viernes, 17 de agosto de 2012

Identidad Política #3: Lo terapéutico del lamento

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Lo terapéutico del lamento.
Una explicación retro-activa (realizada por una futurólogo francés en 1997)
( Textos extraídos de “El paroxista indiferente” de Jean Baudrillard )



No existe progreso moral. Jamás se ha descubierto otro progreso de la conciencia que el de la mala conciencia, paralelo al de la mala fe, sumidas ambas en el auge global que ha adquirido el lamento, la forma última de la genealogía de la moral.

En la antigua relación histórica, había una polaridad antagónica y no cómplice. Unos oprimidos y unos opresores. Y los oprimidos no viven en la recriminación, viven en la revuelta.

Hoy, todo el mundo está inmerso en sus reivindicaciones victimistas. Se acabó la revuelta, se acabó el antagonismo, y en su lugar hay una situación perversa, un nuevo contrato social perverso por todos aceptado, en el que cada cual intenta conseguir su reconocimiento como víctima.

De golpe, todo el mundo es a la vez víctima y cómplice.


El sistema se ha convertido en una cinta de Moebius, en la que todos son a un tiempo víctimas y cómplices. Si el Crédit Lyonnais cae, vosotros caéis, si la fábrica cierra, ¡vosotros os vais! De modo que el Crédit Lyonnais sois vosotros.

No os preguntéis lo que el Estado puede hacer por vosotros, preguntaros lo que vosotros podéis hacer por el Estado”. Es la fórmula perfecta de interactividad como estrategia de retroceso, para transferir todos los problemas sobre los que los sufren.

Interacción obligada: ahora, la masa interviene directamente sobre el acontecimiento mediante los índices de audiencia y demás módems interpuestos: ¡se ha vuelto interactiva!

De ahí la imposibilidad, en la esfera interactiva, de plantear el problema de la libertad y de la responsabilidad.

Cualquier responsabilidad o llamamiento a la responsabilidad es surrealista en semejante contexto.

Todo el mundo se presta a participar en la comedia del poder (como en muchas otras cosas, por otra parte: desde lo social a lo cultural). Pero yo conservo la esperanza de que exista un doble juego, individual y colectivo.

Hay que rechazar, desactivar la situación, romper este converso que nos encadena. Pero no hay que hacerse muchas ilusiones, ni sobre la toma de conciencia, ni sobre la aparición de una revuelta.

En una historia “in progress”, se crea un acontecimiento si uno se anticipa, si se suscitan unas condiciones de evolución más rápidas, y por tanto un diferencial explosivo.

En una curva involutiva como la nuestra, se contribuye a la involución al intentar acelerar o corregir el sistema. Estamos atrapados, condenados a la realización automática del sistema. Pero existen formas inconscientes de revuelta social, de rebelión larvada contra la participación obligada a la que nos referimos.

De golpe, han aparecido nuevas formas larvadas de resistencia cuando aquellos a quienes se quería arrebatar la necesidad y el gasto como una obligación social -después de haberles arrebatado la palabra, el voto, el sexo, la felicidad- descubren qué poder “embólico” poseen en relación con el sistema: ni más ni menos que consumir menos, no por objeción de conciencia o ni siquiera por determinación política, sino por un comportamiento reflejo de autodefensa.

También en este caso se perfila una revisión a fondo de las consignas de la modernidad, las del crecimiento y del “welfare”. Revisión que aboca al rechazo de consumir, traición social al liberalismo dominante. Se inicia una nueva lucha de clases (si el rebaño no quiere pacer, ¿cómo haremos mantequilla?).


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Todo el sistema de la modernidad ha entrado en una cultura del lamento, una cultura victimista, como si estuviéramos ante una catástrofe histórica, ya acontecida, del género humano, y del reciclaje de esta catástrofe.

Todos somos las víctimas impersonales de esta catástrofe potencial, de esta reaparición del capital y de la historia, de los que resurgimos con más síndromes y detritos, y de ahí la revisión a fondo de la modernidad en la que estamos inmersos, alienados de nosotros mismos por la liberación total de nuestros deseos.

En dicho sentido nos hallamos en una sociedad fundamentalmente revisionista.

El siglo entero celebra actualmente su duelo, su lamento, por todas las liberaciones que ha querido y asumido, todos los límites que ha superado, todo aquello que le esclavizaba y que le ha dejado huérfano.

El Estado no cesa de “liberar” a los ciudadanos, conminándolos a asumir su propia carga, algo de lo que, generalmente, no tienen ningunas ganas.

En dicho sentido todos somos unos Bartleby en potencia: “I would prefer not to”. ¡Sed libres! ¡Sed responsables! ¡Asumíos!: Preferir no hacerlo, más que no querer (Philippe Lançon, “Libération”)

Preferir dejar. Dejar de participar, dejar de consumir, dejar de ser libre a cualquier coste. Todo esto compone el lamento de la modernidad, de ese intangible desinterés que entrevé los peligros de una responsabilidad y de una emancipación demasiado bonitas para ser verdaderas.

Decididamente, la libertad no es sencilla, y la liberación todavía menos.

A lo “necro” universal se añade evidentemente la beatificación universal, in vitro o in vivo, de los que quedan o los que sobreviven, a la sombra espectral de un papa en coma.

El lamento y el arrepentimiento forman parte de este movimiento necrológico y revisionista. En la actualidad es un de los motores esenciales de nuestra vida pública y política.

El poder tiene, pues, la peligrosa pretensión de gobernar cuando ya no tiene ni medios ni la voluntad para hacerlo; pero todavía es más hipócrita y peligrosa la pretensión de los que creen poder invertir o derribar el sistema, ya que ésos, aunque tengan la voluntad de hacerlo, van exactamente en contra de sus propias intenciones.

Ahora bien, lo peor del momento actual es la falta de lucidez. Cuando uno ha caído en la trampa, ha caído en la trampa.

Es inútil luchar en un espacio donde los mecanismos de asimilación son los más fuertes, donde uno se debate con la trampa en espiral de un sistema tan dueño de lo positivo como de lo negativo.

En tal caso, ya no hay que contar con ninguna negatividad interna. Hay que contar bien con un umbral de masa crítico, por saturación y concentración, por exceso de positividad del sistema -entonces ya no es lo negativo sino lo más positivo que lo positivo lo que produce el trastorno-, o bien con unas singularidades, objetos o acontecimientos absolutamente anómalos, que no están ni dentro ni fuera.

En esta distorsión del sistema, en su reciclaje automático por lo negativo, en su asimilación de todas las disfunciones, es donde está la esencia de la corrupción y del destino fatal de la democracia.


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¿De qué sirve querer acabar con una dimensión ilustrada de lo político y de los social cuando se hace cada vez más flagrante, sobre todo en lo económico, que estas cosas se conciben con unas finalidades mucho más extrañas, prácticamente sin finalidad en absoluto?

Existe una especie de ilusión cruel y, digámoslo sinceramente, de estupidez en obstinarse en el sentido común cuando ya no existe el sentido, en querer cambiar la forma de la ecuación cuando es igual a cero.

Fíjense en cómo se lucha ahora por doquier en unos frentes podridos: el del sistema electoral, donde los individuos se ven impulsados a luchar por unos clanes equivalentes, y el del empleo, donde todo el mundo es impulsado a luchar por encontrar su sitio en un sistema de explotación, de acuerdo con una tasa variable de alternancia del mercado de trabajo que sirve al mismo tiempo de chantaje al gobierno.

En todas partes estamos inmersos en unos falsos problemas, en unas falsas alternativas, en unos falsos desafíos, de los que saldremos perdedores en cualquier caso.

Así pues, las diferentes formas homicidas de la violencia en la historia de la humanidad se acercan cada vez más, a medida que los términos se mezclan y los papeles se confunden (confusión innaugurada por lo nuclear y por todas las formas de complicidad en la degradación y en la muerte) hasta borrar, en el funcionamiento lógico del sistema, cualquier frontera entre cómplice y víctima (al igual que en la filosofía y en las ciencias, cualquier frontera entre el sujeto y el objeto) y ofrecer la imagen de un suicidio colectivo, en el que la imputación de responsabilidad pasa a ser del todo secundaria.

La única excepción [para habitar el mundo sin comprometerse] es la singularidad.

La singularidad es la de la violencia anómala a que me refiero, la que se opone a la violencia real, a la violencia de cualquier principio de realidad.

Ahora bien, el sistema cada vez crea más realidad, cada vez más socialidad, cada vez más politicidad, cada vez más sexo, cada vez más información, etc. Ahí está su violencia.

Pero al mismo tiempo crea paradójicamente cada vez más singularidad (de seres, de fuerzas no identificadas, insumisas, excluidas, que no le necesitan para existir y que se sustraen definitivamente del sistema).

El ejemplo de lo social es fantástico. Dentro de poco lo social estará totalmente realizado, y sólo habrá excluidos. En una sociedad perfectamente consolidada, sólo quedarán unos individuos anómalos, unas categorías desocializadas, que ni siquiera tendrán relación, dialéctica o de cualquier otro tipo, con las instituciones sociales. Es lo que ya se está produciendo a un ritmo cada vez mayor.

A medida que lo social se realiza, con la complicidad del discurso sobre lo social, coloca a todo el mundo fuera de juego (los sin domicilio fijo, parados, homeless, y todas las categorías progresivamente desocializadas), y, a la postre, sólo seguirán en lo social los sociólogos y los asistentes sociales, aquellos para quienes lo social es su negocio, y seguirán peleándose con su objeto, ahora virtual, aunque plenamente realizado.

Después se descubrirá que lo social siempre se ha utilizado como un extrañamiento para los desheredados, que en la actualidad están siendo expulsados de allí, como los indios de sus reservas, lo cual permite a las clases favorecidas ocupar lo social como residencia secundaria.

Extraño movimiento contradictorio, desequilibrio creciente entre un discurso idealista, voluntarista e ilustrado, en el que todo se resuelve de la mejor de las maneras mediante una huida hacia soluciones ficticias, y el estado de cosas real (si se me permite decir), donde todo se degrada inexorablemente.

Lo más desconcertante es que los dos se desarrollan de manera paralela y contradictoria, con el mismo inexorable dinamismo.

Lo social es floreciente, y la exclusión galopante. El progreso pedagógico y el atraso mental.

Es posible que ni siquiera exista contradicción ni desequilibrio; ¿sólo una torsión de los mismos fenómenos?

De todas formas, es la realidad misma la que hay que mantener a raya.
Lo real es aquello a lo que no hay que ceder. Esa realidad se impone como principio. Pues bien, el mundo tal cual es no es un principio, y no tiene principio.

No olvidemos jamás que lo real sólo es un modelo de simulación, de regulación y de reglamentación del devenir radical, de la ilusión radical del mundo y de las apariencias, de la reducción de cualquier singularidad interna, de los acontecimientos, de los seres y de las cosas al denominador común de la realidad.

Y si el análisis puede servir para algo, será para la reactivación de esa singularidad interna, para el resurgimiento de todo lo que ha sido modelado y remodelado por la realidad de los hechos.

Recuperar la “idiocia trascendental” de que habla ClémentRosset, la singularidad fatal de lo real, en lugar del idiosincretismo banal en que estamos inmersos.

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Creo que la burla, la ironía, la ilusión, el rechazo, la reversibilidad, la duplicidad y la radicalidad no son únicamente unas pasiones o unos atributos del sujeto o de la conciencia.

Creo que todas esas cualidades han pasado a las cosas, son unas pasiones referidas al objeto en cierto modo, y el mundo juega con nosotros al menos tanto como nosotros jugamos con él.

En cualquier caso, ya no seríamos los amos del juego. Existe algo así como una mutación secreta, un resurgir de la ilusión del mundo a través de las mismas técnicas que utilizamos para transformarlo, y que de repente adquieren una connotación irónica.

Ironía de la técnica: su supuesta realidad, su realización visible, en exceso evidente para ser cierta, sería el velo de una duplicidad que se nos escapa, y de la que seríamos los actores involuntarios.

Desgraciadamente lo que pasa hoy en el mundo está mundializado, y el principio de mundialización de la información va en contra del principio universal de solidaridad.

Ello es así porque la información se agota en sí misma y ella misma es su fin.

La televisión se limita a decir: yo soy una imagen, todo es imagen. Internet y el ordenador se limitan a decir: yo soy información, todo es información. Es el signo que se hace signo, el medio que hace su propia publicidad. El mensaje no tiene interés, es de grado cero, forma pura de la información.

Todo esto ha adquirido una importancia política hoy en día, ya que lo universal se construye a partir del mensaje, del contenido, del sentido, del valor.

La mundialización, en cambio, se hace en virtud de la supremacía del medio y la neutralización del mensaje.

El pensamiento único es el del medio: el mercado, Internet, las autopistas de la información -la circulación integral-.

La integración mundial se hace sobre la base de la nulidad, de la más baja definición del mensaje (del sentido, de la idea, de la ideología).

El medio es quien menos dice, quien menos información aporta. Es coextensivo a la insignificancia, a la banalidad del mundo operacional.

Así pues, hace tiempo que los medios y la información han superado el estudio de lo “ni cierto ni falso”, ya que en ellos todo se basa en la credibilidad instantánea, con lo que la misma mediatización borra el criterio de referencia y de verdad.

A partir de ahí, la indiferenciación de lo verdadero y de lo falso invade todos los registros: el estético -de la obra de arte-, el histórico -de la objetividad, de la memoria-, el político -de la opinión- e incluso el método científico, la prueba (recuérdese la indeterminabilidad de un experimento como el de Jacques Benveniste sobre la memoria del agua).

Si ya no existe lo verdadero ni lo falso, la mentira se hace imposible, y con ella todos los artificios de la perversión y de la seducción.

Nuestra actual condición, voluntaria o no, es la de los agnósticos, ya no se trata de creer o de no creer, puesto que lo único que importa es hacer creer y todo se agota en este efecto de credibilidad.

Los sondeos y la publicidad no son ni verdaderos ni falsos, de la misma manera que la moda no es hermosa ni fea. Se trata de una deriva estadística o aleatoria de los efectos de verdad, de belleza, etc.

La infiltración, la contaminación de los valores es universal. Incluso en el ámbito histórico, la objetividad puede ser contaminada por una especie de virus que hoy permite plantear la duda sobre la realidad de las cámaras de gas.

Aunque sea negada de plano, esta duda repercute en las conciencias, cosa antes absolutamente impensable.

Los virus informáticos auguran una desestabilización virtual de toda la información; otros virus, una desestabilización de la vida sexual.

Desestabilización de la vida política: a falta de criterios de valor y de juicio, la valoración de los sondeos es lo que alimenta los cerebros (o mejor dicho los estudios de tendencias que sustituyen a la imaginación política).

Desestabilización económica: la economía irreal de la especulación acompaña y altera las economías reales sustituyéndolas por una gran simulación de los flujos de capital.

También en este caso la economía virtual no es verdadera ni falsa, no se le puede oponer nada; gracias a la negación de su propia regla de juego, de sus propios fines, se convierte en invulnerable, anuladora de la economía real y perfectamente autónoma.

Sin embargo, no es invulnerable a los virus que engendra en su autarquía, en su inmunidad transeconómica: se vuelve autoinmune y cae en otra patología.

De este triunfo de la indeterminabilidad, que inaugura la transparencia de lo falso, de la misma manera que la permeabilidad del bien y del mal inaugura la transparencia del mal, intentamos protegernos a cualquier coste resucitando por todos medios el paradigma de la autenticidad, del hecho, de la prueba, del origen, de la referencia.

La incertidumbre provoca una carrera enloquecida, una carrera-persecución de los medios de detección y de los medios de falsificación, de los virus y de los medios de protección (en el arte, en las tarjetas de crédito, en la informática, en la protección de las ideas, pero también en el sexo, donde a todos nos pueden someter a la prueba del sida, una ampliación del test general de autenticidad).

Ahí está nuestro nuevo pecado original -opuesto al otro, al del conocimiento del bien y del mal, que era en el fondo una bendición del cielo y que nos convertía en humanos- y nuestra maldición es la imposibilidad de distinguir el bien del mal, lo verdadero de lo falso.

Adán y Eva habían caído en la angustia moral de la diferenciación, nosotros hemos caído en el pánico inmoral de la indiferenciación, de la confusión de todos los criterios.

De la contaminación del bien por el mal, y recíprocamente

Y el virus es el síntoma de todo esto. Nuestro ingreso en la era del virus por ignorancia de un criterio de valores equivale a la expulsión de nuestros antepasados del paraíso terrenal por una causa inversa al conocimiento del bien y del mal.

Y a partir de esta pérdida de inmunidad nos acechan todas las infecciones mortales, reaparecen desde la escena primitiva todos los pecados, ¡todos los virus que han dormido en nuestras células se despiertan a rebufo de la crisis!

La impotencia respecto de la fragmentación de los valores, de su diseminación fractal, es mucho peor que la antigua responsabilidad moral que pesaba sobre nuestras conciencias.

( (  (

Un post elaborado por post dos e ilustrado con imágenes de 
(1) Michael Reynaud, (2) J.L. Godard, (3) Jill Greenberg, (4) Natalie Britten
) ) )



1 comentarios:

  1. Como siempre, las especulaciones de Baudrillard llenas de sugerencias más que de "teoremas"... nunca lo había pensado, pero su forma de redactar tan sincopada tiene un "algo" de escritura automática, como si estuviese transcribiendo ls revelaciones extáticas de un oráculo. Sin embargo hay algo paradógico en su discurso aunque no sabría definirlo con precisión: por un lado describe muuy bien un cierto "estado de ánimo" de asombro y desoncierto del ciudadano ante el Sistema y su gestión de lo real, pero por otro ese Sistema viene producido retroactivamente precisamente por ese desconcierto generalizado...un círculo vicioso queé describe con una mirada sombría, "se lamenta" :-) y profusa en palabras como "síntoma", "falta", "desestabilización", "exclusión"...

    Este texto me hace pensar eminentemente en la cuestión del masoquismo, que por cierto me parece crucial. Decidí titular este blog "la industria del placer" partiendo de una intuición antropológica:

    "Toda acción humana es producción de placer"

    Pero el problema gravísimo que se encuentra este axioma es, claro, el de "el mal", pues presupone que incluso las guerras o los actos de dominación aceptada tienen un algo de "placentero" en la medida en que no son rechazados de plano, son aceptados consciente o inconscientemente por todos los agentes, sean dominadores o dominados. Y entonces la cuestión del masoquismo en realidad es heredera de una determinada "acotación" de lo que es el placer por oposición al displacer, que quizás hemos dado por buena por mera inercia histórica. ¿qué es, en realidad, el displacer? ¿realmente evitamos el displacer? en fín es un tema muy complejo y de consecuencias sociopolíticas bestiales.
    Hace tiempo ví una conferencica buenísima en la que el speaker hablaba de la figura del tirano en Foucault y en Baudrillard en función de cómo el sátrapa era "aceptado" por los súbditos porque pese a la dominación, él gestionaba la presencia de la muerte (y de "el mal") en sus vidas. La complicidad de la masa con el tirano es efectivamente retro-activa pero... bueno no sé. Me parece que el video que menciono es éste:

    http://vimeo.com/26991295

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