martes, 11 de septiembre de 2012

Identidad política #6: ¿Cuánto vales?

El valor de los objetos, las personas y los objetos-personas 
en la revolución neoliberal

) ) ) ilustrada con instrumentos Fisher Price ( ( (





Ciencia y Ley

En los tiempos que corren (donde la conspiranoia se ha convertido en un instinto imprescindible para la supervivencia) uno debe desconfiar de la supuesta imparcialidad del sistema educativo capitalista, cuando constata que en nuestro país el 99% de los doctores ingenieros no tienen ni la más remota idea de lo que es la ciencia. Un escandaloso déficit de nociones mínimas de epistemología que en el caso del ciudadano común alcanza niveles ofensivos, pues pese a que cualquiera maneja conceptos y herramientas de cálculo muy complejas, en realidad se ignora todo sobre el nivel de “certeza” y “creencia” (o de sabiduría y fe) implícito al método científico. Todo el mundo da por buena esa idea de sentido común según la cual “ciencias son las disciplinas que trabajan con certezas y verdades irrefutables”, lo cual es de por sí una presuposición de una idiocia e ignorancia sonrojantes , pero más inaudita es la falta generalizada de conciencia de que los operadores que se utilizan en los relatos científicos son representaciones del mundo, y no el mundo en sí: no voy a dar aquí un curso acelerado de epistemología contemporánea, pero es insultante que el personal no comprenda por ejemplo que en realidad no hay “átomos” dando vueltas por ahí, sino que hay un mapa de lo real formado por “átomos” (figuras imaginarias que reverberan en lo fenoménico)  construido por los científicos, que ni es la única explicación posible de la composición de la materia, ni tiene realidad nouménica, por así decir.

 
Si comento esto con tan poca profundidad es para dejar clara una primera cuestión: las ciencias, por su esencia misma, por las limitaciones de la posibilidad de “conocimiento” apodíctico, no pueden ser en ningún caso monopolísticas. Es decir: puede haber infinitas ciencias absolutamente incongruentes entre sí para explicar cualquier fenómeno, y ser todas ellas válidas y verdaderas. Insisto: la ciencia no es (no puede ser) única ni atribuirse la gestión exclusiva de lo verdadero. Esta reflexión puede parecer a priori innecesaria en un hilo dedicado a la política, pero lo que acabo de decir tiene consecuencias políticas gravísimas, como ya dejó claro Foucault, y cuyas huellas podemos rastrear todos en nuestra vida cotidiana. Fundamentalmente, porque la ciencia goza de status legislador, y esto no es una metáfora sino un enunciado literal: por ejemplo, un peritaje (argumentado según determinadas categorías y métodos experimentales científicos) tiene un peso fundamental en la resolución de un juicio penal, hasta el punto que las conclusiones técnicas son las que inclinan la balanza de la justicia en uno u otro sentido. Si un psiquiatra, por ejemplo, dice que un asesino es un “psicópata paranoide”, la sentencia será diferente a la que resultaría si simplemente le atribuye “brote psicótico transitorio”. Y como estos ejemplos, miles: sencillamente, lo que dicen los científicos es dogma de fe, no admite requerimientos. A este respecto, recomiendo al lector que cuando lea en prensa titulares del tipo “científicos aseguran que reír varios minutos al día alarga la vida X años”, “expertos descubren que los videojuegos crean dependencia”, o “especialistas demuestran que la infidelidad es genética”,   se haga preguntas con prudencia antes de creerlo a pies juntillas: ¿qué expertos? ¿mediante qué criterios y experimentos? ¿existen expertos que piensen lo contrario? Algunos ejemplos de estas delirantes colisiones entre pseudo-ciencia y periodismo alcanzan niveles descacharrantes de absurdo, pero lo verdaderamente grave y tenebroso de todo esto es que, para el tema que nos ocupa, se considere sin mayores reflexiones que la economía es una ciencia y que por tanto sus deliberaciones son vinculantes.
Los economistas suelen decir “la economía no es una ciencia exacta”…. Y el problema es que es una ciencia exacta, tan exacta como la bioquímica, la física de partículas o la geometría euclidiana. La economía es a todos los niveles una ciencia (con su cierre categorial, su repertorio conceptual autónomo, su experimentación empírica o sus fenómenos paradigmáticos)… y las consecuencias de esta tesis son complejas y muy ilustrativas (tanto para explicar qué es la economía, como para explicar qué es la ciencia). Porque, en cuanto ciencia, es performativa y no sólo demostrativa: es decir, su uso establece las condiciones de su cumplimiento, de tal manera que los discursos económicos han sido históricamente (como todas las demás ciencias) profecías autocumplidas, pues su código no es meramente descriptivo, sino también prescriptivo.
Hay un concepto semiótico maravilloso que son las representaciones pushmi-pullyu de las que habla Ruth Millikan. Se trata de un tipo de signos que no sólo transmiten una información, sino que en el acto mismo de informar desencadenan un acontecimiento: cumplen simultáneamente función denotativa, prescriptiva e imperativa. El ejemplo que utiliza el autor para ilustrarlo son las danzas que realizan ciertas abejas ante un peligro, y cuyo contenido semiótico no es tan sólo informar del peligro sino exhortar a las demás abejas a la huida. Esta teoría semiótica ha sido muy discutida y cuestionada, pero creo que es una figura fantástica para expresar la performatividad de toda ciencia: el saber científico no sólo describe la realidad, sino que en su construcción la transforma, la co-produce. Eso es lo que hace la ciencia económica constantemente: inventarse argumentos con los que no sólo describen los fenómenos que se presentan, pues su repertorio categorial va determinando la dirección posible de los acontecimientos futuribles. Una característica que como digo es compartida por todas las ciencias, pero especialmente por las humanísticas: sociología, psicología, incluso medicina… no se limitan a “describir” sino que constantemente “prescriben”. No descubren un orden sino que indirectamente enuncian una orden.



Marx, Keynes y Hayek



No siendo este un blog para economistas, podemos permitirnos el lujo de explicar el tema como nos dé la gana, así que resumiendo a lo brutto podemos decir que esa “ciencia económica” sobrevive hoy en día discriminada bajo tres paradigmas, compartiendo todos ellos la mayoría de las categorías e instrumentos matemáticos, pero difiriendo en sus respectivas axiomáticas humanísticas de base: el marxista, el keynesiano y el liberal. Es muy curioso que estas tres escuelas compartan el andamiaje matemático con el que construyen sus historietas, porque lo cierto es que llegan a conclusiones morales completamente diferentes,  y cada una de ellas elabora un relato propio partiendo de una materia prima común: así, el marxismo refuta el capitalismo como un sistema endógenamente destinado a la autodestrucción, mientras liberales y socialdemócratas dan por buena la propiedad privada y la gestión crematística del capital, si bien llegando de nuevo a conclusiones antitéticas (en este caso, respecto a la idoneidad o no del  estado como figura económica). Por supuesto ha habido incontables planteamientos alternativos a estos, pero sólo estos tres se mantienen a día de hoy como voces legítimas y atendidas por la academia y el público. Conforme a la manía personalista propia del occidente contemporáneo, cada una de estas escuelas se organiza en torno a un gran ideólogo carismático (Marx, Hayek y Keyness) pese a ser en realidad construcciones con aportes de numerosos continuadores de cada punto de partida inicial, que podemos resumir someramente así:


Intervencionismo del estado
Propiedad privada
Banca de finanzas
Equidad de poder adquisitivo
Marx
A favor *
En contra
En contra
A favor
Keyness
A favor
A favor
A favor
En contra
Hayek
En contra **
A favor
En contra *
En contra


Tres curiosos patchworks de preferencias que, rellenando los espacios intersticiales entre estas grandes categorías, llegan a articular sus respectivas y exclusivas utopías. Y es que, pese a lo prosaica que pueda resultar a muchos, la economía es una disciplina extremadamente utópica: la ciencia económica hace referencia constante a cómo en las condiciones ideales de cada utopía ninguno de los actuales desmanes podría tener lugar, y los sermones ideológicos habituales en los blogs del ramo están plagados de ensoñaciones fascinadas y sublimantes de ese “mundo ideal” en el que cada una demostraría su supremacía. Por paradójico que suene, el horizonte que el economista proyecta sobre su profesión es romántico, heroico incluso, y justifican las continuas calamidades que causan apelando a que “las inadecuadas condiciones del mundo real son las culpables de que no se cumpla la utopía que ofrecemos”.
El cuadro que he adjuntado utiliza como veis una distinción binaria “a favor” / “en contra” de trazo grueso, porque si entramos a matizar nos damos cuenta de que las cosas no son tan sencillas ni claras, y es precisamente la ambigüedad de cada sistema económico lo que demuestra su necesaria insuficiencia: así, por ejemplo, Marx está a favor del estado sí sólo sí ese Estado responde a unas determinadas condiciones de soberanía (nunca alcanzadas en la historia de la humanidad) y sitúa una anarquía armónica como estadio final de la evolución de las sociedades, mientras que la inquina anti-estatalista de los liberales hayekianos acaba siempre recurriendo a alguna forma de estado para cubrir los puntos flacos de su teoría. Del mismo modo, el recelo liberal contra los grandes bancos como administradores de la masa monetaria es incoherente con una idea del crédito fundamental en su construcción teórica.
Pero, como vemos en el tipo de argumentario que utilizan los gurús económicos para cimentar sus respectivas teorías, recurren siempre a axiomáticas políticas como fundamento a la parte científica, y en ese sentido recupero el problema de la cientificidad: el marxismo es una “ciencia” porque las matemáticas que utiliza “se cumplen” cuando se aplican conforme a los parámetros que la componen, pero el problema es que dichos parámetros responden a una determinada cosmogonía política que, de no aceptarse, anula por completo la cientificidad de “El capital”. El mismo grado de exactitud condicionada puede encontrarse en los practicantes del keynesianismo, cuyas fórmulas funcionan siempre y cuando demos por buenas, por ejemplo, sus figuras “estado del bienestar”, “tipo impositivo” o “interés”.
Insisto en que mi conocimiento del tema es muy limitado y lo poco que sé de estructura económica es a nivel diagramático, pero en todas mis incursiones en esta disciplina he advertido la recurrencia con la que todos los discursos se construyen necesariamente sobre un concepto absolutamente metafísico, como es el valor. En mi opinión, esa es la pieza clave (y el punto límite) de la economía, una disciplina cuyo nombre podríamos cambiar por “ciencia del valor inmanente”. Afirmaba hace unos párrafos que la economía es una ciencia, y en este punto confirmo esa tesis desde la detección de su contenido específico, que como digo no es otro que el valor: dinero, capital, mercancía, interés, plusvalía, mercado, commodities… toda esa retórica categorial propia de los economistas es agua de borrajas si se prescinde de su radical, absoluta y genética fundación en la construcción de una teoría del valor. ¿Consecuencias? Con la subjetividad (glups) hemos topado.


Sistema de valores

Tras todo fenómeno económico late un impulso deseante, afectivo, pasional: a fin de cuentas, el dominio de lo económico es el estudio de las condiciones propias de las transacciones de bienes y objetos, y ese cambio de manos sólo tiene lugar en consecuencia a un proceso intencional. Entender que la economía es, en sus entrañas primarias, una subasta de deseos, traspone el debate de estructura económica desde la dinámica de flujos o teoría de sistemas (pues esos son en última instancia los campos con los que trabajan los economistas) hacia la antropología, pues es en el capricho humano donde se fundan los acontecimientos económicos: el precio es función de oferta y demanda, y la demanda es función del valor, y el valor es función del deseo, y el deseo es función de…¿la voluntad? ¿la necesidad? ¿la sugestión? … o ¿la cultura? ¿el cuerpo? Hemos entrado plenamente en los dominios de lo humano y su evanescente (y casi burlesca) aleatoriedad. El concepto de “valor” es en principio una construcción metafísica, pero a él acometen situaciones cotidianas de todo tipo, desde los tejemanejes financieros a las relaciones sentimentales, de los derechos humanos a simplemente la preferencia por los helados de fresa o vainilla: lo que algo vale o deja de valer es una característica esencial a toda nuestra percepción de la realidad. Nos pasamos la vida valorando lo que nos rodea, literalmente, y muchos sistemas metafísicos y cognitivos llegan a establecer el axioma de que lo real es efecto de determinaciones individuantes de valor.
En principio, una descripción del valor como atributo neutro y estrictamente lógico lo describiría como diferencial de necesidad y disponibilidad: cuanto más escaso es algo que necesitamos, más valioso será. Este principio es universal, y de hecho cualquier cosa ilimitadamente disponible (por ejemplo,  el aire) no vale nada, pues su acceso no es discriminatorio: la aparición de la categoría del “valor” implica que existe un límite a nuestra capacidad de acceder al objeto valioso, siendo esa limitación lo que deriva en un efecto de valor. Insisto en que el sol, el aire o la telebasura no valen nada porque su disponibilidad es total y universal.
Habíamos dicho que la economía como ciencia tiene sentido como estudio, sistematización y organización del valor, al que codifica mediante un índice universal que es la moneda, un instrumento fabuloso para enmascarar el hecho de que, tras toda esa hermética jerga financiera y bursátil, tras las “primas de riesgo” o los “déficits estructurales”, lo que estamos manejando es el valor de los bienes, los servicios y el trabajo. Y es que esa instancia evanescente que llamamos “el Sistema” no es más que la organización normalizadora del valor de las cosas, y por tanto de nuestros deseos. Ello se presta a oscuras e invisibles prácticas de dominación, pues ya que el “valor” es función de “necesidad” y “disponibilidad”, el poder se encarga con mucha sutileza de controlar tanto aquello que “necesitamos” (gestionando nuestras apetencias por medio de los aparatos de instrucción ideológica, esos que por ejemplo nos convencen de que necesitamos un Ipod) y por otra de aquello de lo que “disponemos” (pues aumentando la escasez de ciertos bienes, estos se aprecian). Es una dinámica perversa que fundamenta el organigrama que retroalimenta al capitalismo: por una parte se encarga de generar expectativas deseantes que doten de valor los gadgets que produce, y por otra manipula las condiciones de su producción de modo que la escasez sirva para encarecerlos, y la hiperdisponibilidad para abaratarlos. Este principio ha sido explicado con mucha profusión por los marxistas, así que a ellos me remito. El mismo Marx (que, por cierto, escribía con mucha soltura y sensatez, uno de los filósofos más legibles y accesibles que conozco) explicaba este fenómeno diciendo “La producción no produce solamente bienes, produce también hombres para consumirlos”.


 El des-precio profesional

Pero lo preocupante de este concepto de “valor” como función de necesidad y disponibilidad, cuando se aplica a las personas, da pie a algunos de los fenómenos más gravosos humanísticamente de toda esta gran crisis del capitalismo que estamos atravesando: al igual que sucede con los automóviles, los electrodomésticos o los jugadores de fútbol, cada uno de nosotros es un oscilador de valor, pues el mundo laboral funciona como un mercado de valores en el que nuestras cotizaciones suben y bajan en función de condicionantes que nos exceden por completo, y nos atraviesan hasta nuestro fundamento. Por ejemplo, el “valor” de un fisioterapeuta depende de la cantidad de profesionales de este tipo que haya en el mercado, y de la voluntad de los ciudadanos para contratar sus servicios, comparativamente a otras profesiones tangentes o equivalentes. Evidentemente las cualidades y capacidades de cada uno de los fisioterapeutas repercutirá en su apreciación, pero ni mucho menos puede determinar por sí mismo el valor de lo que hace. Por continuar con el ejemplo, su cotización de desplomaría si repentinamente mañana se difunde un estudio “científico” comisariado por “expertos” que “demuestre” que la fisioterapia no sirve para nada y además es peligrosa. De la misma manera, su valor descendería si se abren súbitamente 20 nuevas escuelas de fisioterapia sin restricción de matrícula y se cuadriplica en número de colegiados.  Los arquitectos estamos asistiendo atónitos a esta capacidad revalorizadora o depauperante del mercado a niveles catastróficos , pues nuestra profesión lleva un par de décadas sumida en una espiral de precarización cuya inercia se insinúa imparable.  En menos de una generación, y como consecuencia de esos componentes del “valor” de disponibilidad y necesidad, han pasado de ser un gremio elitista y excluyente de semi-aristócratas de alto valor de mercado, a una masa humana de titulados cuyos servicios se subastan a precio de saldo mientras la demanda se paraliza en un ciclo que se intuye prolongado y, en muchos sentidos, irreversible.
La devaluación de esta profesión ha sido inevitable y esperada con moderada convicción, pues la mayoría de los antiguos profesionales habían pensado que se trataba de un presagio demasiado tétrico como para poder llegar a realizarse, como si una debacle como la actual no pudiese pasar: en su día no se establecieron los cortafuegos contra lo que está pasando por ese optimismo tan panoli propio de la generación de la transición. Y sin embargo está pasando, sumiendo a la profesión en un estado de shock porque las condiciones a las que llevaba décadas acostumbrada se han desvanecido, y los asuntos mercantiles han presentado un órdago con una virulencia para la que no estábamos prevenidos. El arquitecto estaba acostumbrado a ser un empresario rutinario y bastante mal organizado, a una determinada inercia de obtención de clientes llena de automatismos, y a una escala de organización de los estudios (los precios, los plazos, los documentos de proyecto) aparentemente consistente y con sólida tradición de eficacia, y ni mucho menos contaba en su imaginario de eventualidades con un sobresalto de esta envergadura. A resultas de lo cual, el valor del arquitecto (esta vez como concepto mercantil, determinado por la posición relativa dentro de un mercado) se ha ido al garete y además literalmente: ya no son tan inusuales los casos de arquitectos trabajando gratis con excusas que me abstengo comentar.
Lo que estoy haciendo es un análisis técnico desde la categoría económica de “valor”, así que no se sobresalten los modernitos que ven en la crisis una “oportunidad” fabulosa para reinventar la arquitectura y demás encomiables utopías de wishful-thinking: el hecho “Científico” es que el valor en el mercado de estos profesionales ha encogido dramáticamente, y es un fenómeno que se siente a todos los niveles: depauperación del mercado laboral y su accesibilidad, depreciación de los servicios laborales, generalización de condiciones miserables de competitividad. Este hecho es más o menos correspondiente con una tortuosa transformación del “nicho de mercado” del arquitecto, que ve como algunas de sus antiguas competencias se reparten con los ingenieros o los interioristas, y busca reubicarse en diversos frentes en los que pretende presentarse entrando un poco a codazos, como un elefante en una cacharrería (caso extremo la presunta “habilidad natural” para el diseño gráfico que se adjudican muchos arquitectos).
Sea como fuere, la profesión “está cambiando”, o lo que es lo mismo, deberá gestionar su valor en el mercado en función de las nuevas condiciones de oferta y demanda. Este hecho ilustra la función última de esta “crisis”, que viene a ser un aggiornamento de los mercados, fenómeno que afecta a casi todas las profesiones (también periodistas, informáticos, médicos o sociólogos tienen la sensación de que sus mercados “están cambiando”), y cuya trascendencia ha dejado a muchos muy descolocados. Por resumirlo, diría que un análisis de “La crisis” desde el concepto del valor, da como conclusión:

La crisis no es sólo cuantitativa, sino también (y fundamentalmente) cualitativa

Esta frase es mucho menos abstracta de lo que pueda parecer, pues viene a decir que los que esperen que las cosas “vuelvan a ser como antes” se han quedado fuera de foco: ese tipo de resolución de la crisis no se va a producir, y por eso la palabra “crisis” (como mera alteración puntual y finita de un proceso continuo) es tan peligrosa por la confusión interesada que genera en los ciudadanos. Una “crisis” que no tenga vuelta atrás no es un acontecimiento crítico, sino paradigmático, y cambio de paradigma es lo que atraviesa el gremio de los arquitectos o lo que quede de él. Es más, los arquitectos “que aguantan la crisis” no son en absoluto el ejemplo a seguir, pues lo que hacen es cubrir únicamente los nichos que sobrevivan del languideciente mercado antiguo: el nuevo paradigma irá con seguridad por otros derroteros, con los que debe lidiar el conjunto de los profesionales. No se trata de que haya “menos encargos” que antes, sino que las nuevas condiciones del mercado exigen el cuestionamiento de tipo de encargos que se consideran fundamentales a la profesión, con el consiguiente reposicionamiento y especificación en el conjunto de las profesiones de atribuciones similares: lo que el arquitecto puede permitirse aspirar, ha de hacerlo considerando la convivencia con ingenieros, geólogos, aparejadores, diseñadores y demás disciplinas tangentes (y ¿rivales?) . Crisis cualitativa: en realidad, esta situación es la realización de uno de los paradigmas que resumí unos párrafos atrás, pues las nuevas condiciones de mercado son aparentemente menos keynessianas, y más hayekianas, en cuanto justificadas como resultantes de “medidas liberalizadoras” que todos los compartimentos del mercado laboral.



Los liberales



Los rojos más monolíticos me achacarán el interés por el liberalismo que mostré el año pasado, cuando atravesé un período de fascinación por el imaginario libremercantista tras el contacto con los apasionados y eruditos feligreses de esa doctrina. No me cansaré de decir que a lo largo de la “Crisis” el entorno intelectual más creativo, crítico, proactivo y entusiasta ha sido el de los liberales austríacos, mucho más frescos y dinámicos que los partidarios de un marxismo secuestrado por códigos muy poco sensacionales y cada vez más enrocados en el conservadurismo de sus viejos dogmas.  Y con un agravante comparativo más: el arsenal científico de los liberales se ha mostrado infinitamente más efectivo en sus previsiones que el de las escuelas rivales. Esta “crisis” confirma tan estrictamente los presupuesto de la analítica austríaca, que la legitimidad “científica” de sus tratados parece haber quedado fuera de duda. En este sentido, cualquier conocedor del tema ha de darme la razón: el discurso de los libremercantistas se ha comido con patatas a marxistas, hayekianos y neoliberales, que siguen atónitos ante una crisis que no supieron prever, y ante la que no están sabiendo reaccionar.
Todo lo que he dicho hasta ahora es como deducción de la analítica del concepto del “valor”, y es precisamente desde esa figura metafísica desde la que me he dado cuenta de que la doctrina Hayek es una completa pantomima, como pantomima es el conjunto de la ciencia económica, que no por auténticamente científica deja de ser pantomima. Sencillamente, el edificio liberal austríaco se desmorona por la torpeza de su teoría del “valor”, que como dije antes viene a fundar una antropología. En España hay feligreses de Hayek inteligentísimos y más que preparados, y muchos de ellos son muy activos en internet, pero mi favorito entre los diversos gurús es ni más ni menos que Luisito2 de burbuja.info, capaz él solito de desactivar la tesis de PP.CC mediante sus extenuantes entradas en el hilo correspondiente. El suyo es un discurso impecable cuya irreprochable corrección deductiva se desactiva por la errata en la que se funda: una teoría muy pobre del “valor”.
En resumidas cuentas: lo que afirman los liberales es que el mercado libre es un caso de estructura compleja del tipo ecosistema, una de cuyas características matemáticas necesarias sería el del autoequilibrio dinámico espontaneo. Es decir, Hayek parte de la confianza en un organismo autorregulado llamado “mercado” que , en ausencia de sin coacciones exógenas, se encargaría de ecualizar el “valor” natural de cualquier bien y servicio, como consecuencia de una idea científico-mística tan marymoderna como son los “sistemas auto organizados”, ontológicamente tendentes a las situaciones de equilibrio que impliquen el menor gasto de energía. Según la teoría liberal, ese “mercado” cumple espontáneamente esa función equilibrante (gracias a una misteriosa capacidad auto organizativa ya predicha por Adam Smith) siempre y cuando se le deje actuar en plena libertad, sin coacción política o intervencionismo estatal de ningún tipo: así, las cosas alcanzarían su valor objetivo. Si aplicamos este paradigma al ejemplo de los arquitectos, lo que afirman los hayekianos es que con el tiempo será el mercado el que termine por ajustar su valor en función de la oferta y la demanda, para lo cual será vital el ejercicio de “prueba y error” (pues los ajustes mercantiles, como las subastas, se formalizan mediante tanteos), y muy especialmente mediante la actividad del emprendedor, verdadero dinamizador e innovador de las dinámicas de mercado: en su culto a la autogestión económica, los liberales mitifican el gesto del emprendimiento empresarial, conforme a una antropología en la que la acción humana es de naturaleza empresarial (deducción a la que llevan gracias a una delirante pseudociencia supuestamente positiva y apodíctica que denominan “praxeología”).



Esta utopía presenta varios problemas, y el primero de ellos es su infantil presunción de que los asuntos políticos pueden desaparecer de un plumazo, gracias  a un gesto tan tonto como es la supresión de los estados (lo cual evidentemente no terminaría con lo político como dominio, sino que simplemente repartiría sus atribuciones en el sector privado, y por tanto libre de cualquier control o tutelaje democrático). Pero más flagrante si cabe es la torpeza de su conceptualización del “valor”, que en su ensayística se considera determinable objetivamente, lo cual es evidentemente absurdo: lo que valen las cosas es función de fenómenos de deseo que hacen que, por ejemplo, un guante viejo cueste unos céntimos en un rastrillo, mientras que un guante idéntico pero usado por Michael Jackson se subaste por varios miles de dólares. “Valor” es una instancia aurática, fuertemente connotable por procesos de seducción, cuyo balance objetivo es imposible.
Una crítica bastante sensata a esta concepción primitiva del valor puede leerse trasversalmente en el “Crítica de la economía política del signo” de Jean Baudrillard, una de los tres grandes ensayos posestructuralistas sobre economía (los otros dos serían “Economía libidinal” de Lyotard  y el primer “Capitalismo y esquizofrenia” sobre el que ya hemos insistido en el blog). Escrito en su etapa más descaradamente marxista y con la sombra de Lefebvre todavía rondando, el texto de Baudrillard desmonta la categoría del “valor de uso” mediante la aproximación a la condición semiótica de cualquier mercancía, que en realidad es siempre un objeto-signo. La mercancía, según el ensayo, funciona como un fetiche, signo arbitrario que expresa una dinámica de fuerzas y oculta otras, y que prolifera paralelamente a su sacralización, a la investidura social de deseo. De ello deduce que el “valor de uso” es esencialmente un ideograma mágico que no expresa una realidad objetiva cuantificable. Es decir, el “valor” es una ficción compartida* que responde a numerosos intereses y cuya ecualización es por tanto política. La autosuficiencia ecológica del libre mercado liberal quedaría por tanto invalidada según el análisis de Baudrillard, para quien las varianzas del valor económico son subsidiarias de un orden social de símbolos estatuarios cuyas complejidades desbordan la matemática liberal.
Los liberales responden a esta crítica con su exégesis de la figura del emprendedor: ya que el valor es dependiente de fenómenos de seducción, el empresario debe ser capaz de inventarse una demanda para su producto. La mística liberal afirma que el emprendedor es un “visionario” capaz de detectar necesidades latentes en la sociedad, y con capacidad para producir valor mediante la acción empresarial. Volviendo al ejemplo de los arquitectos, según Hayek lo que debe hacer esta profesión es investigar los requerimientos sociales susceptibles de ser cubiertos con sus competencias profesionales, y construirse un espacio en el mercado que les permita monetizarlas. Este proceso debe ser llevado a cabo individualmente y sin coacciones estatales o gremiales de ningún tipo, siendo necesario incluso la abolición de los colegios profesionales (por cuanto estos suponen de facto un orden monopolístico, inasumible para un buen funcionamiento del mercado libre). 



El problema de esta propuesta liberal es que se trata de un modelo fuertemente utópico que sólo funciona en condiciones ideales: para que la imprescindible balanza del valor pueda efectuarse libremente, el mercado ha de operar al margen de cualquier intervencionismo o coacción, y ello es imposible en el marco monetario actual de monedas centralizadas. En el sistema actual, el “valor” está sujeto a fuertes tensiones especulativas por su codificación métrica a través del dinero, pues la acumulación de capital actúa como un “vampiro” capaz de sustraer todo el valor potencial y redistribuirlo según intereses nada imparciales. Con lo cual, llegamos a un punto en el que la crítica liberal al capitalismo actual es casi idéntica a la marxista: el problema de fondo es la concentración de grandes masas monetarias, lo cual según Marx es culpa de las élites empresariales, y según Hayek de los estados a través de los bancos centrales. Las soluciones que proponen uno y otro son sin embargo antitéticas, pues mientras que los liberales radicales proponen la abolición de la génesis política de la moneda (controlada por los estados mediante los bancos centrales y la política fiscal y monetaria) mientras que el comunismo propone el control total del capital por parte de un estado benefactor.
Uno está muy tentado de confiar en los liberales radicales en su análisis de la actual crisis, pues para ellos el gran problema son el euro y el dólar, es decir, las monedas respaldadas por instituciones políticas. Todas sus energías se concentran en atacar esas grandes monedas para que se hundan, pues suponen que su injerencia en el libre mercado es la causa de las tensiones que vivimos actualmente: todas las supuestas “medidas liberalizadoras” que están imponiendo los mercados se quedarán en nada mientras no se liberalice también el mercado de la moneda, pues el control instrumental de la liquidez circulante maniata la posibilidad del empresario para moverse adecuadamente en un campo cuya irrigación depende todavía de la voluntad de las instituciones financieras. La distribución del valor que se deduce de esta manipulación de la cantidad de dinero que hay en movimiento alcanza complejidades que dan para otro post (pues el umbral en el que lo cuantitativo empieza a derivar en lo cualitativo remite a una problemática de otra índole).
Sea como fuere, lo que diferencia en su fundamento las utopías marxista y liberal se deduce de las diferentes antropologías que sustentan cada paradigma: la analítica liberal cree que el mercado es expresión del valor (y por tanto de los individuos, como previamente constituidos), mientras que Marx cree que el mercado construye sujetos. Y ese es el motivo por el que, personalmente, he llegado a la conclusión de que la utopía liberal austríaca es un gigante intelectual con pies de barro: no niego su impresionante categoría como construcción lógica, pero su teoría del valor es demasiado simplista, y muy probablemente de un simplismo interesado. El liberalismo es, no lo olvidemos, la teoría moral construida por los mercaderes, y ese fundamento empapa toda su retórica desde el planteamiento de que lo que dota al hombre de humanidad es su naturaleza empresarial. El libro de Baudrillard desmonta magníficamente esa suposición de un mercado aséptico e imparcial que funcione únicamente como reparto distributivo, cuando en realidad lo que lleva a cabo son procesos de partición constitutiva: crea no sólo produce mercancías, sino también necesidades, y más peligrosamente,sujetos. Vuelvo entonces a las reflexiones epistemológicas que abrían el post: los discursos económicos son representaciones pushmi-pullyu, profecías preformativas que establecen las condiciones de su cumplimiento. Cuando George Soros dice: “El precio del oro va a subir” no está transmitiendo una información, sino influyendo directamente sobre ese precio, pues sus palabras repercuten en su revalorización prescriptivamente.
Dicho lo cual, cabría reflexionar sobre qué intereses hacen que los economistas cuando comentan el futuro no lo hagan en calidad de “científicos” (lo son), sino de gurús, visionarios, oráculos místicos. Una forma cualquiera de reducir los fenómenos financieros a una indeterminabilidad completamente ficticia, y de ocultar que cada cosa que dicen es siempre de manera implícita un comando, una orden.





4 comentarios:



  1. Siguiendo esa interesante línea de “fisher price” -o más bien para desmantelarla-, lo primero sería crear otro tipo de “pulsión de muerte” -o de desaparación en la repetición, como dice Baudrillard-. Porque con la enorme propaganda publicitaria que el dinero hace de sí mismo... mal vamos, creo.

    http://www.dinosaurio.com/maestros/de-mayor-los-ninos-quieren-ser-millonarios.asp


    Bonita frase esa que has puesto de que “en el sistema actual, el “valor” está sujeto a fuertes tensiones especulativas por su codificación métrica a través del dinero, pues la acumulación de capital actúa como un “vampiro” capaz de sustraer todo el valor potencial y redistribuirlo según intereses nada imparciales”.

    Pero parafraseando a Zapatero, creo que los especuladores apostando contra sí mismos van a perder hasta la camisa. Aunque simplemente pueda ser otra “pulsión de muerte”, no sé.

    Lo más curioso es que esa pulsión por desaparecer está haciendo aparecer -cada vez más claramente- otras muchas cosas:

    http://www.attacmadrid.org/?p=6731

    Paradojas del liberalismo :-)

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  2. los comentarios sobre la pulsión de muerte en el libro de baudrillard meinquietaron muchísimo, me parece un "filón" que tengo que seguir investigando. la verdad es que al principio me pareció demasiado maxista, pero a medida que iba desarrollando sus argumentos y desmontando incluso a marx, al final me pareció un trabajo redondísimo y muy potente. Lo que no comprendo mucho es cómo Baudrillard justifica el imperativo de la "producción", casi todos los tratados de economía hablan del valor y no se plantean el concepto "producción" que se presta a muchas preguntas... en fín, oye que esta noche te mando un mail, que he estado muy missing.

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  3. matizo: me inquieta la idea de producción porque es siempre de algún modo "co-producción", siempre se hace en común, y por tanto pensar que la producción puede ser un fenómeno de "dominación" me parece demasiado tonto... en fín en eso soy muy baudrillardiano, no creo en "jerarquía de culpas", el sistema somos todos

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  4. Pues no sé si es simplista o ingenuo, pero pa mí que la producción es una trampa de los hábitos que resuelven necesidades... ad infinitum. Y curiosamente “hábitos” es un término que al parecer le gustaba mucho al semiótico Peirce, creo. He encontrado esta web (que añado al final del comentario) al respecto, pero pa mí que la clave para una deshabituación o mutación es el hartazgo o la saturación -repetición hasta el estado cataléptico, viral o metastásico al que Baudrillard traduce como la auténtica pulsión de muerte o desaparición... algo perfecto que termina por devorarse a sí mismo porque carece de oposición o de alteridad-. Hasta que una singularidad o “emergencia” acontece -o aparece- y logra oponerse con éxito a dicho estado repetitivo o perfecto de “desaparición”. Que luego pasa a convertirse a su vez en hábito repetitivo porque tuvo éxito en esas circunstancias, etcétera, etcétera.

    Ya dice el antropólogo M. Harris que “cuanto más dependían los australopitécidos de las herramientas, mayor se fue haciendo la diferencia entre sus pies y sus manos, y cuanto más aumentaba ésta, más aumentaba su dependencia de las herramientas”.


    La verdad es que es un tema demasiado paradójico y complejo como para juzgarlo como bueno, malo o qué se yo. Y menos aún para intentar “controlarlo” completamente, aunque mínimamente tal vez sí se pueda o se deba intentar, no sé.

    http://www.razonypalabra.org.mx/anteriores/n21/21_sbarrena.html


    PD: se me ocurre releyendo tu comentario que el asunto de la co-producción, efectivamente puede que no sea un fenómeno de “dominación” explícita, pero creo que sí lo es de imitación implícita, con toda la deriva de envidias y conmplejos que eso conlleva, y ese sí que es un asunto complicadísimo y mareante.




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