Wayne a Rambo) ha quedado obsoleto ante la irrupción de los matices psico-lógicos, y el Superhombre de las aventuras ya sólo puede ser presentado o bien cínicamente o bien como autoparodia: es el caso del John Maclane de “La jungla de cristal” o Stack en “Iron Man”, justicieros socarrones a cuyas andanzas el espectador asiste a sabiendas de que su moral es una pantomima. El cambio de paradigma y su impacto sobre la psicología de masas son incalculables: no se trata simplemente de renunciar a héroes y villanos, sino más gravemente a la identificación del Bien y el Mal, cuya frontera se desvanece a manos del escalpelo del cuento moral contemporáneo y la historicidad real que ilustra.
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Los políticos parecen no haberse dado cuenta de que esta subversión de la perspectiva clásica desactiva muchas de las estrategias a las que recurren para seducir al votante, pues como digo la nueva ambigüedad moral no se circunscribe al dominio de la ficción sino que empapa nuestra percepción de la realidad, haciendo que el ciudadano mínimamente al día sienta vergüenza ajena cada vez que un político quiere malvenderle una increíble condición de cuasi-santidad. Obama se presenta al estilo Superman, como un hombre de esencia pura, noble y sin dobleces, firme en su temperamento ético y de irrenunciable resolución benefactora, y por ello resulta un personaje tan increíble, tan de tebeo a la antigua usanza: acontecimientos como el impeachment de Clinton en relación al affaire Lewinsky sirvió para “humanizar” el imaginario político del imperio, mostrar que sus grandes nombres son también Personas expuestas a la inevitable retahíla de tinieblas, flaquezas y traumas de una biografía que mancilla las esencias divinas. Algo que, por otra parte, en la vieja Europa tenemos interiorizado desde hace siglos, pues al menos en los países latinos las democracias han dado cuenta con generosidad de la ignominia y corruptibilidad de los que aparentemente son “los buenos”: aquí los casos de corrupción no son vividos como excepcionales sino estructurales al sistema, por cuanto ese “Sistema” está compuesto y gobernado por personas y por tanto ya no por supermanes, sino en todo caso por batmans.
Pero la deriva hacia la confusión del bien y el mal es de doble dirección. Decía Nietzsche que la muerte de Dios implicaba que su divinidad quedaba embebida en el mundo y por tanto la realidad pasaba a ser ya celestial, pero simétricamente el desvanecimiento del diablo traía al mundo su imperio infernal: desaparecida la moral, sus polos se deshielan abnegando la realidad en un oleaje a la vez neutro y bipolar. Del mismo modo, la desaparición de “el bien” como espectro moral autónomo hace que en su inmanencia conviva y se yuxtaponga con el espectro de “el mal”: si Obama ya no puede ser estrictamente un ángel, Bin Laden ya no puede ser un demonio, pues al igual que el primero es necesariamente prolijo en matices y bipolaridades, el último es resultado de una lógica y unas razones de ser que permiten explicar su casuística no en función de una “maldad” intrínseca y metafísica, sino de los acontecimientos que han producido una figura como la suya. ¿El Mal, razonado, deja de ser Mal?.

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Vuelvo a Hegel, y a su majestuosa ocurrencia de poner el énfasis de lo real no en los objetos sino en los acontecimientos: los eventos que pueblan el mundo siguen una determinación propia (la dialéctica histórica) a la que los entes sólo pueden plegarse humildemente, pues es el imperio de los sucesos el que produce, modula y pone en movimiento a las identidades. Desde la perspectiva hegeliana, la aparición de una figura como Bin Laden es resultado de un juego de fuerzas a las que concurre en calidad no sólo de agente sino asimismo (y en mayor medida) de paciente, de “persona” que en cuanto resultante de las Causas Mayores que lo atraviesan y constituyen, son los que propician su ser. Alguien como Bin Laden no es la mera explosión de un Mal abstracto y encarnado en un ser que libremente decide optar por ese camino, sino que hasta cierto punto, nunca hubiese podido comportarse de otra manera a como lo hizo. No sé si me explico: lo que digo es que “La maldad” (como la bondad) es consecuencia de un racimo de cuestiones lógicas, y esta postura tiene una importante consecuencia moral. La política y la justicia no han de buscar “culpables” sino “responsabilidades eficientes”; y no con ánimo vengador ni ajusticiante, sino con la intención de impedir que esa “maldad” pueda volver a suceder.
El ejemplo que he puesto es un tanto tramposo, pues Bin Laden es una figura de aura tan tebeística y peliculera que su caso no es especialmente significativo: ha habido una campaña mediática tan descarada por encarnar en él “El Mal” (y así ocultar las causas de su existencia, que en este caso son los evidentes intereses y desequilibrios geoestratégicos) que todos tenemos más o menos claro que Al Qaeda es descaradamente el resultado de procesos de más largo recorrido. Pero pongamos otro ejemplo quizás menos simplón: digamos, Emilio Botín, al que la izquierda populista quiere convertir en el Bin Laden de esa inopinada Al Qaeda que sería la banca en su conjunto. ¿Es Emilio Botín “malo”? Y si lo es, ¿su caso no es consecuencia de una lógica de fuerzas y acontecimientos que se condensan en su aparición? Donde digo Botín, podría nombrar a cualquiera de los demás supervillanos oficiosos que, supongo, son odiados por los lectores de este blog: Bush, Aznar, Soros, Greenspan, Clinton, Rato y demás figurones y figurillas de la élite capitalista. Enunciándolo en una metáfora procaz, la pregunta sería si el hecho de que sean unos hijos de traspone la culpa a lo afurciado de sus madres.

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He llegado hasta aquí para hacer una crítica constructiva de ciertas estrategias de muchos revolucionarios que acostumbran a hablar de “el capitalismo” como si se tratase de un “ellos”, un contubernio en la sombra autoproducido por “malas personas” que son responsables mayores de los desastrosos eventos recientes. En el blog no acostumbro a entrar en el juego inane de criticar a un pobre diablo como Rajoy, cuya nadería política lo convierte en un pelele irrelevante al que no merece la pena siquiera dedicar un par de párrafos: el PP, las trampas de la banca, los ministros iletrados o los empresarios sacamantecas son IMHO más “consecuencia” que causa de nada, pues su existencia y su éxito responden a situaciones históricas de tanta inercia que, de no estar ellos, estarían otros equivalentes. Esa es la dramática enseñanza de la crisis actual: no hay responsabilidades personales (que también, pero eso dará para la siguiente entrega de este post) sino estructurales, es decir, formales, y por tanto, sujetas a determinaciones mucho más severas que las estrictamente “morales”. ¿O no? Gran pregunta: ¿a quién corresponde el ejercicio de lo moral en un universo impersonal y post-humano?
Pero busquemos la viceversa de este embrollo: si ni siquiera George Bush es de suyo “el malo”, ¿son Greenpeace u #Occupy “los buenos”? ¿Cómo pueden serlo, si ni el propio Bruce Wayne tiene un alma impía? La respuesta anula la pregunta: el “más allá del bien y del mal” propuesto por Nietzsche, en su desmantelado de la legitimidad de cualquier analítica “moral” (imposible ya discernir el polo positivo y el negativo en un mundo en el que ambos se entretejen en nuestra misma carne) implica en principio que hacer política pasa por disolver sus competencias en la técnica: la tecnocracia es la forma política propia de la amoralidad nihilista, pues las decisiones se toman desde presupuestos estrictamente “lógicos” que hacen innecesaria la identificación de buenos y malos (todos seríamos únicamente “agentes” abstractos sometidos a las mismas determinaciones impersonales, transpersonales). El problema es que esa Tecnocracia que pretende gobernar el mundo como estricta aritmética de “datos”, necesita para tener lugar la definición de los términos con los que opera, y para ello es imprescindible el recurso a un mínimo suelo moral compartido, por más que este seguramente ya no sea “humano”, al menos en el sentido de un Derecho Humano universal y perpetuo.

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El desafío es relativamente sencillo: se trata no ya de pensar en personas buenas y personas malas (ya no podemos permitirnos semejante candidez) sino acontecimientos buenos y acontecimientos malos. Spinoza dirá que lo bueno es lo que contribuye al desarrollo de las potencias de cada identidad, y Hegel seguramente añadiría que lo bueno es más bien la síntesis que resuelve las fricciones, negando acontecimientos incongruentes (es decir, la tensión resultante de un acontecimiento que es bueno para ti pero malo para mí, se finiquita propiciando un nuevo acontecimiento que sea bueno para ti y para mí, lo cual será malo para un tercero, según una lógica de la antítesis y la síntesis que seguirá desarrollándose hasta el fin de los tiempos). La política no va de buenos y malos porque no va de personas, ni siquiera va de “agentes” en general, sino estrictamente de acontecimientos, y es a ellos a los que hay que domar bajo el signo de una moral. ¿Implica ello matar la libertad vital del individuo, que ha de amoldarse a una lógica mayor que la de sus propios afectos y potencias? ¿O inversamente, con Spinoza, debemos dejar la soberanía en manos de los agentes, para que de ellos se deduzcan los acontecimientos, sean los que sean?
Dejo el post aquí porque llegamos a terrenos delicados en los que me pueden llover collejas por todos lados. El tema da para unas cuantas entradas, y desde luego yo no tengo una respuesta. Sólo puedo sugerir muy vagamente que sí creo en la posibilidad y legitimidad de la moral incluso en tiempos relativistas como estos, y seguramente en ella tengan mucho que ver los placeres. Y tal vez no tanto en el sentido Foucaultiano de construir sistemas morales que coronen y defiendan el placer, sino en la línea cristiana de descubrir el placer implícito en el gesto moral en cuanto tal. Entre otras cosas, porque la presentación de los matices entre Lucifer y Jesucristo en su génesis bíblica es menos maniquea y esencialista de lo que podría parecer: cada uno de ellos tiene su teleología, y su razón de ser. Seguiremos especulando.

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3 comentarios:

  1. Diez caracteres :-)

    PD: IMHO las máquinas tienen la solución. En los juicios se rellenará un test y su veredicto será inapelable para un humano. Ahora bien, los conflictos entre robots escapan a mi imaginación.

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  2. abnegar viene de abnegación= resignación

    anegar= inundar

    PERDONA mi atrevimiento, pero repásalo por si lo entendi mal



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    Respuestas
    1. Supongo que los filósofos más fashion sintetizarían ambas como a(b)negar, que por otra parte es una palabra bonita porque, de algún modo, anegar y abnegar resuenan entre sí, sus significados son composibles. Además a-negar viene a ser algo así (literalmente) como "negación de la negación", lo cual es una expresión muy hegeliana. Me la apunto para mi maletín de palabras densas!!

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