john maus - a collection of rarities and previously unreleased material (2012)
(
(
como excusa para un discurso sobre Sensación y memoria
)
)
Los
que, como yo, ya peinen canas, seguramente habrán advertido el curioso fenómeno
del envejecimiento
de las imágenes. Necesariamente estáticas
e impertérritas, protegidas del paso del tiempo en el formol de la memoria, la
imagen no deja sin embargo de mutar cada vez que vuelve a presentársenos, como
si estuviese sometida a una maduración paciente y constante bajo su aparente
quietud. Una fotografía nunca es la misma cuando la volvemos a ver, cada nuevo
acceso a ella encuentra en ella nuevos detalles, ha evolucionado, algo en ella
no es lo mismo: nuestro ojo la percibe como diferente, pues el reconocimiento
nunca es repetición pura, sino un intento imposible de recreación. El mármol del David de Miguel Angel es el mismo hoy que
hace quinientos años, y sin embargo la imagen que vehicula (como depósito de
contenidos trascendentales a su sustancia material) no deja de transfigurarse
incesantemente, pues la imagen no puede ser una identidad inerte sino una serie
en perpetua derivación: la razón que rige su trayectoria viene dada por la
reverberación con el ojo que la contempla. Las imágenes viajan con nosotros, y
sobre ellas quedan inscritas mediante nuestros afectos los accidentes de
nuestra biografía. Las imágenes, los conceptos y las palabras no son inmunes a
la huella del tiempo vital, que todo lo dispone y vuelve a disponer. A medida
que me hago adulto, el mundo y sus imágenes se hacen adultos conmigo.
Esto
que digo no tiene nada de metafórico ni recurso poético, ese “envejecimiento”
de las imágenes no es una expresión alegórica o alusiva, sino un hecho
perfectamente científico y fundamental a toda investigación cognitiva: es un
fenómeno más o menos misterioso y susceptible de ser abordado desde infinitos
sistemas (desde la hermenéutica a la reconstrucción), pero perfectamente
mundano, fáctico. No hablemos más de
Miguel Angel, y pongamos un ejemplo menos ilustre pero más cercano: nuestra
percepción de los efectos especiales de una película a medida que se va
alejando el momento de su estreno. “Las
imágenes envejecen”, ese es el motivo por el que Godzilla es un muñeco friki y entrañable en 2012, cuando en 1965 era
una bestia monstruosa y nada cómica. Resulta desconcertante pensar que
incluso los films más kitsch de serie B de los años 50, con esos monstruos de
cartón piedra que hoy en día resultan hilarantes, en su día eran ilusionismo de
vanguardia, y el impacto y asombro que producían en la audiencia era el
mismo que hoy puedan despertar las últimas sofisticaciones en 3D. Pero podemos
dar ejemplos incluso más inmediatos de ese inevitable envejecer de lo ya visto,
que todos hemos vivido en nuestras carnes: muchos recordaréis el impacto que
supusieron, por ejemplo, las infografías de Terminator 2, que en su
día fueron consideradas de un realismo casi insuperable, hasta el punto de que
nuestros ojos eran incapaces de discernir en muchos casos qué elementos de la
película habían sido filmados in situ y cuáles habían sido editados
digitalmente. Sin embargo, revisado el
film hoy en día, sus efectos resultan estridentes, groseros, de una evidencia
casi insolente, y se ha perdido para siempre aquella sensación de realismo que transmitía en su debut.
¿Qué ha pasado para que una película envejezca de esa manera, cuando sus
imágenes siguen siendo las mismas que en el momento de su estreno?
El
ejemplo de los efectos especiales es esclarecedor, pero no es más que la punta
del iceberg de esa mutabilidad connatural a toda imagen, que como objeto de la conciencia es percibida
subsidiariamente al conjunto de las demás imágenes que se hayan presentado a
ésta, y con las que comparte algún tipo de similitud o tangencia, o dicho en
conceptos platónicos, reminiscencia.
Otro proceso ejemplar de este fenómeno es la percepción que nos hacemos de los objetos de consumo a medida que
éstos suben o bajan en la bolsa de valores de “las tendencias”: unas
mismas zapatillas Nike que hoy nos parecen irresistibles, pueden avergonzarnos
después de un par de temporadas, o viceversa. Las All-Star fueron durante años
iconos del gañanismo hasta que los modernos decidieron que había llegado
elmomento de observarlas con ojos deseantes. La inmanencia de ese envejecimiento
de lo percibido se da en el objeto percibido en cuanto tal, en su misma
presentación a la conciencia, sin la necesidad de gesto intelectual de ningún
tipo. Los atributos de valor que presenta una imagen se incorporan a ella,
forman parte de su estructura percibida y reconocida, con anterioridad a
cualquier reflexión o valoración consciente. Puntualizo que cuando utilizo el
término “imagen” no me refiero a una construcción visual, sino cognitiva: considero que el imaginario funciona con un tipo de
objetos que le es propio, que quizás convendría llamar “cosas” y que incluye
componentes sensoriales, narrativos, de valor, afectivos e intencionales.
Ese
envejecimiento es universal, y lo mismo afecta a Las Meninas que a los envases
de yogur: el paso del tiempo se inscribe en la imagen, no sólo la connota sino
que la constituye, y a la luz de este irremediable proceso, toda aspiración a
producir “una obra atemporal, eterna” carece de todo fundamento. Y en ese sentido, como en tantos otros, la
crítica artística se muestra muy torpe en su glorificación ingenua de los
artistas que aspiran a la atemporalidad, obcecados en la manufactura de piezas
que por su esencia escapen a lo contingente de su momento de producción. Suelen
ser artistas de lo universal, lo
natural, lo verdadero, lo humano, conceptos
superados hace ya mucho y que, no tan paradójicamente, son glorificdos por el
academicismo institucional: sirven para ocultar lo eventual de ideas que vienen
en un envoltorio de falsa eternidad. Entre los arquitectos, esa “atemporalidad”
como valor de distinción resulta
especialmente enervante, por el modo altisonante, narcisista y snob con el que
defienden su supuesta marginalidad respecto a cualquier moda efímera, apelando
en cambio a la búsqueda de piezas que de algún modo sean capaces de trascender
el tiempo. Todo arquitecto académico
aspira secretamente a producir monumentos, incluso para el programa más
liviano. Además de imposible, dicha aspiración es muy poco hábil, e
irrespetuosa con muchas de las oportunidades que ofrece ese connatural
envejecimiento de la imagen. Hasta cierto punto, esa glorificación
trascendentalista del “arte intemporal” exclusiva al Arte académico y de
voluntad museístico-capitalista son Idelogía en el sentido marxista, el de
estetizar las dinámicas de producción hasta reducir al arte al servicio de los
flujos de capital.
Las formas de expresión vernácula y el arte
folklórico no tiene ningún problema ante
el hecho de que sus producciones envejezcan, y de hecho esa inscripción en un
determinado período forma parte de los aspectos positivos de cada artefacto.
Mientras “artistas” como Souto de Moura o Chillida magnificaban su mitificación
de su persecución de la atemporalidad, muchos esperan que un disco de los años
60 suene decidida y exclusivamente sesentero, pues el hecho de que ese sonido
haya sido en un determinado momento “el sonido de moda” es una de las
características de su encanto.
Entre
otras cosas, las modas (siempre atendidas bajo la sospecha acusadora de la
frivolidad, la gratuidad, la espectacularidad) permiten cartografiar con mucha
naturalidad el momento en que un objeto ha sido producido, y por tanto muchas
de las características que mostrará no sólo en su aspecto sino también en su
comportamiento: la carrocería de un Ferrari de los años 60 no representa tan
sólo la estética de moda en su
tiempo, sino también por asociación su velocidad punta, su consumo de
combustible, sus prestaciones (pues éstas son contemporáneas a la moda a la que
responde la carrocería, que pasa así a enunciar mucho más que un mero gesto
estético).
Esta inscripción
de la imagen en el tiempo, y la percepción
de la distancia que nos separa de ella, es como digo un fenómeno inmanente
a la imagen, no se trata de ninguna metáfora o símbolo de otros temas: se da en
la imagen fenoménica, y no sólo en la figura ni significante ni significada).
Ocurre en la mirada, y no en su reflexión.
Es una sensación.
La
sensación es el momento cognitivo que seguramente más inquietud ha presentado a
los pensadores continentales del siglo XX, porque permite abordar de manera
trasversal algunas dicotomías que en ella se diluyen: la sensación es simultáneamente en el cuerpo y en la conciencia, no
distingue entre denotación y connotación, es inmediata pero mediada por la
subjetividad… En cierto sentido, es el gran as en la manga de los materialistas para acorralar la autonomía de
la conciencia, hasta el punto de que en sus claves se buscan las llaves del
palacio de la mente: son lo más cercano
que lo pre-personal e irreflexivo, la res extensa, ha estado de la conciencia
imaginaria que habitamos.
Radicalizando
su importancia, la sensación es además un campo de batalla político de primer
nivel, pues en ella tienen lugar fenómenos susceptibles de ser apropiados como
armas de dominación o maldades de otra índole, al ser una dimensión permeable del sujeto pero anterior a lo
consciente. Lo subliminal tiene
mucho que ver con la sensación, pues es un tipo de información que no pasa
a través de la conciencia pero que el cuerpo incorpora a su red de asociaciones
perceptivo-afectivas. Esto explica por ejemplo que el color del envase de un
determinado producto despierte en la inconsciencia del comprador ciertas
asociaciones que éste no percibe pero que incidirán sobre su decisión de
compra. En ese sentido, como biopolítica
directa y en acto de mecanización de los cuerpos, su potencial es evidente,
por lo que la hechicería de la
publicidad tiene mucho que ver con el dominio de los secretos semióticos de las
sensaciones. Un buen publicitario, chamán como ningún otro del mundo
actual, es siempre un hábil prestidigitador de las sensaciones.
Según
las aproximaciones materialistas a la psicología de los sentidos, la carga
afectiva de toda sensación depende del instinto de supervivencia de la especie:
como impresión sensorial instantánea e inmediata, proporciona en forma “de un golpe” un tipo de información que
permite al sujeto, por ejemplo, huir ante una presencia peligrosa. Las
asociaciones memorísticas que lleva en sí cada sensación tienen entonces una función de aprehensión de las potencias y
valores que sugiere la figura pre-formada en ella. De este modo, las sensaciones
son instrumentales a lo volitivo y operan en rangos afectivos como
temperaturas, trayectorias, espacialidad, iconicidad, complacencia, etc. Pese a
su no-presencia a la conciencia reflexiva y su instantánea trans-figuración en
un objeto identificado como tal, la sensación, en palabras de Deleuze,
“subsiste”, e “insiste” tras su desaparición, como una plusvalía de la cognición, un exceso de apercibimiento, que
revolotea en el pensamiento en la forma de sombra.
La modulación que podamos hacer de ellas mediante el pensamiento consciente es
limitada, y el grado de autonomía que presentan al pensamiento les otorga un
rango quizás preconsciente, si no inconsciente.
Para
esos mismos psicólogos cognitivistas, la sensación es quizás el medio de
aprehensión de lo real propio de los animales, cuyo umwelt
es un territorio definido por intensidades
de valor y potencias de interacción, no codificadas aún por un “lenguaje” que sería exclusivo al ser
humano. Esta circunstancia presenta de nuevo una problemática crucial desde la
perspectiva del materialismo, pues permite encontrar
en el cuerpo la inmanencia del lenguaje a través de su necesaria recurrencia a
la sensación. Las figuraciones que lleva a cabo el imaginario lingüístico,
previamente a la complejización mediante lo simbólico, se llevan a cabo
partiendo de la “materia bruta” de las sensaciones, que pueden así ser
consideradas el cimiento de todo el complejo entramado lingüístico que las
clasifica, identifica y codifica, permitiendo su incorporación al bagaje
informativo con el que opera la inteligencia reflexiva. El “giro lingüístico” y las filosofías nominalistas
del siglo XX otorgan a las lenguas una
misteriosa autonomía respecto a lo real y son así incapaces de dar cuenta
del fenómeno de la sensación como objeto sensorial necesario y anterior a
cualquier contingencia del lenguaje, al que exceden y determinan. El célebre “platonismo
invertido” sin embargo no es capaz de modelizar la paradójica condición a la
vez “inmediata” y “mediada por la memoria”, exclusiva a las sensaciones.
Siguiendo
con el juego de una fenomenología
materialista de la sensación, conviene puntualizar que desde esta
perspectiva las figuras del pensamiento no son objetos en la conciencia, sino
instancias propias a y de la conciencia: es
decir, son la sustancia inmanente de la conciencia, los elementos de los que
está hecha, y no aquello que la conciencia alberga. El materialismo niega la
posibilidad de una subjetividad con grado alguno de autonomía, siendo “la
mente” la entidad resultante de una determinada concatenación de figuras o
fenómenos: el sujeto sería así un
epifenómeno derivado del campo objetual. Esta especificación abre una
cuestión muy interesante para el tema que nos ocupa, como es el de los estados
anímicos, que por fuerza han de efectuarse entonces en las figuras del
pensamiento, y no como su afuera, su connotante o su contexto : no puede haber más estado de ánimo que
aquel que se incorpore al objeto de atención de cada momento, pues son
ellos el único contenido de la conciencia sujeta a cada padecimiento, y su
única presencia.
¿A
dónde conduce esta deducción? Como es habitual en ciertos estudios de
fenomenología del arte, a considerar dicho campo como un almanaque emocionl en
el que determinados estados anímicos son fijados como evocación a determinadas
figuras, o en términos de Deleuze y Guattari, “bloques de percepto y afecto”. El
objeto anímico por excelencia es entonces la pieza artística, pues en ella se
encarna la afectividad atópica. Así considerado, el arte, como gimnástica
de las figuras de pensamiento (musculación de la cognición, por así decir) es
un efectuante de primer orden de sensaciones afectivas, pues los objetos que
maneja son depositarios de reminiscencias anímicas. “Sensación” y “emoción” son siempre copresentes.
En resumidas cuentas: las sensaciones son la
inmanencia de su propia genealogía, figuras históricas que evocan un rango de
afectividad condición de posibilidad de las narrativas y significancias
sentimentales que de allí puedan derivarse.
Recuperando
nuestra descripción de la inevitable “maduración de la imagen” como proceso
inmanente a la percepción como actividad histórica, y aplicándola a la
sensación, podemos deducir que es
posible un código específico de la sensación, independiente a la “máquina molar” significante lingüística.
Es decir: en la medida en que cada sensación se da subsidiariamente a las sensaciones
similares pre-conocidas por el sujeto que las recibe, cada sensación no es una
entidad autocomprensible autónomamente, sino que forma parte de una cadena que
la determina, es decir, de una función, y por tanto de un código.
La génesis de los “códigos” o
aparatos molares es uno de los grandes flecos de los materialismos, pues a
menudo son aceptados como instancias problemáticas cuya función estricta de
distribución de límites coercitivos parece incomposible con la univocidad de lo
inmanente: en los vitalismos, queda sin
resolver cómo es posible que lo real se coarte a sí mismo sin la concurrencia
de ningún agente exterior, necesariamente imposible pues lo real único según dicho sistema metafísico.
El código no puede ser represión negativa, sino únicamente acción afirmativa,
intrínseca a lo real y nunca impuesto a ello. Citando un ejemplo bien conocido,
en realidad la figura del “cuerpo sin órganos” nos resulta mucho más
trascendental e impresente que el “cuerpo codificado” como actualidad de facto.
El ladrillaco que acabo de soltar
me parecía imprescindible para explicar el valor que encuentro en el trabajo de
John
Maus, un creador que (junto a Ariel Pink y Sun Araw) seguramente sea el que con más buen
juicio es capaz de incorporar la sensación como construcción cognitiva a un
discurso artístico verdaderamente contemporáneo. Y es que contrariamente a la
lectura más habitual de los historicismos
posmodernos, es posible concebir una poética de lo retro que no sea ya
culturalista o intelectualista, sino absolutamente fisiológica e inmediata, no
mediada por la reflexión. He utilizado la palabra “retro” porque Maus se mueve
descaradamente en la estética vintage, pero insisto que en su caso el manejo de
las referencias históricas no es simbólica / lingüística, sino sensitiva /
afectiva: sus temas utilizan la evocación retro como vehículo de una
determinada afectividad que le es exclusiva, al margen de cualquier
significación o sentido. Quizás todo lo retro haya funcionado así siempre, pero
es en esta nueva generación de músicos y cineastas de escuela hauntology cuando dicha
dimensión se sitúa en el epicentro del programa estético.
Alguien describía la música de
Pink como la que produciría alguien que se hubiese quedado dormido escuchando
radiofórmula tipo Cadena 100, rumiando y reconstruyendo esos sonidos hasta que
perdiesen su estructura formal habitual y quedando reducidos a una masa
sensorial afectiva informe, decodificada e in-significante pero depositaria
todavía de un orden propio de reminiscencias. No se trata (contrariamente a los
presupuestos del posmodernismo de los ochenta) de recurrir a lo retro de manera
irónica o intelectualizada, sino apropiándose de las sensaciones que quedan
asociadas o inscritas en cada período histórico, recurriendo a la figura del fantasma como
encarnación del inconsciente inmemorial,
algo así como figuraciones que reterritorializan
sensaciones hápticas y auráticas mediante lenguajes informalistas donde la
dialéctica de incorporales produce intensidades ilimitadas, en sfumatto.
Lo más asombroso de Maus es su
capacidad para cincelar cadáveres exquisitos a partir de del detrito de sonidos
de karaoke o puticlub, bandas sonoras de cine barato, sentimentalismo grotesco
eurovisivo, torch songs de culturas periféricas e himnos generacionales de
hamaca y Frigopié: el suyo es un universo paralelo situado fuera del tiempo,
una mutación ucrónica de “los ochenta” como delirio colectivo que funciona
tanto arqueología del imaginario colectivo inmemorial, donde surrealismo y
patafísica firman una alianza estética de efectos emocionales imprevisibles e
indecidibles (¿son canciones tristes, alegres, humorísticas, feístas,
catárticas…?), de hechuras conscientemente imperfectas, casi pegadizas y retorciendo su estructura hasta desfallecerla en
esa miasma de sensaciones reminiscentes
de la que he hablado: la evocación retrospectiva e histérica de un tiempo que
nunca tuvo lugar, y al que por tanto sólo cabe recurrir en cuanto fantasma y
ensoñación, algo así como una reflexión arty sobre la monumentalidad del pop.
Todo monumento es
la conmemoración de un evento
histórico, de una u otra manera, y desde esa acepción lo crucial del método hauntológico
es su búsqueda de la monumentalización de los afectos característicos de la
cultura de masas (carrusel de representaciones, iconos, sensaciones),
efímeros y autoconclusivos, con su propio sistema de mitos y leyendas,
atravesados por incontables líneas de filiación, asociación y fuga, desplegando
un santuario nómada y ubicuo sobre el que proyectamos los accidentes de nuestra
biografía. John Maus o Ariel Pink son cartógrafos del firmamento pop, que
reconstruyen de manera paradójica, distante pero muy emocional, alcanzando esa
monumentalidad en la que el homenaje o guiño más o menos simpático pierde su
condición meramente generacional para rebelar lo trascendental de las figuras
que componen nuestro imaginario. Un monumento que, desprovisto del relato
legitimador a la antigua usanza (cuando todo monumento se justificaba como la
celebración de un acontecimiento-ficción narrativo: una batalla, un rey
heroico, una catástrofe histórica…) sólo puede ser el mausoleo de sensaciones
vividas, y trasladadas a un universo in-significante donde colisionan topológicamente
con recuerdos, conceptos y perceptos.
Vuelvo al principio del post, la imagen que envejece, lo percibido y memorizado que madura en su
quietud… y esa tal vez sea una de las claves de la monumentalidad:
la negación del paso del tiempo trasladando las imágenes a un pasado puro
trascendental donde se convierten en leyendas como salvoconducto de la
eternidad, afirmando la vejez como el
único espacio inmune al presente. ¡Vano intento, sino es bajo el amparo de
un idealismo confinante en el estatismo de las representaciones! Maus y Pink,
como tantos otros artistas de su genealogía, construyen obeliscos
celebrativos de los márgenes de la
cultura pop como custodios de afectos innombrables, in-formables,
inconscientes, inmarchitables: hilando narrativas a través la textura de
nuestro tejido anímico, una práctica en el fondo trágica y doliente, pues el
resultado es una monumentalidad post-realista que no puede permitirse el lujo
de tomarse en serio a sí mismo, y ha de conformarse con el simulacro de su
propia sombra en tornasol.
***
Ok. Creo que como tú sugieres, existen una serie de “cosas” que evocan más que son. Me explico: creo que lo artístico es informe porque se presta a muchas interpretaciones posibles, y proviene de interpretaciones antagónicas de alguna manera “reconciliadas” singularmente -por alguien o por algo-.
ResponderEliminarMientras que “lo que hay” tiene sólo muy pocas interpretaciones posibles. Sería la re-producción de una singularidad adaptada a una nueva realidad, fruto precisamente de la acumulación de esas re-producciones... ad infinitum. O lo que se ha venido llamando “virtuosismo”. Otro tipo de “arte” muy interesadamente fomentado en esta era tecnológica de la comunicación y de la acumulación.
También supongo que todo depende de si uno “siente” que carece más de identidad o de individualidad. Algo inherente al “new world order”. Sería entonces más bien una actividad “compensatoria” -desde mi punto de vista-.
Creo que fue Guy Debord quien dijo que “la actividad política que llevaban a cabo los situacionistas debería de convertirse en algún momento en terapéutica”. Aunque pensándolo bien ¿no ha sido siempre la accción política un determinado tipo de acción terapéutica?
… esta respuesta se alarga mucho, así que intentaré escribir un post, a ver si llego a alguna conclusión...
http://pijamasurf.com/2012/05/sociedades-humanas-y-colonias-de-hormigas-son-cada-vez-mas-parecidas/
Uy el tema que planteas en el primer párrafo me parece muy complejo. Cada vez tengo menos clara la idea del "ser", porque ese concepto en realidad es el ensamblaje de varias instancias. Para empezar, el ser es siempre histórico, y es un atributo que se proyecta desde la conciencia a determinados segementos de realidad que individuamos y a los que atribuimos una identidad conforme a su unicidad. Supongo que la dificultad de pensar ontología para un español tiene mucho que ver con las particularidades de nuestro idioma. Por ejemplo, la diferencia entre "ser" y "estar" me parece que deja al "ser" como una idea estrictamente metafísica: lo que existe "está", y su ser no es más que la trayectoria histórica de su identidad. En términos matemáticos, creo que el "ser" es la integración en el tiempo del estar... pero la función resultante es irregular y discontinua (pues la historia de cada "ser" está llena de sobresaltos, permutaciones y catástrofes)con lo cual en realidad no sirve para nada, es una noción muy tonta. Lo que algo "es", como categoría, me parece la menos interesante desde el punto de vista de la metafísica.
ResponderEliminarÚltimamente pienso bastante en esa cuestión porque el "ser" va de la mano de la identidad, y ahí ya entramos en arenas más movedizas, sobre todo desde el punto de vista político. Los continentales han llegado todos más o menos a la conclusión de que la "identidad" es una categoría que oprime y coarta pues suele estar condicionada o directamente determinada por instancias de poder... sin embargo IMHO nadie se ha planteado con inteligencia cómo coño instituirse en sujeto político careciendo de identidad, o asumiendo una identidad infinitamente plástica. En ese sentido, Foucault y compañía me parecen muy simplistas, y desde luego el modelo Rizoma ha sido un bluff total al menos hasta el momento, las revolucioncillas "rizomáticas" son una tomadura de pelo completamente inútiles, no han funcionado. El problema del 15M incluso en su facción más leída es que su apuesta por la no identidad, el rizoma, el nomadismo, sólo eran capaces de promover discursos y prácticas criticos, pero no proactivos. Quiero decir: el 15M era una crítica al sistema, y por tanto una máquina dependiente completamente del sistema, de cuyos movimientos dependían. El rizoma sólo funciona como fenómeno vírico, y por tanto parasitario: muerto el huesped, muere también el virus. En eso han sido muy torpes y frívolos, creo que los cimientos de la política de "la diferencia" son de barro totalmente. Bueno seguiremos sobre el tema.
Ok. Totalmente de acuerdo contigo. Pero yo no hablo del ser, hablo de “evocar”. Algo así como de la sombra que proyecta eso que parece que hay. Un rollo patatero inescrutable, sí señor.
ResponderEliminarLo de la política en cambio no lo veo como tú. Esas críticas del 15M son hoy bastante más potentes que en el 68. Y creo que incluso más lúcidas y concretas; con premios Nobel de medicina y Economía acusando directamente a los políticos, a “los mercados” y a las corporaciones. Además está esta cosa llamada internet que antes no estaba, y que se revuelve como un bumerang contra quienes creen poder controlarlo como a cualquier otra “cosa”. Y la información es bastante más escurridiza y “sensible” que los bienes materiales, aunque estoy de acuerdo contigo sobre el bluff del rizoma y sus cimientos de barro (aunque por algún sitio había que empezar, supongo).
Ok. Totalmente de acuerdo contigo. Pero yo no hablo del ser, hablo de “evocar”. Algo así como de la sombra que proyecta eso que parece que hay. Un rollo patatero inescrutable, sí señor.
ResponderEliminarLo de la política en cambio no lo veo como tú. Esas críticas del 15M son hoy bastante más potentes que en el 68. Y creo que incluso más lúcidas y concretas; con premios Nobel de medicina y Economía acusando directamente a los políticos, a “los mercados” y a las corporaciones. Además está esta cosa llamada internet que antes no estaba, y que se revuelve como un bumerang contra quienes creen poder controlarlo como a cualquier otra “cosa”. Y la información es bastante más escurridiza y “sensible” que los bienes materiales, aunque estoy de acuerdo contigo sobre el bluff del rizoma y sus cimientos de barro (aunque por algún sitio había que empezar, supongo).
Pero... falta una utopía. Personalmente encuentro tan obsoleto el "sistema" que es necesario inventar una nueva maquinaria para organizar, al menos, "lo común". Respecto al 15 M tienen un buen diagnóstico, quizás un buen pronóstico, pero no un tratamiento. En fín esta cuestión da para muchos posts, así que seguimos para bingo.
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