lunes, 6 de agosto de 2012

Monumento en sombra

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john maus - a collection of rarities and previously unreleased material (2012)
(
como excusa para un discurso sobre  Sensación y memoria
)


Los que, como yo, ya peinen canas, seguramente habrán advertido el curioso fenómeno del envejecimiento de las imágenes. Necesariamente estáticas e impertérritas, protegidas del paso del tiempo en el formol de la memoria, la imagen no deja sin embargo de mutar cada vez que vuelve a presentársenos, como si estuviese sometida a una maduración paciente y constante bajo su aparente quietud. Una fotografía nunca es la misma cuando la volvemos a ver, cada nuevo acceso a ella encuentra en ella nuevos detalles, ha evolucionado, algo en ella no es lo mismo: nuestro ojo la percibe como diferente, pues el reconocimiento nunca es repetición pura, sino un intento imposible de recreación. El mármol del David de Miguel Angel es el mismo hoy que hace quinientos años, y sin embargo la imagen que vehicula (como depósito de contenidos trascendentales a su sustancia material) no deja de transfigurarse incesantemente, pues la imagen no puede ser una identidad inerte sino una serie en perpetua derivación: la razón que rige su trayectoria viene dada por la reverberación con el ojo que la contempla. Las imágenes viajan con nosotros, y sobre ellas quedan inscritas mediante nuestros afectos los accidentes de nuestra biografía. Las imágenes, los conceptos y las palabras no son inmunes a la huella del tiempo vital, que todo lo dispone y vuelve a disponer. A medida que me hago adulto, el mundo y sus imágenes se hacen adultos conmigo.


Esto que digo no tiene nada de metafórico ni recurso poético, ese “envejecimiento” de las imágenes no es una expresión alegórica o alusiva, sino un hecho perfectamente científico y fundamental a toda investigación cognitiva: es un fenómeno más o menos misterioso y susceptible de ser abordado desde infinitos sistemas (desde la hermenéutica a la reconstrucción), pero perfectamente mundano, fáctico.  No hablemos más de Miguel Angel, y pongamos un ejemplo menos ilustre pero más cercano: nuestra percepción de los efectos especiales de una película a medida que se va alejando el momento de su estreno. “Las imágenes envejecen”, ese es el motivo por el que Godzilla es un muñeco friki y entrañable en 2012, cuando en 1965 era una bestia monstruosa y nada cómica. Resulta desconcertante pensar que incluso los films más kitsch de serie B de los años 50, con esos monstruos de cartón piedra que hoy en día resultan hilarantes, en su día eran ilusionismo de vanguardia, y el impacto y asombro que producían en la audiencia era el mismo que hoy puedan despertar las últimas sofisticaciones en 3D. Pero podemos dar ejemplos incluso más inmediatos de ese inevitable envejecer de lo ya visto, que todos hemos vivido en nuestras carnes: muchos recordaréis el impacto que supusieron, por ejemplo, las infografías de Terminator 2, que en su día fueron consideradas de un realismo casi insuperable, hasta el punto de que nuestros ojos eran incapaces de discernir en muchos casos qué elementos de la película habían sido filmados in situ y cuáles habían sido editados digitalmente.  Sin embargo, revisado el film hoy en día, sus efectos resultan estridentes, groseros, de una evidencia casi insolente, y se ha perdido para siempre aquella sensación de realismo que transmitía en su debut. ¿Qué ha pasado para que una película envejezca de esa manera, cuando sus imágenes siguen siendo las mismas que en el momento de su estreno?

El ejemplo de los efectos especiales es esclarecedor, pero no es más que la punta del iceberg de esa mutabilidad connatural a toda imagen, que como objeto de la conciencia es percibida subsidiariamente al conjunto de las demás imágenes que se hayan presentado a ésta, y con las que comparte algún tipo de similitud o tangencia, o dicho en conceptos platónicos, reminiscencia. Otro proceso ejemplar de este fenómeno es la percepción que nos hacemos de los objetos de consumo a medida que éstos suben o bajan en la bolsa de valores de “las tendencias”: unas mismas zapatillas Nike que hoy nos parecen irresistibles, pueden avergonzarnos después de un par de temporadas, o viceversa. Las All-Star fueron durante años iconos del gañanismo hasta que los modernos decidieron que había llegado elmomento de observarlas con ojos deseantes. La inmanencia de ese envejecimiento de lo percibido se da en el objeto percibido en cuanto tal, en su misma presentación a la conciencia, sin la necesidad de gesto intelectual de ningún tipo. Los atributos de valor que presenta una imagen se incorporan a ella, forman parte de su estructura percibida y reconocida, con anterioridad a cualquier reflexión o valoración consciente. Puntualizo que cuando utilizo el término “imagenno me refiero a una construcción visual, sino cognitiva: considero que el imaginario funciona con un tipo de objetos que le es propio, que quizás convendría llamar “cosas” y que incluye componentes sensoriales, narrativos, de valor, afectivos e intencionales. 




 
Ese envejecimiento es universal, y lo mismo afecta a Las Meninas que a los envases de yogur: el paso del tiempo se inscribe en la imagen, no sólo la connota sino que la constituye, y a la luz de este irremediable proceso, toda aspiración a producir “una obra atemporal, eterna” carece de todo fundamento.  Y en ese sentido, como en tantos otros, la crítica artística se muestra muy torpe en su glorificación ingenua de los artistas que aspiran a la atemporalidad, obcecados en la manufactura de piezas que por su esencia escapen a lo contingente de su momento de producción. Suelen ser artistas de lo universal, lo natural, lo verdadero, lo humano, conceptos superados hace ya mucho y que, no tan paradójicamente, son glorificdos por el academicismo institucional: sirven para ocultar lo eventual de ideas que vienen en un envoltorio de falsa eternidad.  Entre los arquitectos, esa “atemporalidad” como valor de distinción resulta especialmente enervante, por el modo altisonante, narcisista y snob con el que defienden su supuesta marginalidad respecto a cualquier moda efímera, apelando en cambio a la búsqueda de piezas que de algún modo sean capaces de trascender el tiempo. Todo arquitecto académico aspira secretamente a producir monumentos, incluso para el programa más liviano. Además de imposible, dicha aspiración es muy poco hábil, e irrespetuosa con muchas de las oportunidades que ofrece ese connatural envejecimiento de la imagen. Hasta cierto punto, esa glorificación trascendentalista del “arte intemporal” exclusiva al Arte académico y de voluntad museístico-capitalista son Idelogía en el sentido marxista, el de estetizar las dinámicas de producción hasta reducir al arte al servicio de los flujos de capital.

Las formas de expresión vernácula y el arte folklórico no tiene ningún problema ante el hecho de que sus producciones envejezcan, y de hecho esa inscripción en un determinado período forma parte de los aspectos positivos de cada artefacto. Mientras “artistas” como Souto de Moura o Chillida magnificaban su mitificación de su persecución de la atemporalidad, muchos esperan que un disco de los años 60 suene decidida y exclusivamente sesentero, pues el hecho de que ese sonido haya sido en un determinado momento “el sonido de moda” es una de las características de su encanto.
Entre otras cosas, las modas (siempre atendidas bajo la sospecha acusadora de la frivolidad, la gratuidad, la espectacularidad) permiten cartografiar con mucha naturalidad el momento en que un objeto ha sido producido, y por tanto muchas de las características que mostrará no sólo en su aspecto sino también en su comportamiento: la carrocería de un Ferrari de los años 60 no representa tan sólo la estética de moda en su tiempo, sino también por asociación su velocidad punta, su consumo de combustible, sus prestaciones (pues éstas son contemporáneas a la moda a la que responde la carrocería, que pasa así a enunciar mucho más que un mero gesto estético).

Esta inscripción de la imagen en el tiempo, y la percepción de la distancia que nos separa de ella, es como digo un fenómeno inmanente a la imagen, no se trata de ninguna metáfora o símbolo de otros temas: se da en la imagen fenoménica, y no sólo en la figura ni significante ni significada). Ocurre en la mirada, y no en su reflexión.

Es una   sensación.


La sensación es el momento cognitivo que seguramente más inquietud ha presentado a los pensadores continentales del siglo XX, porque permite abordar de manera trasversal algunas dicotomías que en ella se diluyen: la sensación es simultáneamente en el cuerpo y en la conciencia, no distingue entre denotación y connotación, es inmediata pero mediada por la subjetividad… En cierto sentido, es el gran as en la manga de los materialistas para acorralar la autonomía de la conciencia, hasta el punto de que en sus claves se buscan las llaves del palacio de la mente: son lo más cercano que lo pre-personal e irreflexivo, la res extensa, ha estado de la conciencia imaginaria que habitamos.

Radicalizando su importancia, la sensación es además un campo de batalla político de primer nivel, pues en ella tienen lugar fenómenos susceptibles de ser apropiados como armas de dominación o maldades de otra índole, al ser una dimensión permeable del sujeto pero anterior a lo consciente. Lo subliminal tiene mucho que ver con la sensación, pues es un tipo de información que no pasa a través de la conciencia pero que el cuerpo incorpora a su red de asociaciones perceptivo-afectivas. Esto explica por ejemplo que el color del envase de un determinado producto despierte en la inconsciencia del comprador ciertas asociaciones que éste no percibe pero que incidirán sobre su decisión de compra. En ese sentido, como biopolítica directa y en acto de mecanización de los cuerpos, su potencial es evidente, por lo que la hechicería de la publicidad tiene mucho que ver con el dominio de los secretos semióticos de las sensaciones. Un buen publicitario, chamán como ningún otro del mundo actual, es siempre un hábil prestidigitador de las sensaciones.

Según las aproximaciones materialistas a la psicología de los sentidos, la carga afectiva de toda sensación depende del instinto de supervivencia de la especie: como impresión sensorial instantánea e inmediata, proporciona en forma “de un golpe” un tipo de información que permite al sujeto, por ejemplo, huir ante una presencia peligrosa. Las asociaciones memorísticas que lleva en sí cada sensación tienen entonces una función de aprehensión de las potencias y valores que sugiere la figura pre-formada en ella. De este modo, las sensaciones son instrumentales a lo volitivo y operan en rangos afectivos como temperaturas, trayectorias, espacialidad, iconicidad, complacencia, etc. Pese a su no-presencia a la conciencia reflexiva y su instantánea trans-figuración en un objeto identificado como tal, la sensación, en palabras de Deleuze, “subsiste”, e “insiste” tras su desaparición, como una plusvalía de la cognición, un exceso de apercibimiento, que revolotea en el pensamiento en la forma de sombra. La modulación que podamos hacer de ellas mediante el pensamiento consciente es limitada, y el grado de autonomía que presentan al pensamiento les otorga un rango quizás preconsciente, si no inconsciente.

Para esos mismos psicólogos cognitivistas, la sensación es quizás el medio de aprehensión de lo real propio de los animales, cuyo umwelt es un territorio definido por intensidades de valor y potencias de interacción, no codificadas aún por un “lenguaje” que sería exclusivo al ser humano. Esta circunstancia presenta de nuevo una problemática crucial desde la perspectiva del materialismo, pues permite encontrar en el cuerpo la inmanencia del lenguaje a través de su necesaria recurrencia a la sensación. Las figuraciones que lleva a cabo el imaginario lingüístico, previamente a la complejización mediante lo simbólico, se llevan a cabo partiendo de la “materia bruta” de las sensaciones, que pueden así ser consideradas el cimiento de todo el complejo entramado lingüístico que las clasifica, identifica y codifica, permitiendo su incorporación al bagaje informativo con el que opera la inteligencia reflexiva. El “giro lingüístico” y las filosofías nominalistas del siglo XX otorgan a las lenguas una misteriosa autonomía respecto a lo real y son así incapaces de dar cuenta del fenómeno de la sensación como objeto sensorial necesario y anterior a cualquier contingencia del lenguaje, al que exceden y determinan. El célebre “platonismo invertido” sin embargo no es capaz de modelizar la paradójica condición a la vez “inmediata” y “mediada por la memoria”, exclusiva a las sensaciones. 


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Siguiendo con el juego de una fenomenología materialista de la sensación, conviene puntualizar que desde esta perspectiva las figuras del pensamiento no son objetos en la conciencia, sino instancias propias a y de  la conciencia: es decir, son la sustancia inmanente de la conciencia, los elementos de los que está hecha, y no aquello que la conciencia alberga. El materialismo niega la posibilidad de una subjetividad con grado alguno de autonomía, siendo “la mente” la entidad resultante de una determinada concatenación de figuras o fenómenos: el sujeto sería así un epifenómeno derivado del campo objetual. Esta especificación abre una cuestión muy interesante para el tema que nos ocupa, como es el de los estados anímicos, que por fuerza han de efectuarse entonces en las figuras del pensamiento, y no como su afuera, su connotante o su contexto : no puede haber más estado de ánimo que aquel que se incorpore al objeto de atención de cada momento, pues son ellos el único contenido de la conciencia sujeta a cada padecimiento, y su única presencia.
¿A dónde conduce esta deducción? Como es habitual en ciertos estudios de fenomenología del arte, a considerar dicho campo como un almanaque emocionl en el que determinados estados anímicos son fijados como evocación a determinadas figuras, o en términos de Deleuze y Guattari, “bloques de percepto y afecto”. El objeto anímico por excelencia es entonces la pieza artística, pues en ella se encarna la afectividad atópica. Así considerado, el arte, como gimnástica de las figuras de pensamiento (musculación de la cognición, por así decir) es un efectuante de primer orden de sensaciones afectivas, pues los objetos que maneja son depositarios de reminiscencias anímicas. “Sensación” y “emoción” son siempre copresentes.
En resumidas cuentas: las sensaciones son la inmanencia de su propia genealogía, figuras históricas que evocan un rango de afectividad condición de posibilidad de las narrativas y significancias sentimentales que de allí puedan derivarse.


Recuperando nuestra descripción de la inevitable “maduración de la imagen” como proceso inmanente a la percepción como actividad histórica, y aplicándola a la sensación, podemos deducir que es posible un código específico de la sensación, independiente a la “máquina molar” significante lingüística. Es decir: en la medida en que cada sensación se da subsidiariamente a las sensaciones similares pre-conocidas por el sujeto que las recibe, cada sensación no es una entidad autocomprensible autónomamente, sino que forma parte de una cadena que la determina, es decir, de una función, y por tanto de un código.
La génesis de los “códigos” o aparatos molares es uno de los grandes flecos de los materialismos, pues a menudo son aceptados como instancias problemáticas cuya función estricta de distribución de límites coercitivos parece incomposible con la univocidad de lo inmanente: en los vitalismos, queda sin resolver cómo es posible que lo real se coarte a sí mismo sin la concurrencia de ningún agente exterior, necesariamente imposible pues lo real único según dicho sistema metafísico. El código no puede ser represión negativa, sino únicamente acción afirmativa, intrínseca a lo real y nunca impuesto a ello. Citando un ejemplo bien conocido, en realidad la figura del “cuerpo sin órganos” nos resulta mucho más trascendental e impresente que el “cuerpo codificado” como actualidad de facto.

El ladrillaco que acabo de soltar me parecía imprescindible para explicar el valor que encuentro en el trabajo de John Maus, un creador que (junto a Ariel Pink y Sun Araw) seguramente sea el que con más buen juicio es capaz de incorporar la sensación como construcción cognitiva a un discurso artístico verdaderamente contemporáneo. Y es que contrariamente a la lectura más habitual de los historicismos posmodernos, es posible concebir una poética de lo retro que no sea ya culturalista o intelectualista, sino absolutamente fisiológica e inmediata, no mediada por la reflexión. He utilizado la palabra “retro” porque Maus se mueve descaradamente en la estética vintage, pero insisto que en su caso el manejo de las referencias históricas no es simbólica / lingüística, sino sensitiva / afectiva: sus temas utilizan la evocación retro como vehículo de una determinada afectividad que le es exclusiva, al margen de cualquier significación o sentido. Quizás todo lo retro haya funcionado así siempre, pero es en esta nueva generación de músicos y cineastas de escuela hauntology cuando dicha dimensión se sitúa en el epicentro del programa estético.

Alguien describía la música de Pink como la que produciría alguien que se hubiese quedado dormido escuchando radiofórmula tipo Cadena 100, rumiando y reconstruyendo esos sonidos hasta que perdiesen su estructura formal habitual y quedando reducidos a una masa sensorial afectiva informe, decodificada e in-significante pero depositaria todavía de un orden propio de reminiscencias. No se trata (contrariamente a los presupuestos del posmodernismo de los ochenta) de recurrir a lo retro de manera irónica o intelectualizada, sino apropiándose de las sensaciones que quedan asociadas o inscritas en cada período histórico, recurriendo a la figura del fantasma como encarnación del inconsciente inmemorial, algo así como figuraciones que reterritorializan sensaciones hápticas y auráticas mediante lenguajes informalistas donde la dialéctica de incorporales produce intensidades ilimitadas, en sfumatto.
 

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Lo más asombroso de Maus es su capacidad para cincelar cadáveres exquisitos a partir de del detrito de sonidos de karaoke o puticlub, bandas sonoras de cine barato, sentimentalismo grotesco eurovisivo, torch songs de culturas periféricas e himnos generacionales de hamaca y Frigopié: el suyo es un universo paralelo situado fuera del tiempo, una mutación ucrónica de “los ochenta” como delirio colectivo que funciona tanto arqueología del imaginario colectivo inmemorial, donde surrealismo y patafísica firman una alianza estética de efectos emocionales imprevisibles e indecidibles (¿son canciones tristes, alegres, humorísticas, feístas, catárticas…?), de hechuras conscientemente imperfectas, casi pegadizas y retorciendo su estructura hasta desfallecerla en esa miasma de sensaciones reminiscentes de la que he hablado: la evocación retrospectiva e histérica de un tiempo que nunca tuvo lugar, y al que por tanto sólo cabe recurrir en cuanto fantasma y ensoñación, algo así como una reflexión arty sobre la monumentalidad del pop. 

Todo monumento es la conmemoración de un evento histórico, de una u otra manera, y desde esa acepción lo crucial del método hauntológico es su búsqueda de la monumentalización de los afectos característicos de la cultura de masas (carrusel de representaciones, iconos, sensaciones), efímeros y autoconclusivos, con su propio sistema de mitos y leyendas, atravesados por incontables líneas de filiación, asociación y fuga, desplegando un santuario nómada y ubicuo sobre el que proyectamos los accidentes de nuestra biografía. John Maus o Ariel Pink son cartógrafos del firmamento pop, que reconstruyen de manera paradójica, distante pero muy emocional, alcanzando esa monumentalidad en la que el homenaje o guiño más o menos simpático pierde su condición meramente generacional para rebelar lo trascendental de las figuras que componen nuestro imaginario. Un monumento que, desprovisto del relato legitimador a la antigua usanza (cuando todo monumento se justificaba como la celebración de un acontecimiento-ficción narrativo: una batalla, un rey heroico, una catástrofe histórica…) sólo puede ser el mausoleo de sensaciones vividas, y trasladadas a un universo in-significante donde colisionan topológicamente con recuerdos, conceptos y perceptos.
Vuelvo al principio del post, la imagen que envejece, lo percibido y memorizado que madura en su quietud… y esa tal vez sea una de las claves de la monumentalidad: la negación del paso del tiempo trasladando las imágenes a un pasado puro trascendental donde se convierten en leyendas como salvoconducto de la eternidad, afirmando la vejez como el único espacio inmune al presente. ¡Vano intento, sino es bajo el amparo de un idealismo confinante en el estatismo de las representaciones! Maus y Pink, como tantos otros artistas de su genealogía, construyen obeliscos celebrativos  de los márgenes de la cultura pop como custodios de afectos innombrables, in-formables, inconscientes, inmarchitables: hilando narrativas a través la textura de nuestro tejido anímico, una práctica en el fondo trágica y doliente, pues el resultado es una monumentalidad post-realista que no puede permitirse el lujo de tomarse en serio a sí mismo, y ha de conformarse con el simulacro de su propia sombra en tornasol.


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5 comentarios:

  1. Ok. Creo que como tú sugieres, existen una serie de “cosas” que evocan más que son. Me explico: creo que lo artístico es informe porque se presta a muchas interpretaciones posibles, y proviene de interpretaciones antagónicas de alguna manera “reconciliadas” singularmente -por alguien o por algo-.

    Mientras que “lo que hay” tiene sólo muy pocas interpretaciones posibles. Sería la re-producción de una singularidad adaptada a una nueva realidad, fruto precisamente de la acumulación de esas re-producciones... ad infinitum. O lo que se ha venido llamando “virtuosismo”. Otro tipo de “arte” muy interesadamente fomentado en esta era tecnológica de la comunicación y de la acumulación.

    También supongo que todo depende de si uno “siente” que carece más de identidad o de individualidad. Algo inherente al “new world order”. Sería entonces más bien una actividad “compensatoria” -desde mi punto de vista-.

    Creo que fue Guy Debord quien dijo que “la actividad política que llevaban a cabo los situacionistas debería de convertirse en algún momento en terapéutica”. Aunque pensándolo bien ¿no ha sido siempre la accción política un determinado tipo de acción terapéutica?

    … esta respuesta se alarga mucho, así que intentaré escribir un post, a ver si llego a alguna conclusión...

    http://pijamasurf.com/2012/05/sociedades-humanas-y-colonias-de-hormigas-son-cada-vez-mas-parecidas/

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  2. Uy el tema que planteas en el primer párrafo me parece muy complejo. Cada vez tengo menos clara la idea del "ser", porque ese concepto en realidad es el ensamblaje de varias instancias. Para empezar, el ser es siempre histórico, y es un atributo que se proyecta desde la conciencia a determinados segementos de realidad que individuamos y a los que atribuimos una identidad conforme a su unicidad. Supongo que la dificultad de pensar ontología para un español tiene mucho que ver con las particularidades de nuestro idioma. Por ejemplo, la diferencia entre "ser" y "estar" me parece que deja al "ser" como una idea estrictamente metafísica: lo que existe "está", y su ser no es más que la trayectoria histórica de su identidad. En términos matemáticos, creo que el "ser" es la integración en el tiempo del estar... pero la función resultante es irregular y discontinua (pues la historia de cada "ser" está llena de sobresaltos, permutaciones y catástrofes)con lo cual en realidad no sirve para nada, es una noción muy tonta. Lo que algo "es", como categoría, me parece la menos interesante desde el punto de vista de la metafísica.
    Últimamente pienso bastante en esa cuestión porque el "ser" va de la mano de la identidad, y ahí ya entramos en arenas más movedizas, sobre todo desde el punto de vista político. Los continentales han llegado todos más o menos a la conclusión de que la "identidad" es una categoría que oprime y coarta pues suele estar condicionada o directamente determinada por instancias de poder... sin embargo IMHO nadie se ha planteado con inteligencia cómo coño instituirse en sujeto político careciendo de identidad, o asumiendo una identidad infinitamente plástica. En ese sentido, Foucault y compañía me parecen muy simplistas, y desde luego el modelo Rizoma ha sido un bluff total al menos hasta el momento, las revolucioncillas "rizomáticas" son una tomadura de pelo completamente inútiles, no han funcionado. El problema del 15M incluso en su facción más leída es que su apuesta por la no identidad, el rizoma, el nomadismo, sólo eran capaces de promover discursos y prácticas criticos, pero no proactivos. Quiero decir: el 15M era una crítica al sistema, y por tanto una máquina dependiente completamente del sistema, de cuyos movimientos dependían. El rizoma sólo funciona como fenómeno vírico, y por tanto parasitario: muerto el huesped, muere también el virus. En eso han sido muy torpes y frívolos, creo que los cimientos de la política de "la diferencia" son de barro totalmente. Bueno seguiremos sobre el tema.

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  3. Ok. Totalmente de acuerdo contigo. Pero yo no hablo del ser, hablo de “evocar”. Algo así como de la sombra que proyecta eso que parece que hay. Un rollo patatero inescrutable, sí señor.

    Lo de la política en cambio no lo veo como tú. Esas críticas del 15M son hoy bastante más potentes que en el 68. Y creo que incluso más lúcidas y concretas; con premios Nobel de medicina y Economía acusando directamente a los políticos, a “los mercados” y a las corporaciones. Además está esta cosa llamada internet que antes no estaba, y que se revuelve como un bumerang contra quienes creen poder controlarlo como a cualquier otra “cosa”. Y la información es bastante más escurridiza y “sensible” que los bienes materiales, aunque estoy de acuerdo contigo sobre el bluff del rizoma y sus cimientos de barro (aunque por algún sitio había que empezar, supongo).

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  4. Ok. Totalmente de acuerdo contigo. Pero yo no hablo del ser, hablo de “evocar”. Algo así como de la sombra que proyecta eso que parece que hay. Un rollo patatero inescrutable, sí señor.

    Lo de la política en cambio no lo veo como tú. Esas críticas del 15M son hoy bastante más potentes que en el 68. Y creo que incluso más lúcidas y concretas; con premios Nobel de medicina y Economía acusando directamente a los políticos, a “los mercados” y a las corporaciones. Además está esta cosa llamada internet que antes no estaba, y que se revuelve como un bumerang contra quienes creen poder controlarlo como a cualquier otra “cosa”. Y la información es bastante más escurridiza y “sensible” que los bienes materiales, aunque estoy de acuerdo contigo sobre el bluff del rizoma y sus cimientos de barro (aunque por algún sitio había que empezar, supongo).

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  5. Pero... falta una utopía. Personalmente encuentro tan obsoleto el "sistema" que es necesario inventar una nueva maquinaria para organizar, al menos, "lo común". Respecto al 15 M tienen un buen diagnóstico, quizás un buen pronóstico, pero no un tratamiento. En fín esta cuestión da para muchos posts, así que seguimos para bingo.

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