Masterchef y la Autoevaluación
El pasado miércoles se estrenó en TVE el que por lo visto es la última sensación global de ese formato de nuevo cuño que pomposamente han dado en llamar “talent shows”, y que viene a ser la penúltima mutación aberrante del género chico por excelencia de la última década, los mal llamados “realities”. Como cualquier otro español average, en su día consumí compulsivamente las primeras ediciones de Gran Hermano (creo que la última que seguí fue la de Aída Nízar), pero a medida que los concursantes se fueron “profesionalizando” en arquetipos tipificados fui perdiendo el interés por un tipo de shows a los que terminé por perder la pista, a excepción de zapeos puntuales en el muy friki Jersey Shore. No he visto nada de OT, ni La Voz, ni Mira quien baila, pero confieso sin sonrojarme que el reality que me pareció de largo el más divertido (e incluso culturalmente relevante) fue el protagonizado años ha por Paris Hilton y Nicole Ritchie, infinitamente más envenado y bombástico que el subproducto ibérico dedicado en su rebufo a Mario y Olvido.
Expongo estos datos de mi
autobiografía como espectador (todos tenemos una, y bien que
nos define) para dejar claro que lo de “Master
Chef” me pilló entonces con los ojos bastante
desentrenados en estas lides, pues como digo es el primer concurso de
“Talentos” que tanteo, y supongo que por ello la experiencia me
ha resultado tan mesmerizante. Los que, como yo, somos incapaces de
“creernos” nada de esos realities, los que somos incapaces
de sentir ninguna empatía por los personajes ni emoción verdadera
por los contenidos, consumimos este tipo de productos con frialdad
casi entomológica, con la indolencia del zoólogo que analiza los
movimientos en un nido de hormigas o el antropólogo que registra
pintorescas ceremonias de tribus salvajes: por la honestidad
implícita en su vulgaridad asumida, la telebasura es una sustanciosa
experiencia cultural de la que aprender mil sutilezas (y mil
vergüenzas) de nuestro hábitat superestructural. La más desnuda y
cruda realidad de la sociedad contemporánea es legible entre
las líneas de sus hipnosis mediáticas colectivas, una pantalla
reflectante en la que reverberan los ideogramas y relatos en los que
la sociedad se crea y se recrea. La mutualidad lo
que el entre ojo desea y lo que la pantalla le muestra es tan
simétrica que ya no podemos quién habló primero, quién es
el eco de quién: ¿la sociedad es como es a causa de aquello
que recibe desde las pantallas, o el contenido de esas pantallas es
un reflejo imparcial de cómo esa sociedad es? La
indiscernibilidad de las causas y los efectos supongo queda expresada
en ese concepto de los schollars anglosajones que es la
“commodification”, intercambios informativos en
continuo loop de ida y vuelta, dejando a emisor y receptor
sintetizados (o más bien desvanecidos) en la transitividad
hiperveloz del medio.
Evidentemente, la
escatología marxista al respecto (especialmente obtusa sobre esto
fue la Escuela de Frankfurt) propone un vector unidireccional según
el cual “Los medios nos dominan y controlan”,
conforme a esa paternalista consideración de la izquierda zafia de
que la sociedad es un rebaño inofensivo que simplemente se pliega a
una “propaganda capitalista” contra la que no tiene defensa ni
resistencia posibles. Muchos siguen confiando en ese supuesto, y
atribuyen el fracaso de las revoluciones recientes al hecho de que
“tienen a la gente secuestrada con fútbol y telebasura”,
aparatos de captura que nos entramparían desde nuestras bajas
pasiones, embruteciéndonos hasta anular la voz política que en
democracia nos correspondería. Este tipo de hipótesis, además de
necesariamente antidemocráticas, son ya inaceptables por cualquier
pensador mínimamente despierto, al contarse por miles los ejemplos
de casos en los que las mayorías silenciosas han demostrado
el poder de su resistencia a dejar de ser ellas mismas, y en dejarse
avasallar sólo por los tiranos que ellas consienten en aceptar como
tales. Por tétrico que resulte, creo que toda forma de gobierno
es en realidad una democracia, pues incluso las dictaduras son
perpetuables sólo mediante la complicidad necesaria de los que
aceptan en rendirse al vasallaje (que somos todos)… Fenómenos como
la telebasura transcriben por tanto muy literalmente el tipo de
espejismos, tótems y verdades que el pueblo decide aceptar como
dignas de ser ilustradas y difundidas. Para explicar los mecanismos
homológicos, analógicos y paradójicos con que funcionan los
productos culturales “de masas”, el concepto más gracioso me
parece ese “efecto realidad” del que habla Jacques
Ranciere, y que queda explicado a las mil maravillas por ejemplo
en esta conferencia.
“Master
Chef” es por tanto el equivalente en plasma de
cuarenta pulgadas de los folletines, novelillas caballerescas e
historietas populares a las que ha recurrido históricamente la
vulgata para figurar los consensos morales que la realizan, aquí
matizados por lo que, más que una mera particularidad, es el núcleo
del nuevo paradigma: la dramatización de un Juicio. La
fórmula me ha dejado ojiplático: un Tribunal de Sabios (mérito
certificado aquí por esas bulas papales que son las Estrellas
Michelín) valora las aptitudes de una serie de “personajes”
fuertemente icónicos, y puestos en competición bajo una lógica que
supuestamente fomentaría el “juntos somos más fuertes”,
pero que esconde un evidente “sálvese quien pueda”. El
programa no funciona como metáfora, sino como homología de
la situación de la “clase trabajadora” contemporánea:
tal y como explica con brillo y sencillez Syvere Lotringer, el
neoliberalismo resuelve la lucha de clase poniendo a la clase
trabajadora a competir entre sí.
Es algo que todos hemos vivido: entre arquitectos al menos, la competitividad es a mandíbula batiente, y cualquier espíritu de lobby o gremio que pudiese haber habido en el pasado ha sido desactivado haciendo creer a cada colegiado que su vida profesional es un “talent show”, en el que el éxito o el fracaso estuviesen determinados únicamente por las aptitudes de cada cual para desenvolverse en unas reglas de juego dadas.
Es algo que todos hemos vivido: entre arquitectos al menos, la competitividad es a mandíbula batiente, y cualquier espíritu de lobby o gremio que pudiese haber habido en el pasado ha sido desactivado haciendo creer a cada colegiado que su vida profesional es un “talent show”, en el que el éxito o el fracaso estuviesen determinados únicamente por las aptitudes de cada cual para desenvolverse en unas reglas de juego dadas.
La vía más rápida para
desencantarse de la izquierda más pánfila es atestiguar las
intrigas palaciegas de las que también participan los que luego
enloquecen por estar en primera línea en la manifa: a poco
que uno haya tanteado en mundillo pancartista, enseguida advertirá
que incluso en los concilios de las militancias más furibundas se
cuecen las mismas luchas dinásticas y fratricidas que en cualquier
Consejo de Administración neocon. Es más, si me apuran, incluso la
guerrilla de blogs dista mucho de ser una red solidaria de iguales, y
quizás estamos todos enfrascados en una impronunciable pugna por ser
el top en nuestros respectivos dominios. La moral olímpica de
“los que molan” y “los que no molan” empapa
todos los registros de nuestra sociedad con tal diafanidad que hemos
olvidado que en otros tiempos menos individualistas hubiese sido
impensable, por ejemplo, que cada cabeza pensante tuviese su blog…
Pero en el caso de la blogosfera (que, en lo que a mí respecta, es
un entrañable y fraternal enjambre de puntos de vista demasiado
exóticos como para decantar en un único proyecto) la competitividad
es infinitamente menos violenta que el mundo laboral real,
especialmente en unos tiempos de paro exasperante en los que, no
habiendo silla para todos, los comensales han de andar a codazos
entre sí para no quedar excluidos del reparto de viandas. La
tensión asfixiante y silenciosa en las oficinas en las que
sobrevuela el espectro del ERE, la curiosidad temerosa por los papers
ajenos entre los aspirantes a entrar en el Departamento, la
angustia comparativa entre los candidatos que coinciden en una
entrevista de trabajo… son fenómenos absolutamente característicos
de una sociedad que, en tiempos de carencias, ha decidido convertirse
en un Juego de Tronos, y que conjura explícitamente sus
demonios en productos como este “Master
Chef”, artefacto político para los tiempos en que
la lucha vertical inter-clases ha mutado en la lucha horizontal (y
fratricida) intra-clase.
Para dar color a un juego
metafórico tan prosaico, la lógica de la confrontación
queda enmascarada por una retahíla de tópicos sentimentales
extraídos de las más cotrosas columnas de psicología de la prensa
generalista: cada concursante asegura estar allí para “convertir
sus sueños en realidad”, “demostrar de lo que son
capaces”, “superar un nuevo reto” o incluso
“reconducir mi vida hacia lo que siempre había querido”.
En ese sentido, el carácter grand guiñolesco del elenco requiere
que todos sean muy diferentes entre sí para resultar inmediatamente
identificables a golpe de real time (la maruja graciosa,
la adolescente romántica, el joven aplicado, el señor
bonachón…) puesto que, evidentemente, la sustancia moral del
show es ante todo la puesta en marcha de una serie de
“personalidades”, en un sentido de la
teatralidad decididamente más catártico (aristotélico) que
anticlimático (brechtiano). ¿Un concurso de cocina? Los ilusos que
como yo esperasen aprender alguna nueva receta habrán advertido que
el recurso a los fogones no es más que anecdótico y secundario,
pues la “chicha” del programa está como digo en la comparecencia
psicologista de una serie de arquetipos identitarios muy primitivos,
dignificados todos ellos por la animosidad, arrojo y entrega con
que compiten por ser elegidos el “masterchef del año”,
pero que en nada cambiaría si la lidia en lugar de culinaria fuese
de cualquier otra índole. Ya que su épica pasa inevitablemente por
la ambición y resolución con la que participan del juego
eliminatorio, la cumbre intensiva no puede ser otra que el momento
Tribunal, indudable climax del show, en el que, dispuestos en
fila india los cabizbajos concursantes son sometidos al veredicto
despiadado del Tribunal omnipotente que, encarnando las más
retorcidas voluntades del espectador, juega con ellos al gato y al
ratón, para deleite de una audiencia soberana que por lo visto sólo
se complace si hay carnaza lacrimógena (algo que no logro entender:
¿por qué el espectador disfruta tanto viendo a gente llorar en
televisión?).
A este respecto, el juego
tiene mucha gracia: las diferentes pruebas son excusas para que
vayamos conociendo los matices del comportamiento de cada aspirante,
de tal modo que llegamos a desarrollar una opinión y empatías
propias al respecto, pero toda esa “humanidad”
que les hemos visto no les servirá de nada ante la indolencia del
jurado, que supuestamente les juzgará únicamente por su pericia:
la entrañable Marujilla que se ha ganado nuestros corazones por su
salero y gracejo en el desarrollo de la convivencia, será luego
juzgada “fría e imparcialmente” por el estólido Tribunal de
Sabios ante el que sus innegables virtudes humanas le resultarán
estériles si no logra, además, demostrar su talento. La
homología con la relación patrón-obrero (o, dicho en lenguaje
contemporáneo, manager y administrativo) es
deliciosamente literal, y por ello la sobreactuación de la
“crueldad” de los miembros del tribunal resulta tan telegénica.
Tribunal que, intuyo, necesita en este tipo de programas de algún
vocal especialmente ofensivo con los concursantes, pues el morbo
sadomasoquista consiste en el asombro (¿purificante?) ante las
groserías, desprecios y minusvaloraciones que el Poder dedica a los
que se reconocen como súbditos.
Curiosamente, la relación
“amo / siervo” es transfigurada ahora como “maestro
/ aprendiz”, de acuerdo a una cultura que en su supuesta
promoción meritocrática, distribuye las jerarquías de acuerdo a
ese “racismo de la inteligencia” que denunciara Pierre Bordieu. Todo ello irrigado con la abundante sacarina sentimental
habitual en los productos “para toda la familia”, que
impone el recurrente catálogo de abrazos al ralentí, lagrimones en
los momentos álgidos, zooms a los gestos faciales más expresivos, o
emotivos interludios musicales en los que entrever la “humanidad”
simulada que da sentido al conjunto. Pero la lógica es la que
es: si ganas tú no gano yo, y la esforzada psicologización
arquetípica de los concursantes es, en última instancia, otro
factor a evaluar por el tribunal. Lo que se juzga no es ni mucho
menos el talento o la valía, sino más bien el carisma televisivo de
los protagonistas, que ante todo se tienen que ganar el
corazón de los espectadores.
El formato, en fin, no me
parece ni bien ni mal: no lo juzgo. Una de las ideas-fuerza
más sensatas de Deleuze era su apremio por la “suspensión
del juicio”, que curiosamente viene a ser lo opuesto a la
estructura moral de este show, que ilustra cierta compulsión
fiscalizadora del espectador. No tengo ni la más remota idea de si
esta querencia por el juzgar y ser juzgados, por la lógica de la
competencia basada en la comparación, y por la farisaica épica
neo-proletaria del éxito como correlato del esfuerzo, es un
fenómeno reciente o si más bien ilustra algún tipo de pasión
profunda de nuestra especie. De algún modo, el mensaje implícito es
que “sólo los poderosos están habilitados para juzgar”,
con lo que el espectador (que se siente a su vez el juez último del
show, al dictar veredicto a través del zapping) puede, quizás,
ponerse también en la piel del patrón y ya no sólo en la del
operario: sin las crueldades de la eliminatoria, estos programas
serían definitivamente otra cosa, de menor pegada en los índices de
audiencia. Curiosamente, a diferencia de otros talent shows,
aquí el público no tiene derecho a eliminar a los concursantes
mediante el voto telefónico (cosa que sí pasaba en Gran Hermano),
lo cual le sitúa en una extraña condición pasiva, que prescinde
del simulacro democrático: lo hipnótico es la asistencia a un
Juicio en cuyo veredicto no podemos tomar parte, pues la Justicia es
impartida por un concilio de sabios cuyos designios magnánimos y
trágicos han de ser aceptados entre la justicia divina y la
fatalidad.No obstante, de manera extraña, la instrucción propiciada por el jurado incide constantemente en la autoevaluación: el buen concursante (el buen trabajador) debe introyectarse los parámetros de valor que les conducirían al triunfo, interiorizando conocimientos y comportamientos en referencia a una escala de valores tácita pero imperativa. Autoevaluación que, en términos freudianos, no es sino la musculación instrumental del Superyo.
… pues yo quiero juzgar al autor del post:
ResponderEliminardiez caracteres...
… adaptas muy bien tu estilo -ligero o pesado- de acuerdo con el tema... o tal vez con tu ánimo... no sé.
¿Camuflaje total para una guerra total -como decía Dalí-... o Sinceridad total para un altruismo total -como destino último de la intersubjetividad-?
Sí, sí, ya sé que hay personas que por contradictorio que parezca pueden hacer las dos cosas a la vez. Pero el resto hacemos lo que podemos. Que el wo wei también “cuesta” lo suyo, no creas que no :-)
Cosas muy lúcidas escribes.
ResponderEliminarCreo que deberías de plantearte participar en uno de estos programas, y seguir ensayando sobre el tema. Tipo la hormonación de Beatriz Preciado que produjo su Testo Yonqui.