El valor de los objetos, las personas y los objetos-personas
en la revolución neoliberal
) ) ) ilustrada con instrumentos Fisher Price ( ( (
Ciencia y Ley
En los tiempos
que corren (donde la conspiranoia se ha convertido en un instinto
imprescindible para la supervivencia) uno debe desconfiar de la supuesta
imparcialidad del sistema educativo capitalista, cuando constata que en
nuestro país el 99% de los doctores ingenieros no tienen ni la más remota idea
de lo que es la ciencia. Un escandaloso déficit de nociones mínimas de
epistemología que en el caso del ciudadano común alcanza niveles ofensivos,
pues pese a que cualquiera maneja conceptos y herramientas de cálculo muy
complejas, en realidad se ignora todo sobre el nivel de “certeza” y “creencia”
(o de sabiduría y fe) implícito al método científico. Todo el mundo da por
buena esa idea de sentido común según la cual “ciencias son las disciplinas
que trabajan con certezas y verdades irrefutables”, lo cual es de por sí
una presuposición de una idiocia e ignorancia sonrojantes , pero más inaudita
es la falta generalizada de conciencia de que los operadores que se utilizan
en los relatos científicos son representaciones del mundo, y no el mundo
en sí: no voy a dar aquí un curso acelerado de epistemología
contemporánea, pero es insultante que el personal no comprenda por ejemplo que
en realidad no hay “átomos” dando vueltas por ahí, sino que hay un mapa de
lo real formado por “átomos” (figuras imaginarias que reverberan en lo
fenoménico) construido por los
científicos, que ni es la única explicación posible de la composición de la
materia, ni tiene realidad nouménica, por así decir.
Si comento
esto con tan poca profundidad es para dejar clara una primera cuestión: las
ciencias, por su esencia misma, por las limitaciones de la posibilidad de
“conocimiento” apodíctico, no pueden ser en ningún caso monopolísticas.
Es decir: puede haber infinitas ciencias absolutamente incongruentes entre sí
para explicar cualquier fenómeno, y ser todas ellas válidas y verdaderas.
Insisto: la ciencia no es (no puede ser) única ni atribuirse la gestión
exclusiva de lo verdadero. Esta reflexión puede parecer a priori innecesaria en
un hilo dedicado a la política, pero lo que acabo de decir tiene consecuencias
políticas gravísimas, como ya dejó claro Foucault, y cuyas huellas podemos
rastrear todos en nuestra vida cotidiana. Fundamentalmente, porque la ciencia
goza de status legislador, y esto no es una metáfora sino un enunciado
literal: por ejemplo, un peritaje (argumentado según determinadas categorías y
métodos experimentales científicos) tiene un peso fundamental en la resolución
de un juicio penal, hasta el punto que las conclusiones técnicas son las que
inclinan la balanza de la justicia en uno u otro sentido. Si un psiquiatra, por
ejemplo, dice que un asesino es un “psicópata paranoide”, la
sentencia será diferente a la que resultaría si simplemente le atribuye “brote
psicótico transitorio”. Y como estos ejemplos, miles: sencillamente, lo
que dicen los científicos es dogma de fe, no admite requerimientos. A este
respecto, recomiendo al lector que cuando lea en prensa titulares del tipo “científicos
aseguran que reír varios minutos al día alarga la vida X años”, “expertos
descubren que los videojuegos crean dependencia”, o “especialistas
demuestran que la infidelidad es genética”, se haga preguntas con prudencia antes de
creerlo a pies juntillas: ¿qué expertos? ¿mediante qué criterios y
experimentos? ¿existen expertos que piensen lo contrario? Algunos ejemplos
de estas delirantes colisiones entre pseudo-ciencia y periodismo alcanzan
niveles descacharrantes de absurdo, pero lo verdaderamente grave y tenebroso de
todo esto es que, para el tema que nos ocupa, se considere sin mayores
reflexiones que la economía es una ciencia y que por tanto sus
deliberaciones son vinculantes.
Los
economistas suelen decir “la economía no es una ciencia exacta”….
Y el problema es que sí es una ciencia exacta, tan exacta como la
bioquímica, la física de partículas o la geometría euclidiana. La economía es a
todos los niveles una ciencia (con su cierre categorial, su repertorio
conceptual autónomo, su experimentación empírica o sus fenómenos paradigmáticos)…
y las consecuencias de esta tesis son complejas y muy ilustrativas (tanto para
explicar qué es la economía, como para explicar qué es la ciencia). Porque, en
cuanto ciencia, es performativa y no sólo demostrativa: es decir, su uso
establece las condiciones de su cumplimiento, de tal manera que los discursos
económicos han sido históricamente (como todas las demás ciencias) profecías
autocumplidas, pues su código no es meramente descriptivo, sino también
prescriptivo.
Hay un
concepto semiótico maravilloso que son las representaciones pushmi-pullyu de
las que habla Ruth Millikan. Se trata de un tipo de signos que no sólo transmiten
una información, sino que en el acto mismo de informar desencadenan un
acontecimiento: cumplen simultáneamente función denotativa, prescriptiva e
imperativa. El ejemplo que utiliza el autor para ilustrarlo son las danzas que
realizan ciertas abejas ante un peligro, y cuyo contenido semiótico no es tan
sólo informar del peligro sino exhortar a las demás abejas a la huida. Esta
teoría semiótica ha sido muy discutida y cuestionada, pero creo que es una
figura fantástica para expresar la performatividad de toda ciencia: el saber
científico no sólo describe la realidad, sino que en su construcción la
transforma, la co-produce. Eso es lo que hace la ciencia económica
constantemente: inventarse argumentos con los que no sólo describen los
fenómenos que se presentan, pues su repertorio categorial va determinando la
dirección posible de los acontecimientos futuribles. Una característica que como
digo es compartida por todas las ciencias, pero especialmente por las
humanísticas: sociología, psicología, incluso medicina… no se limitan a
“describir” sino que constantemente “prescriben”. No descubren un orden
sino que indirectamente enuncian una orden.
Marx, Keynes y Hayek
No siendo este
un blog para economistas, podemos permitirnos el lujo de explicar el tema como
nos dé la gana, así que resumiendo a lo brutto podemos decir que esa “ciencia
económica” sobrevive hoy en día discriminada bajo tres paradigmas,
compartiendo todos ellos la mayoría de las categorías e instrumentos
matemáticos, pero difiriendo en sus respectivas axiomáticas humanísticas de
base: el marxista, el keynesiano y el liberal.
Es muy curioso que estas tres escuelas compartan el andamiaje matemático con el
que construyen sus historietas, porque lo cierto es que llegan a conclusiones
morales completamente diferentes, y
cada una de ellas elabora un relato propio partiendo de una materia prima
común: así, el marxismo refuta el
capitalismo como un sistema endógenamente destinado a la autodestrucción,
mientras liberales y socialdemócratas dan por buena la propiedad
privada y la gestión crematística del capital, si bien llegando de nuevo a
conclusiones antitéticas (en este caso, respecto a la idoneidad o no del estado como figura económica). Por supuesto
ha habido incontables planteamientos alternativos a estos, pero sólo estos tres
se mantienen a día de hoy como voces legítimas y atendidas por la academia y el
público. Conforme a la manía personalista propia del occidente contemporáneo,
cada una de estas escuelas se organiza en torno a un gran ideólogo carismático
(Marx, Hayek y Keyness) pese a ser en realidad construcciones con aportes de
numerosos continuadores de cada punto de partida inicial, que podemos resumir
someramente así:
Intervencionismo del estado
|
Propiedad privada
|
Banca de finanzas
|
Equidad de poder adquisitivo
|
|
Marx
|
A favor *
|
En contra
|
En contra
|
A favor
|
Keyness
|
A favor
|
A favor
|
A favor
|
En contra
|
Hayek
|
En contra **
|
A favor
|
En contra *
|
En contra
|
Tres curiosos
patchworks de preferencias que, rellenando los espacios intersticiales entre
estas grandes categorías, llegan a articular sus respectivas y exclusivas utopías.
Y es que, pese a lo prosaica que pueda resultar a muchos, la economía es una
disciplina extremadamente utópica: la ciencia económica hace referencia
constante a cómo en las condiciones ideales de cada utopía ninguno de
los actuales desmanes podría tener lugar, y los sermones ideológicos habituales
en los blogs del ramo están plagados de ensoñaciones fascinadas y sublimantes
de ese “mundo ideal” en el que cada una demostraría su supremacía. Por
paradójico que suene, el horizonte que el economista proyecta sobre su
profesión es romántico, heroico incluso, y justifican las continuas calamidades
que causan apelando a que “las inadecuadas condiciones del mundo real son
las culpables de que no se cumpla la utopía que ofrecemos”.
El cuadro que
he adjuntado utiliza como veis una distinción binaria “a favor” / “en contra” de
trazo grueso, porque si entramos a matizar nos damos cuenta de que las cosas no
son tan sencillas ni claras, y es precisamente la ambigüedad de cada sistema
económico lo que demuestra su necesaria insuficiencia: así, por ejemplo, Marx está a favor del estado sí sólo sí ese
Estado responde a unas determinadas condiciones de soberanía (nunca alcanzadas
en la historia de la humanidad) y sitúa una anarquía armónica como estadio
final de la evolución de las sociedades, mientras que la inquina
anti-estatalista de los liberales hayekianos acaba siempre recurriendo a alguna forma de
estado para cubrir los puntos flacos de su teoría. Del mismo modo, el recelo
liberal contra los grandes bancos como administradores de la masa monetaria es
incoherente con una idea del crédito fundamental en su construcción teórica.
Pero, como
vemos en el tipo de argumentario que utilizan los gurús económicos para
cimentar sus respectivas teorías, recurren siempre a axiomáticas políticas como
fundamento a la parte científica, y en ese sentido recupero el problema de la
cientificidad: el marxismo es una “ciencia” porque las matemáticas que utiliza
“se cumplen” cuando se aplican conforme a los parámetros que la
componen, pero el problema es que dichos parámetros responden a una determinada
cosmogonía política que, de no aceptarse, anula por completo la cientificidad
de “El capital”. El mismo grado de exactitud condicionada puede
encontrarse en los practicantes del keynesianismo, cuyas fórmulas funcionan
siempre y cuando demos por buenas, por ejemplo, sus figuras “estado del
bienestar”, “tipo impositivo” o “interés”.
Insisto en que
mi conocimiento del tema es muy limitado y lo poco que sé de estructura
económica es a nivel diagramático, pero en todas mis incursiones en esta
disciplina he advertido la recurrencia con la que todos los discursos se
construyen necesariamente sobre un concepto absolutamente metafísico, como es el
valor. En mi opinión, esa es la pieza clave (y el punto límite) de la
economía, una disciplina cuyo nombre podríamos cambiar por “ciencia del valor inmanente”. Afirmaba hace
unos párrafos que la economía es una ciencia, y en este punto confirmo esa
tesis desde la detección de su contenido específico, que como digo no es otro
que el valor: dinero, capital, mercancía, interés, plusvalía, mercado,
commodities… toda esa retórica categorial propia de los economistas es agua
de borrajas si se prescinde de su radical, absoluta y genética fundación en la
construcción de una teoría del valor. ¿Consecuencias? Con la
subjetividad (glups) hemos topado.
Sistema de valores
Tras todo
fenómeno económico late un impulso deseante, afectivo, pasional: a fin de
cuentas, el dominio de lo económico es el estudio de las condiciones propias de
las transacciones de bienes y objetos, y ese cambio de manos sólo tiene
lugar en consecuencia a un proceso intencional. Entender que la economía es, en
sus entrañas primarias, una subasta de deseos, traspone el debate de estructura
económica desde la dinámica de flujos o teoría de sistemas
(pues esos son en última instancia los campos con los que trabajan los
economistas) hacia la antropología, pues es en el capricho humano donde se
fundan los acontecimientos económicos: el precio es función de oferta y
demanda, y la demanda es función del valor, y el valor es función del deseo, y
el deseo es función de…¿la voluntad? ¿la necesidad? ¿la sugestión? … o ¿la
cultura? ¿el cuerpo? Hemos entrado plenamente en los dominios de lo humano y
su evanescente (y casi burlesca) aleatoriedad. El concepto de “valor” es en
principio una construcción metafísica, pero a él acometen situaciones
cotidianas de todo tipo, desde los tejemanejes financieros a las relaciones
sentimentales, de los derechos humanos a simplemente la preferencia por los
helados de fresa o vainilla: lo que algo vale o deja de valer es
una característica esencial a toda nuestra percepción de la realidad. Nos
pasamos la vida valorando lo que nos rodea, literalmente, y muchos sistemas
metafísicos y cognitivos llegan a establecer el axioma de que lo real es efecto
de determinaciones individuantes de valor.
En principio,
una descripción del valor como atributo neutro y estrictamente lógico lo
describiría como diferencial de necesidad y disponibilidad: cuanto más
escaso es algo que necesitamos, más valioso será. Este principio es universal,
y de hecho cualquier cosa ilimitadamente disponible (por ejemplo, el aire) no vale nada, pues su acceso no es
discriminatorio: la aparición de la categoría del “valor” implica que existe un
límite a nuestra capacidad de acceder al objeto valioso, siendo esa limitación
lo que deriva en un efecto de valor. Insisto en que el sol, el aire o la
telebasura no valen nada porque su disponibilidad es total y universal.
Habíamos dicho
que la economía como ciencia tiene sentido como estudio, sistematización y
organización del valor, al que codifica mediante un índice
universal que es la moneda, un instrumento fabuloso para enmascarar el
hecho de que, tras toda esa hermética jerga financiera y bursátil, tras las “primas
de riesgo” o los “déficits estructurales”, lo que estamos manejando
es el valor de los bienes, los servicios y el trabajo. Y es que esa
instancia evanescente que llamamos “el Sistema” no es más que la
organización normalizadora del valor de las cosas, y por tanto de nuestros
deseos. Ello se presta a oscuras e invisibles prácticas de dominación, pues
ya que el “valor” es función de “necesidad” y “disponibilidad”, el poder se
encarga con mucha sutileza de controlar tanto aquello que “necesitamos”
(gestionando nuestras apetencias por medio de los aparatos de instrucción
ideológica, esos que por ejemplo nos convencen de que necesitamos un Ipod) y
por otra de aquello de lo que “disponemos” (pues aumentando la escasez
de ciertos bienes, estos se aprecian). Es una dinámica perversa que fundamenta
el organigrama que retroalimenta al capitalismo: por una parte se encarga de
generar expectativas deseantes que doten de valor los gadgets que produce, y
por otra manipula las condiciones de su producción de modo que la escasez sirva
para encarecerlos, y la hiperdisponibilidad para abaratarlos. Este principio ha
sido explicado con mucha profusión por los marxistas, así que a ellos me
remito. El mismo Marx (que, por cierto, escribía con mucha soltura y sensatez,
uno de los filósofos más legibles y accesibles que conozco) explicaba este
fenómeno diciendo “La producción no produce solamente bienes, produce
también hombres para consumirlos”.
El des-precio profesional
Pero lo
preocupante de este concepto de “valor” como función de necesidad y
disponibilidad, cuando se aplica a las personas, da pie a algunos de los
fenómenos más gravosos humanísticamente de toda esta gran crisis del
capitalismo que estamos atravesando: al igual que sucede con los automóviles,
los electrodomésticos o los jugadores de fútbol, cada uno de nosotros es un
oscilador de valor, pues el mundo laboral funciona como un mercado de
valores en el que nuestras cotizaciones suben y bajan en función de
condicionantes que nos exceden por completo, y nos atraviesan hasta nuestro
fundamento. Por ejemplo, el “valor” de un fisioterapeuta depende de la cantidad
de profesionales de este tipo que haya en el mercado, y de la voluntad de los
ciudadanos para contratar sus servicios, comparativamente a otras profesiones
tangentes o equivalentes. Evidentemente las cualidades y capacidades de cada
uno de los fisioterapeutas repercutirá en su apreciación, pero ni mucho menos
puede determinar por sí mismo el valor de lo que hace. Por continuar con el
ejemplo, su cotización de desplomaría si repentinamente mañana se difunde un
estudio “científico” comisariado por “expertos” que “demuestre”
que la fisioterapia no sirve para nada y además es peligrosa. De la misma
manera, su valor descendería si se abren súbitamente 20 nuevas escuelas de
fisioterapia sin restricción de matrícula y se cuadriplica en número de
colegiados. Los arquitectos estamos
asistiendo atónitos a esta capacidad revalorizadora o depauperante del mercado
a niveles catastróficos , pues nuestra profesión lleva un par de décadas sumida
en una espiral de precarización cuya inercia se insinúa imparable. En menos de una generación, y como
consecuencia de esos componentes del “valor” de disponibilidad y necesidad, han
pasado de ser un gremio elitista y excluyente de semi-aristócratas de alto valor
de mercado, a una masa humana de titulados cuyos servicios se subastan a precio
de saldo mientras la demanda se paraliza en un ciclo que se intuye prolongado
y, en muchos sentidos, irreversible.
La devaluación
de esta profesión ha sido inevitable y esperada con moderada convicción, pues
la mayoría de los antiguos profesionales habían pensado que se trataba de un
presagio demasiado tétrico como para poder llegar a realizarse, como si una
debacle como la actual no pudiese pasar: en su día no se establecieron los
cortafuegos contra lo que está pasando por ese optimismo tan panoli propio de
la generación de la transición. Y sin embargo está pasando, sumiendo a
la profesión en un estado de shock porque las condiciones a las que llevaba
décadas acostumbrada se han desvanecido, y los asuntos mercantiles han
presentado un órdago con una virulencia para la que no estábamos prevenidos. El
arquitecto estaba acostumbrado a ser un empresario rutinario y bastante mal
organizado, a una determinada inercia de obtención de clientes llena de automatismos,
y a una escala de organización de los estudios (los precios, los plazos, los
documentos de proyecto) aparentemente consistente y con sólida tradición de
eficacia, y ni mucho menos contaba en su imaginario de eventualidades con un
sobresalto de esta envergadura. A resultas de lo cual, el valor del arquitecto
(esta vez como concepto mercantil, determinado por la posición relativa dentro
de un mercado) se ha ido al garete y además literalmente: ya no son tan
inusuales los casos de arquitectos trabajando gratis con excusas que me
abstengo comentar.
Lo que estoy
haciendo es un análisis técnico desde la categoría económica de “valor”, así
que no se sobresalten los modernitos que ven en la crisis una “oportunidad”
fabulosa para reinventar la arquitectura y demás encomiables utopías de
wishful-thinking: el hecho “Científico” es que el valor en el mercado de estos
profesionales ha encogido dramáticamente, y es un fenómeno que se siente a
todos los niveles: depauperación del mercado laboral y su accesibilidad, depreciación
de los servicios laborales, generalización de condiciones miserables de
competitividad. Este hecho es más o menos correspondiente con una tortuosa
transformación del “nicho de mercado” del arquitecto, que ve como algunas de
sus antiguas competencias se reparten con los ingenieros o los interioristas, y
busca reubicarse en diversos frentes en los que pretende presentarse entrando
un poco a codazos, como un elefante en una cacharrería (caso extremo la
presunta “habilidad natural” para el diseño gráfico que se adjudican muchos
arquitectos).
Sea como
fuere, la profesión “está cambiando”, o lo que es lo mismo, deberá gestionar su
valor en el mercado en función de las nuevas condiciones de oferta y demanda.
Este hecho ilustra la función última de esta “crisis”, que viene a ser un aggiornamento
de los mercados, fenómeno que afecta a casi todas las profesiones (también
periodistas, informáticos, médicos o sociólogos tienen la sensación de que sus
mercados “están cambiando”), y cuya trascendencia ha dejado a muchos muy
descolocados. Por resumirlo, diría que un análisis de “La crisis” desde el
concepto del valor, da como conclusión:
La crisis no
es sólo cuantitativa, sino también (y fundamentalmente) cualitativa
Esta frase es
mucho menos abstracta de lo que pueda parecer, pues viene a decir que los que
esperen que las cosas “vuelvan a ser como antes” se han quedado fuera de foco:
ese tipo de resolución de la crisis no se va a producir, y por eso la palabra
“crisis” (como mera alteración puntual y finita de un proceso continuo) es tan
peligrosa por la confusión interesada que genera en los ciudadanos. Una
“crisis” que no tenga vuelta atrás no es un acontecimiento crítico, sino
paradigmático, y cambio de paradigma es lo que atraviesa el gremio de los
arquitectos o lo que quede de él. Es más, los arquitectos “que aguantan la
crisis” no son en absoluto el ejemplo a seguir, pues lo que hacen es cubrir
únicamente los nichos que sobrevivan del languideciente mercado antiguo: el
nuevo paradigma irá con seguridad por otros derroteros, con los que debe lidiar
el conjunto de los profesionales. No se trata de que haya “menos encargos”
que antes, sino que las nuevas condiciones del mercado exigen el
cuestionamiento de tipo de encargos que se consideran
fundamentales a la profesión, con el consiguiente reposicionamiento y
especificación en el conjunto de las profesiones de atribuciones similares: lo
que el arquitecto puede permitirse aspirar, ha de hacerlo considerando la
convivencia con ingenieros, geólogos, aparejadores, diseñadores y demás
disciplinas tangentes (y ¿rivales?) . Crisis cualitativa: en realidad, esta
situación es la realización de uno de los paradigmas que resumí unos párrafos
atrás, pues las nuevas condiciones de mercado son aparentemente menos
keynessianas, y más hayekianas, en cuanto justificadas como resultantes de
“medidas liberalizadoras” que todos los compartimentos del mercado laboral.
Los liberales
Los rojos más
monolíticos me achacarán el interés por el liberalismo que mostré el año
pasado, cuando atravesé un período de fascinación por el imaginario
libremercantista tras el contacto con los apasionados y eruditos feligreses de
esa doctrina. No me cansaré de decir que a lo largo de la “Crisis” el entorno
intelectual más creativo, crítico, proactivo y entusiasta ha sido el de los liberales austríacos, mucho más frescos y
dinámicos que los partidarios de un marxismo
secuestrado por códigos muy poco sensacionales y cada vez más enrocados en el
conservadurismo de sus viejos dogmas. Y
con un agravante comparativo más: el arsenal científico de los liberales se ha
mostrado infinitamente más efectivo en sus previsiones que el de las escuelas
rivales. Esta “crisis” confirma tan estrictamente los presupuesto de la
analítica austríaca, que la legitimidad “científica” de sus tratados parece
haber quedado fuera de duda. En este sentido, cualquier conocedor del tema ha
de darme la razón: el discurso de los libremercantistas se ha comido con
patatas a marxistas, hayekianos y neoliberales, que siguen atónitos ante una
crisis que no supieron prever, y ante la que no están sabiendo reaccionar.
Todo lo que he
dicho hasta ahora es como deducción de la analítica del concepto del “valor”, y
es precisamente desde esa figura metafísica desde la que me he dado cuenta de
que la doctrina Hayek es una completa pantomima, como pantomima es el conjunto
de la ciencia económica, que no por auténticamente científica deja de ser
pantomima. Sencillamente, el edificio liberal austríaco se desmorona por la
torpeza de su teoría del “valor”, que como dije antes viene a fundar una
antropología. En España hay feligreses de Hayek inteligentísimos y más que
preparados, y muchos de ellos son muy activos en internet, pero mi favorito
entre los diversos gurús es ni más ni menos que Luisito2 de burbuja.info, capaz
él solito de desactivar la tesis de PP.CC mediante sus extenuantes entradas en
el hilo correspondiente. El suyo es un discurso impecable cuya irreprochable
corrección deductiva se desactiva por la errata en la que se funda: una teoría
muy pobre del “valor”.
En resumidas
cuentas: lo que afirman los liberales es que el mercado libre es un caso de
estructura compleja del tipo ecosistema, una de cuyas características
matemáticas necesarias sería el del autoequilibrio dinámico espontaneo. Es
decir, Hayek parte de la confianza en un organismo autorregulado llamado
“mercado” que , en ausencia de sin coacciones exógenas, se encargaría de
ecualizar el “valor” natural de cualquier bien y servicio, como consecuencia de
una idea científico-mística tan marymoderna como son los “sistemas auto
organizados”, ontológicamente tendentes a las situaciones de equilibrio que
impliquen el menor gasto de energía. Según la teoría liberal, ese “mercado”
cumple espontáneamente esa función equilibrante (gracias a una misteriosa
capacidad auto organizativa ya predicha por Adam Smith) siempre y cuando se le
deje actuar en plena libertad, sin coacción política o intervencionismo estatal
de ningún tipo: así, las cosas alcanzarían su valor objetivo. Si
aplicamos este paradigma al ejemplo de los arquitectos, lo que afirman los
hayekianos es que con el tiempo será el mercado el que termine por ajustar su
valor en función de la oferta y la demanda, para lo cual será vital el
ejercicio de “prueba y error” (pues los ajustes mercantiles, como las subastas,
se formalizan mediante tanteos), y muy especialmente mediante la actividad del
emprendedor, verdadero dinamizador e innovador de las dinámicas de mercado: en
su culto a la autogestión económica, los liberales mitifican el gesto del
emprendimiento empresarial, conforme a una antropología en la que la acción
humana es de naturaleza empresarial (deducción a la que llevan gracias a una
delirante pseudociencia supuestamente positiva y apodíctica que denominan
“praxeología”).
Esta utopía
presenta varios problemas, y el primero de ellos es su infantil presunción de
que los asuntos políticos pueden desaparecer de un plumazo, gracias a un gesto tan tonto como es la supresión de
los estados (lo cual evidentemente no terminaría con lo político como dominio,
sino que simplemente repartiría sus atribuciones en el sector privado, y por
tanto libre de cualquier control o tutelaje democrático). Pero más flagrante si
cabe es la torpeza de su conceptualización del “valor”, que en su
ensayística se considera determinable objetivamente, lo cual es
evidentemente absurdo: lo que valen las cosas es función de fenómenos de deseo
que hacen que, por ejemplo, un guante viejo cueste unos céntimos en un
rastrillo, mientras que un guante idéntico pero usado por Michael Jackson se
subaste por varios miles de dólares. “Valor” es una instancia aurática,
fuertemente connotable por procesos de seducción, cuyo balance objetivo es
imposible.
Una crítica
bastante sensata a esta concepción primitiva del valor puede leerse
trasversalmente en el “Crítica de la economía política del signo” de
Jean Baudrillard, una de los tres grandes ensayos posestructuralistas sobre
economía (los otros dos serían “Economía libidinal” de Lyotard y el primer “Capitalismo y esquizofrenia”
sobre el que ya hemos insistido en el blog). Escrito en su etapa más
descaradamente marxista y con la sombra de Lefebvre todavía rondando, el texto
de Baudrillard desmonta la categoría del “valor de uso” mediante la
aproximación a la condición semiótica de cualquier mercancía, que en realidad
es siempre un objeto-signo. La mercancía, según el ensayo, funciona como un
fetiche, signo arbitrario que expresa una dinámica de fuerzas y oculta otras, y
que prolifera paralelamente a su sacralización, a la investidura social de
deseo. De ello deduce que el “valor de uso” es esencialmente un ideograma
mágico que no expresa una realidad objetiva cuantificable. Es decir, el “valor”
es una ficción compartida* que responde a numerosos intereses y cuya
ecualización es por tanto política. La autosuficiencia ecológica del libre
mercado liberal quedaría por tanto invalidada según el análisis de Baudrillard,
para quien las varianzas del valor económico son subsidiarias de un orden
social de símbolos estatuarios cuyas complejidades desbordan la matemática
liberal.
Los liberales
responden a esta crítica con su exégesis de la figura del emprendedor: ya que
el valor es dependiente de fenómenos de seducción, el empresario debe ser capaz
de inventarse una demanda para su producto. La mística liberal afirma que el
emprendedor es un “visionario” capaz de detectar necesidades latentes en la
sociedad, y con capacidad para producir valor mediante la acción empresarial.
Volviendo al ejemplo de los arquitectos, según Hayek lo que debe hacer esta
profesión es investigar los requerimientos sociales susceptibles de ser
cubiertos con sus competencias profesionales, y construirse un espacio en el
mercado que les permita monetizarlas. Este proceso debe ser llevado a cabo
individualmente y sin coacciones estatales o gremiales de ningún tipo, siendo
necesario incluso la abolición de los colegios profesionales (por cuanto estos
suponen de facto un orden monopolístico, inasumible para un buen funcionamiento
del mercado libre).
El problema de
esta propuesta liberal es que se trata de un modelo fuertemente utópico que
sólo funciona en condiciones ideales: para que la imprescindible balanza del
valor pueda efectuarse libremente, el mercado ha de operar al margen de
cualquier intervencionismo o coacción, y ello es imposible en el marco
monetario actual de monedas centralizadas. En el sistema actual, el “valor”
está sujeto a fuertes tensiones especulativas por su codificación métrica a
través del dinero, pues la acumulación de capital actúa como un “vampiro” capaz
de sustraer todo el valor potencial y redistribuirlo según intereses nada
imparciales. Con lo cual, llegamos a un punto en el que la crítica liberal al
capitalismo actual es casi idéntica a la marxista: el problema de fondo es la
concentración de grandes masas monetarias, lo cual según Marx es culpa de las
élites empresariales, y según Hayek de los estados a través de los bancos
centrales. Las soluciones que proponen uno y otro son sin embargo antitéticas,
pues mientras que los liberales radicales proponen la abolición de la génesis
política de la moneda (controlada por los estados mediante los bancos centrales
y la política fiscal y monetaria) mientras que el comunismo propone el control
total del capital por parte de un estado benefactor.
Uno está muy
tentado de confiar en los liberales radicales en su análisis de la actual
crisis, pues para ellos el gran problema son el euro y el dólar, es decir, las
monedas respaldadas por instituciones políticas. Todas sus energías se
concentran en atacar esas grandes monedas para que se hundan, pues suponen que
su injerencia en el libre mercado es la causa de las
tensiones que vivimos actualmente: todas las supuestas “medidas
liberalizadoras” que están imponiendo los mercados se quedarán en nada mientras
no se liberalice también el mercado de la moneda, pues el control instrumental
de la liquidez circulante maniata la posibilidad del empresario para moverse
adecuadamente en un campo cuya irrigación depende todavía de la voluntad de las
instituciones financieras. La distribución del valor que se deduce de esta
manipulación de la cantidad de dinero que hay en movimiento alcanza
complejidades que dan para otro post (pues el umbral en el que lo cuantitativo
empieza a derivar en lo cualitativo remite a una problemática de otra índole).
Sea como
fuere, lo que diferencia en su fundamento las utopías marxista y liberal
se deduce de las diferentes antropologías que sustentan cada paradigma:
la analítica liberal cree que el mercado es expresión del valor (y por tanto de
los individuos, como previamente constituidos), mientras que Marx cree que el
mercado construye sujetos. Y ese es el motivo por el que, personalmente, he
llegado a la conclusión de que la utopía liberal austríaca es un gigante
intelectual con pies de barro: no niego su impresionante categoría como
construcción lógica, pero su teoría del valor es demasiado simplista, y muy
probablemente de un simplismo interesado. El liberalismo es, no lo olvidemos,
la teoría moral construida por los mercaderes, y ese fundamento empapa toda su
retórica desde el planteamiento de que lo que dota al hombre de humanidad es su
naturaleza empresarial. El libro de Baudrillard desmonta magníficamente esa
suposición de un mercado aséptico e imparcial que funcione únicamente como
reparto distributivo, cuando en realidad lo que lleva a cabo son procesos de
partición constitutiva: crea no sólo produce mercancías, sino también
necesidades, y más peligrosamente,sujetos. Vuelvo entonces a las reflexiones
epistemológicas que abrían el post: los discursos económicos son
representaciones pushmi-pullyu, profecías preformativas que establecen las
condiciones de su cumplimiento. Cuando George Soros dice: “El precio del oro va
a subir” no está transmitiendo una información, sino influyendo directamente
sobre ese precio, pues sus palabras repercuten en su revalorización
prescriptivamente.
Dicho lo cual,
cabría reflexionar sobre qué intereses hacen que los economistas cuando
comentan el futuro no lo hagan en calidad de “científicos” (lo son), sino de
gurús, visionarios, oráculos místicos. Una forma cualquiera de reducir los
fenómenos financieros a una indeterminabilidad completamente ficticia, y de
ocultar que cada cosa que dicen es siempre de manera implícita un comando, una
orden.
ResponderEliminarSiguiendo esa interesante línea de “fisher price” -o más bien para desmantelarla-, lo primero sería crear otro tipo de “pulsión de muerte” -o de desaparación en la repetición, como dice Baudrillard-. Porque con la enorme propaganda publicitaria que el dinero hace de sí mismo... mal vamos, creo.
http://www.dinosaurio.com/maestros/de-mayor-los-ninos-quieren-ser-millonarios.asp
Bonita frase esa que has puesto de que “en el sistema actual, el “valor” está sujeto a fuertes tensiones especulativas por su codificación métrica a través del dinero, pues la acumulación de capital actúa como un “vampiro” capaz de sustraer todo el valor potencial y redistribuirlo según intereses nada imparciales”.
Pero parafraseando a Zapatero, creo que los especuladores apostando contra sí mismos van a perder hasta la camisa. Aunque simplemente pueda ser otra “pulsión de muerte”, no sé.
Lo más curioso es que esa pulsión por desaparecer está haciendo aparecer -cada vez más claramente- otras muchas cosas:
http://www.attacmadrid.org/?p=6731
Paradojas del liberalismo :-)
los comentarios sobre la pulsión de muerte en el libro de baudrillard meinquietaron muchísimo, me parece un "filón" que tengo que seguir investigando. la verdad es que al principio me pareció demasiado maxista, pero a medida que iba desarrollando sus argumentos y desmontando incluso a marx, al final me pareció un trabajo redondísimo y muy potente. Lo que no comprendo mucho es cómo Baudrillard justifica el imperativo de la "producción", casi todos los tratados de economía hablan del valor y no se plantean el concepto "producción" que se presta a muchas preguntas... en fín, oye que esta noche te mando un mail, que he estado muy missing.
ResponderEliminarmatizo: me inquieta la idea de producción porque es siempre de algún modo "co-producción", siempre se hace en común, y por tanto pensar que la producción puede ser un fenómeno de "dominación" me parece demasiado tonto... en fín en eso soy muy baudrillardiano, no creo en "jerarquía de culpas", el sistema somos todos
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ResponderEliminarPues no sé si es simplista o ingenuo, pero pa mí que la producción es una trampa de los hábitos que resuelven necesidades... ad infinitum. Y curiosamente “hábitos” es un término que al parecer le gustaba mucho al semiótico Peirce, creo. He encontrado esta web (que añado al final del comentario) al respecto, pero pa mí que la clave para una deshabituación o mutación es el hartazgo o la saturación -repetición hasta el estado cataléptico, viral o metastásico al que Baudrillard traduce como la auténtica pulsión de muerte o desaparición... algo perfecto que termina por devorarse a sí mismo porque carece de oposición o de alteridad-. Hasta que una singularidad o “emergencia” acontece -o aparece- y logra oponerse con éxito a dicho estado repetitivo o perfecto de “desaparición”. Que luego pasa a convertirse a su vez en hábito repetitivo porque tuvo éxito en esas circunstancias, etcétera, etcétera.
Ya dice el antropólogo M. Harris que “cuanto más dependían los australopitécidos de las herramientas, mayor se fue haciendo la diferencia entre sus pies y sus manos, y cuanto más aumentaba ésta, más aumentaba su dependencia de las herramientas”.
La verdad es que es un tema demasiado paradójico y complejo como para juzgarlo como bueno, malo o qué se yo. Y menos aún para intentar “controlarlo” completamente, aunque mínimamente tal vez sí se pueda o se deba intentar, no sé.
http://www.razonypalabra.org.mx/anteriores/n21/21_sbarrena.html
PD: se me ocurre releyendo tu comentario que el asunto de la co-producción, efectivamente puede que no sea un fenómeno de “dominación” explícita, pero creo que sí lo es de imitación implícita, con toda la deriva de envidias y conmplejos que eso conlleva, y ese sí que es un asunto complicadísimo y mareante.