Lola Lorente “Sangre de mi sangre”
Con la supuesta “edad de oro” que
atraviesa el comic adulto sucede lo mismo que con la cacareada exuberancia
creativa de las teleseries contemporáneas: los que tenemos una edad hemos
echado ya suficiente callo como para creer que todo el monte es orégano, y
acostumbramos a recelar con cinismo de perro viejo de todas estas escenas y escenillas que se inventan los periodistas. Es cierto que
últimamente han aparecido tantas series televisivas interesantes como tebeos
memorables, pero en muchos sentidos todo el ruido mediático responde más a una
estrategia de promoción industrial que al apoyo de verdaderas obras de riesgo
emergentes: la historia del Noveno Arte está plagada de obras magistrales,
muchas de las cuales han acabado con el tiempo en las cubetas de saldos, y sin
el fuzz que rodea a Fantagraphics, Drawn and Quaterly y compañía.
El que haya seguido mis blogs
sabrá que tengo muchos problemas con el comic indie, no tanto por el nivel de
calidad que pueda ofrecer como por la soberbia con la que se singulariza a sí
mismo como algo “especial”,”adulto” y por encima de las veleidades
meramente ociosas del tebeo de consumo. Este complejo de culpa del arte burgués
que intenta siempre sobresalir histéricamente como manufactura “intelectual y culturalmente relevante”
es tan vieja como el mundo, pero sorprende la ingenuidad con la que sus
practicantes ignoran la simplicidad de sus códigos: tienen sus propios
tribunales de valor (ciertos premios, festivales y editoriales son las que
“reparten el bacalao” de lo que es bueno y lo que no), su público es gente que
siente pánico a sentirse parte de “las masas”, maneja los clichés de “inteligencia y sensibilidad” propios de
la clase media universitaria (historietitas familiares, intimidades de mesa
camilla, denuncia social paternalista, traumas de niños con déficit de amor,
teratología romántica del freak…) y se sienten muy cómodos con un público del
que se diría que “ve la 2”.
Rockdelux, Babelia, FNAC, Musac… ustedes ya me entienden. Adoro a Chris Ware, Daniel Clowes o Charles
Burns, pero sinceramente detesto el circuito gafapasta que los sostiene: en
muchos casos, soplagaitas capaces de dejarse treinta eurazos en el último
tebeíto de moda, pero que rechazan con desdén las obras maestras de Cabannes,
Comes o Tardi que se saldan a un euro en los rastrillos.
Lo que sí es cierto es que España
siempre hemos disfrutado de fantásticos guionistas y dibujantes de comic, tanto
a nivel muy pop (desde la inigualable escuela Bruguera a los espaldas mojadas que han hecho fortuna
en las américas) como en los más radicales experimentalistas de arte y ensayo. El
ecosistema del tebeo español ha estado poblado históricamente por insularidades
creativas de personalidad potente, por más que el andamiaje industrial a sus
espaldas haya sido generalmente bien precario: el único clásico que sobrevive
es la estupenda “El jueves”, mientras las grandes editoriales de nuestra adolescencia
o bien han colapsado por desventuras económicas, o han debido adaptarse a los
tiempos con mayor o menor fortuna (y en esto, Norma es probablemente la que ha
mostrado más olfato y cintura). En fin, dejémonos de filípicas porque lo que
nos ocupa es comentar el interesantísimo debut de Lola Lorente, un tebeo del
que uno podría esperar la manida retahíla de clichés indies, pero que brilla
con especial fuerza por lo atemperado de sus recursos narrativos y una inusual intuición
para cuadrar una textura anímica, una atmósfera, logradísimas.
“Sangre de mi sangre” es en primera instancia una tragedia en el
sentido clásico: el relato moral de varias biografías trenzadas mediante una
fatal interdependencia que habrá de conducirlas a un destino común, único agente
capaz de propiciar el sentido del microcosmos autoconclusivo (no tiene afuera)
habitado por un enjambre de individuos aislados en su particular callejón sin salida identitario, y cuyas
angustias no pueden venir resueltas más que por el advenimiento de una catarsis
redentora y purificadora, que (y en esto el relato es muy clasicista) habrá de
cobrarse un oneroso diezmo. Espero no spoilear
la obra si anticipo que su contundente coda final es la conclusión lógica a una
maraña de afectos incomposibles en un espacio demasiado pequeño como para que
las subjetividades dislocadas que lo habitan puedan sobrevivir en armonía:
herederos de estigmas y fracturas de imposible superación, los protagonistas
parecen abandonados a una rutina incómoda y tensa, pero irrigada por peculiares
corrientes de solidaridad y empatía. Cada uno de ellos ha sabido producirse su
particular consuelo, generalmente secreto, mediante la sublimación íntima de objetos-fetiche
y espacios-refugio.
Su estructura narrativa es entonces relativamente clásica: el despliegue de un
peculiar animalario freak en un circuito cerrado en el que los códigos protocolarios
ahogan la voz de individuos atrapados entre la necesidad de ocultación de los
deseos, y la necesidad imperiosa de una desaparición, una huída.
Por tanto, “Sangre de mi sangre” es la transposición al imaginario indie de los
fundamentos de la épica familiarista en conformidad a las categorías
psicoanalíticas: identidades fundadas en traumas infantiles irresueltos,
problemas de autoestima y complejos de culpa (el peso del apellido, la exigente
sombra del Linaje), fetichismo como sublimación de la ansiedad y el vacío,
conflictos paranoicos de deseo, la jerarquía familiar como territorio de
rencores silenciados… Una constelación de soliloquios que pareen haberse
rendido a la disfuncionalidad y el aislamiento mutuo, cuyo relato es modulado
en una atmósfera tierna y grave, trabados en una peculiar y sutil solidaridad. La
tibia depresión general que parece recorrer la urbanización en la que tiene lugar
la historia, nos es presentada como resultante del incumplimiento de las
propias expectativas de cada uno de los vecinos, incapaces de insertarse
plácidamente en unos protocolos sociales demasiado acotados. Un puzzle de
subjetividades en el que cada pieza (cada personaje), pese a su autonomía, sólo
es comprensible desde el paisaje de conjunto: esto que digo será más fácilmente
entendible para el lector que sea, como servidor, de pueblo, pues de pueblo es el tipo de pacto social en el que transcurre “Sangre de mi sangre”: pequeñas
colectividades donde todos creen conocerse, pero en realidad ignorando hasta lo
más fundamental del pensamiento y los deseos del vecino, y donde la sensación
de soledad compartida puede ser letal.
Pero al margen de estos detalles de oficio –de oficio de narrador, lo que
más que ha gustado del tebeo ha sido el tratamiento de los objetos y los
espacios, omnipresentes en toda la historia y sobre los que basculan los
escasos momentos de intimidad real que se permiten los protagonistas. Frente a
otros tebeos indies del mismo género familiarista (que por lo general se
limitan a ser “bustos parlantes” en
los que los acontecimientos son explicados mediante lógicas exclusivamente
interpersonales), Lola centra su atención en todo un arsenal de fetiches inventados por cada personaje
como depositarios de sus afectos más íntimos, y a los que recurren para
mantener el tipo de “diálogo”
confesional que los rigorismos sociales les impiden establecer con otras
personas. Objetos y espacios sublimados así en forma de “mejor amigo” y “refugio”
inventado en el que esconderse de las miradas inquisitivas, y en los que
proyectar las fantasmagorías e idealizaciones personales. Cada personaje
produce para sí una singular dialógica, que permite que su soledad sea vivida
como un campo imaginario plagado de símbolos e iconos unipersonales que son, en
última instancia, los guardianes de su identidad íntima. Estos objetos fetiche
son hábilmente escogidos por Lola como simulacros
que cuestionan y exhiben la especulación en torno al yo: disfraces,
marionetas, espejos, muñecos… figuras espectrales y de una ternura turbia, por
cuanto su artificialidad inerte es lo que les habilita como confesores
secretos: son ellos los únicos que saben toda
la verdad sobre los personajes, y los interruptores que distribuyen los
flujos emocionales de sus dueños.
Este inusual protagonismo de lo
objetual me parece uno de los detalles más potentes de “Sangre de mi sangre” y el campo en el que la autora muestra más
autoridad e ingenio, hasta el punto de que quizás lo más emocionante de la
narración sean esos pequeños momentos, trasversales a la historia principal, en
el que cada protagonista explicita su verdad más íntima siempre en diálogo con
el objeto que le sirve de asidero afectivo. Escenas a veces silenciosas, que
siempre transcurren en ese limbo en el que se entremezclan recuerdos y
ensoñaciones con presencias que no lo son tanto, realidades y expectativas,
objetos reales y amores platónicos, lo objetual y lo objetivo y lo subjetivo… Construyendo
para cada actor su universo personal, donde proyectar todo aquello que tiene
prohibido la puesta en común.
(Hago un apunte off topic: como planteamiento psicosocial, este “retiro
espiritual” de cada personaje a su propio universo fantasmático, como opuesto a
una “realidad social” pura y dura, necesariamente castradora, es algo que
supongo todos hemos sentido alguna vez: el mundo opaco de nuestros secretos,
que sólo compartimos con objetos. Quizás el motivo de nuestra infinita soledad
sea el hecho de que nuestro Yo es literalmente un depósito de secretos: lo
que me hace ser yo es aquello que escapa del control de los demás. Y la condición inexcusable para eludir ese
control, es evitar la mirada del otro.
Tal vez el Yo es siempre,
necesariamente, el Yo secreto. ¡Me
encantan los secretos de la gente! Suelen ser asuntos que les humanizan de un
modo muy tierno).
Lo que está fuera de toda duda es
la potencia del lenguaje gráfico de Lola, que se ha construido una
personalísima estética que consigue hacer suyos el lowbrow de la ilustración bloguera de ascendencia indie, cierto
expresionismo a lo George Grosz, la
pasión por la nocturnidad campestre propia de Charles Burns, o el elegante naive simbolista de Edward Gorey, con una caligrafía
minuciosa y preciosista especialmente dotada para las formas orgánicas. Y a
través de la textura y trazo de sus dibujos, se entiende perfectamente el
estado de ánimo que sirve de ilación a toda la historieta: grave y a un tiempo
amable, expresionista y orgánico pero extrañamente cerebral, de indefinido
aroma retro y sobre todo muy, muy icónico (como, en general, toda la historieta
contemporánea). He de decir que el modo en que componen las páginas los
historietistas contemporáneos me resulta chirriante: la influencia de Chris Ware y el omnipresente diseñito
gráfico menosesmás ha redundado a
menudo en comics torpemente esteticistas que pretenden ocultar incompetencias
narrativas. No es el caso de Lola, que
sale airosa de escenas muy difíciles de narrar al estar protagonizadas por la
pura gestualidad y el silencio.
No me extiendo más, simplemente
recomendar encarecidamente la lectura de esta joyita tanto al aficionado de ojo
clínico como al lector casual que sienta curiosidad por el mundo del tebeo
adulto. Esperemos que “el próximo Lola”
no tarde mucho en salir, y que esta fenomenal autora siga profundizando en un
personalísimo universo de afectos cuyos
rincones todavía pueden deparar grandes sorpresas, y en el que queremos seguir
hurgando.
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