martes, 5 de febrero de 2013

La voz




My Bloody Valentine. M B V, 2013

No es nada fácil construirse una voz, entendiendo por tal a la correspondencia identificable entre estilo y discurso. Velázquez tiene una voz, Kafka también, Autechre llevan muchos años desarrollando la suya propia: la doxa contemporánea da por sentado que todo verdadero autor necesita hacerse con una, pues es la voz lo que dota de contenido real a su firma. Hacerse con esa ansiada voz propia requiere insistencia a lo largo de los años, coherencia en el planteamiento formal y conceptual de la propia trayectoria artística, y detalles diferenciantes capaces de singularizar al artista de entre todos los que le rodean hasta hacer de su discurso un idioma único. No hay reconocimiento si no hay “voz”.

 
A menudo pensamos que todo verdadero artista ha de construirse una voz propia, pero no siempre ha sido así: antes de Descartes el arte era fundamentalmente un oficio gremial en el que no importaba demasiado la autoría de cada obra, pues las cuestiones simbólicas y expresivas se decidían conforme a criterios colectivos muy normalizados. En la Edad Media era muy habitual que los autores no se molestasen en firmar las obras, y los manierismos individuales eran considerados resultado de torpeza o incapacidad de adaptarse al canon, y no de una “falta de personalidad” que sólo desde el Renacimiento empezaría a ser sacralizada en consonancia con la doctrina humanista de la “creatividad”. Sería la Modernidad y su paroxismo de los personalismos la que traería el culto todavía imperante a la autoría personal como criterio último de valoración del arte: hasta entonces, la valía del oficiante estribaba en su conformidad al código. Sin embargo hay dominios contemporáneos de creación (como el techno, el grafiti, el punk rock o el cine de terror) en los que el código caligráfico viene estandarizado tan rigurosamente que su práctica trasciende el culto a la voz y por tanto a la autoría, resultando en disciplinas en las que muchas de las obras más brillantes se efectúan de manera impersonal y genérica, casi desde el anonimato. Lo que hace grande a un artista no es necesariamente su fuerte personalidad, por más que hoy en día dicho principio nos resulte natural e irrecusable. Durante siglos, las estridencias estilísticas individuales eran desdeñadas por exceso de petulancia y falta de humildad. (Al que quiera estudiar la sorprendente dialéctica entre lo colectivo y lo individualualizante en la historia del arte le recomiendo un bonito libro de Tatarkiewicz llamado “Historia de seis conceptos”.)
Es más: para muchos artistas la necesidad de mantenerse fieles a su propia voz puede devenir una carga que redunda en histrionismos, tartamudeos y afonías, consecuencia lógica de un consenso crítico que parece asentir en que quien no es único no merece la pena. Cuando la urgencia por mantener el timbre se torna demasiado ansiosa, el artista cae en redundancias y manierismos retóricos que merman el calado de su discurso, propiciando una histéresis de la voz que paradójicamente revierte en una suerte de minusvalía. La modulación y afinado de la voz requiere sutileza, pues cuando se fuerza demasiado se corre el riesgo de hundirse en el fango del manierismo estéril, el pintoresquismo o incluso la autoparodia. La entonación óptima es aquella suficientemente laxa como para favorecer la holgura y versatilidad expresivas, el difícil equilibrio entre repetición y diferencia que hagan del propio “estilo” no un corsé asfixiante sino un método expansivo habilitado para la ampliación y florecimiento del repertorio lingüístico: a todos los músicos les pedimos que suenen a ellos mismos, que no balbuceen en el ejercicio de su maniera, pero al mismo tiempo que den sentido a su carrera con la presentación de algún detalle arriesgado, que trascienda su legado para que este fluya y no se estanque en aguas negras. Sentido es dinamismo, movimiento. En ocasiones, la sobresaturación de los clichés personalistas hace que lo que querría ser un ejercicio de estilo resulte en imperdonable retórica… especialmente en el caso de los artistas legendarios de los que siempre esperamos la excelencia, como es el caso de My Bloody Valentine.
Me ha sorprendido muchísimo el entusiasmo que su esperadísimo nuevo álbum ha despertado en los facebooks de mis amigos, que lo han recibido como si de una magistral lección de personalidad se tratase: para mí, el recurso a los modismos típicos de la banda viene conformado con tan pasmosa literalidad que el disco me ha resultado casi paródico. La voz, de tan calibrada en el timbre de siempre, suena penosamente redundante y engolada. Veintidós años (que se dice pronto) son más de los que separan al primer disco de los Beatles con el último de Joy Division, y desde 1991 han sucedido demasiadas cosas (por ejemplo, el techno) como para que un disco tan anacrónico como “M B V” pueda ser tomado en serio: de venir producido por un grupo novel estaríamos hablando de un impecable y milimétrico homenaje a la banda por excelencia de los 90, pero al ser ellos los firmantes uno se queda con la sensación de que los que en su día eran los primeros de clase se han quedado rezagados porque mientras ellos descansaban sus compañeros han seguido estudiando y mejorando. Dicen que el éxito es resultado del talento, pero también del trabajo duro, y uno no puede volver tras semejante letargo y pretender entrar por la puerta grande como si aquí no hubiese pasado nada: podría citar a docenas de grupos que han sabido estirar los hallazgos de “Loveless” con suficiente frescura, talento y osadía como para sacar los colores a estos antiguos chicos de sobresaliente que ahora catean por vagos, soberbios y demasiado confiados en sus capacidades. Por más genial que uno sea, no basta con decir “aquí estoy yo”: dinos otra cosa, dinos algo más, porque la alquimia de lo que fue tu fórmula secreta es ahora moneda de cambio común y ha crecido, ha mutado, ha trascendido, se ha superado.
Quede constancia que “M B V” divierte por lo conseguido de su auto-mimesis, funcionando estupendamente como disco de homenaje a sí mismos: no fallan en su karaoke vocal, en la compostura feísta de las guitarras, en el electrizante muro de sonido líquido, en las baterías semi desencajadas… Todo suena tan descaradamente a la alcurnia My Bloody Valentine (incluso al “Isn´t Anything”, que tan bien está envejeciendo) que uno no puede evitar una sonrisa cómplice, la misma que despertaría el estudiante listillo que copia en el examen demasiado literalmente de la chuleta y se gana así un cero como una catedral. El disco está bien, es simpático y cumplidor, pero lo que en tiempos fue la voz más valiente y original de su época suena ahora como un innecesario espectáculo de ventriloquía, quién sabe si porque han vuelto únicamente a hacer caja aprovechándose del servil conservadurismo de su audiencia, o porque el grupo no da para más. Hemos sido demasiado fans suyos como para conformarnos, tras dos décadas, con una fruslería autorreferencial con esta: su voz suena ahora como la de un pre púber, cuando ya están en la edad de un barítono en la plenitud de su madurez. Me temo que han renunciado a la cátedra a la que concursaban por desatender los progresos de muchos otros grupos que, inspirados por ellos, han llevado al shoegaze a territorios infinitamente más indómitos y emocionantes.
Insisto en que lo más cómico resulta del tema es la veneración que ha despertado en la camarilla de los que entonces eran “indies” y que ahora, ya peinando canas, aplauden con las orejas este cancionero remember como si fuese un retorno por la puerta grande de los “buenos viejos tiempos”. Quién nos hubiese dicho que los que parecían entonces estar acabando con los paquidermos del antiguo régimen ochentero terminarían por instituirse ellos mismos en los nuevos dinosaurios. Bostezos, lo peor que se puede decir de un disco tan cobarde como este, que quiere resucitar una carrera cuyo motor se ha quedado obsoleto (que no oxidado) y que, veintidós años después y ante las mejoras de las demás carrocerías, seguramente hubiese sido mejor dejar apagado. La música rigurosamente independiente no puede permitirse el lujo de ser nostálgica sin el contrapunto de lo futurible, porque entonces deviene otra cosa… para la que los que sí hemos envejecido (y lo asumimos) no tenemos tiempo ni ganas.

3 comentarios:

  1. Le dediqué al disco la madrugada del domingo, dos horas después de pasarte el link: cascos Sennheiser, malta y un par de porros de maría.A las dos horas de escucharlo soltaba unos impresionantes bostezos que desencajaban mi mandíbula: alojé el archivo en la papelera y desapareció.
    El disco lleva mucho rodaje en su elaboración, además el año pasado hicieron una extensa gira (PS, este año los verá Dennise tb en el PS).
    No sé, el loveless es irrepetible, no solo por su majestuosidad: no estamos en la misma época.
    Para mi el disco(repito) es un auténtico truño.
    Slowdive tb vuelven: otro truño?
    V

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  2. juasjuas, en un video que colgaron en su canal de yotube con una canción en plan drone, voy de espabilado y comento que se dejen de mamandurrias y que los que busquen repeticiones se pasen al techno. La reacción de los fans ha sido la esperada y me llaman de todo :-D están encantados con el disco y cualquier crítica les ofende. Mi comentario creo que ya no se muestra, pone "este comentario ha recibido demasiados votos negativos". Me hace gracia uno que me pone "¿pero qué te crees, el nieto de Andy Warhol?" o algo parecido. Tengo que practicar más esto de provocar a los feligreses, me encanta sádicamente verles espumear >:-D
    - observer

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    Respuestas
    1. no sabía que el techno fuera el único que tiene jurisdicción de la repetición y el trance, y sería completamente fascista el mero hecho de presuponerlo

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