My Bloody Valentine. M B V, 2013
No es nada fácil
construirse una voz, entendiendo por tal a la correspondencia
identificable entre estilo y discurso. Velázquez tiene una voz,
Kafka también, Autechre llevan muchos años desarrollando la suya
propia: la doxa contemporánea da por sentado que todo verdadero
autor necesita hacerse con una, pues es la voz lo que dota de
contenido real a su firma. Hacerse con esa ansiada voz propia
requiere insistencia a lo largo de los años, coherencia en el
planteamiento formal y conceptual de la propia trayectoria artística,
y detalles diferenciantes capaces de singularizar al artista de entre
todos los que le rodean hasta hacer de su discurso un idioma único.
No hay reconocimiento si no hay “voz”.
A menudo pensamos que
todo verdadero artista ha de construirse una voz propia, pero no
siempre ha sido así: antes de Descartes el arte era fundamentalmente
un oficio gremial en el que no importaba demasiado la autoría de
cada obra, pues las cuestiones simbólicas y expresivas se decidían
conforme a criterios colectivos muy normalizados. En la Edad Media
era muy habitual que los autores no se molestasen en firmar las
obras, y los manierismos individuales eran considerados resultado de
torpeza o incapacidad de adaptarse al canon, y no de una “falta
de personalidad” que sólo desde el Renacimiento empezaría a
ser sacralizada en consonancia con la doctrina humanista de la
“creatividad”. Sería la Modernidad y su paroxismo de los
personalismos la que traería el culto todavía imperante a la
autoría personal como criterio último de valoración del arte:
hasta entonces, la valía del oficiante estribaba en su conformidad
al código. Sin embargo hay dominios contemporáneos de creación
(como el techno, el grafiti, el punk rock o el cine de terror) en los
que el código caligráfico viene estandarizado tan rigurosamente que
su práctica trasciende el culto a la voz y por tanto a la autoría,
resultando en disciplinas en las que muchas de las obras más
brillantes se efectúan de manera impersonal y genérica, casi
desde el anonimato. Lo que hace grande a un artista no es
necesariamente su fuerte personalidad, por más que hoy en día dicho
principio nos resulte natural e irrecusable. Durante siglos, las
estridencias estilísticas individuales eran desdeñadas por exceso
de petulancia y falta de humildad. (Al que quiera estudiar la
sorprendente dialéctica entre lo colectivo y lo individualualizante
en la historia del arte le recomiendo un bonito libro de Tatarkiewicz llamado “Historia de seis conceptos”.)
Es más: para muchos
artistas la necesidad de mantenerse fieles a su propia voz puede
devenir una carga que redunda en histrionismos, tartamudeos y
afonías, consecuencia lógica de un consenso crítico que parece
asentir en que quien no es único no merece la pena. Cuando la
urgencia por mantener el timbre se torna demasiado ansiosa, el
artista cae en redundancias y manierismos retóricos que merman el
calado de su discurso, propiciando una histéresis de la voz que
paradójicamente revierte en una suerte de minusvalía. La modulación
y afinado de la voz requiere sutileza, pues cuando se fuerza
demasiado se corre el riesgo de hundirse en el fango del manierismo
estéril, el pintoresquismo o incluso la autoparodia. La entonación
óptima es aquella suficientemente laxa como para favorecer la
holgura y versatilidad expresivas, el difícil equilibrio entre
repetición y diferencia que hagan del propio “estilo” no un
corsé asfixiante sino un método expansivo habilitado para la
ampliación y florecimiento del repertorio lingüístico: a todos los
músicos les pedimos que suenen a ellos mismos, que no balbuceen en
el ejercicio de su maniera, pero al mismo tiempo que den
sentido a su carrera con la presentación de algún detalle
arriesgado, que trascienda su legado para que este fluya y no se
estanque en aguas negras. Sentido es dinamismo, movimiento. En
ocasiones, la sobresaturación de los clichés personalistas hace
que lo que querría ser un ejercicio de estilo resulte en
imperdonable retórica… especialmente en el caso de los artistas
legendarios de los que siempre esperamos la excelencia, como es el
caso de My Bloody Valentine.
Me ha sorprendido
muchísimo el entusiasmo que su esperadísimo nuevo álbum ha
despertado en los facebooks de mis amigos, que lo han recibido como
si de una magistral lección de personalidad se tratase: para mí, el
recurso a los modismos típicos de la banda viene conformado con tan
pasmosa literalidad que el disco me ha resultado casi paródico. La
voz, de tan calibrada en el timbre de siempre, suena penosamente
redundante y engolada. Veintidós años (que se dice pronto) son más
de los que separan al primer disco de los Beatles con el último de
Joy Division, y desde 1991 han sucedido demasiadas cosas (por
ejemplo, el techno) como para que un disco tan anacrónico como “M
B V” pueda ser tomado en serio: de venir producido por un
grupo novel estaríamos hablando de un impecable y milimétrico
homenaje a la banda por excelencia de los 90, pero al ser ellos los
firmantes uno se queda con la sensación de que los que en su día
eran los primeros de clase se han quedado rezagados porque mientras
ellos descansaban sus compañeros han seguido estudiando y mejorando.
Dicen que el éxito es resultado del talento, pero también del
trabajo duro, y uno no puede volver tras semejante letargo y
pretender entrar por la puerta grande como si aquí no hubiese pasado
nada: podría citar a docenas de grupos que han sabido estirar los
hallazgos de “Loveless” con suficiente frescura, talento y
osadía como para sacar los colores a estos antiguos chicos de
sobresaliente que ahora catean por vagos, soberbios y demasiado
confiados en sus capacidades. Por más genial que uno sea, no basta
con decir “aquí estoy yo”: dinos otra cosa, dinos algo
más, porque la alquimia de lo que fue tu fórmula secreta es ahora
moneda de cambio común y ha crecido, ha mutado, ha trascendido, se
ha superado.
Quede constancia que “M
B V” divierte por lo conseguido de su auto-mimesis, funcionando
estupendamente como disco de homenaje a sí mismos: no fallan en su
karaoke vocal, en la compostura feísta de las guitarras, en el
electrizante muro de sonido líquido, en las baterías semi
desencajadas… Todo suena tan descaradamente a la alcurnia My Bloody
Valentine (incluso al “Isn´t Anything”, que tan bien está
envejeciendo) que uno no puede evitar una sonrisa cómplice, la misma
que despertaría el estudiante listillo que copia en el examen
demasiado literalmente de la chuleta y se gana así un cero como una
catedral. El disco está bien, es simpático y cumplidor, pero lo que
en tiempos fue la voz más valiente y original de su época suena
ahora como un innecesario espectáculo de ventriloquía, quién sabe
si porque han vuelto únicamente a hacer caja aprovechándose del
servil conservadurismo de su audiencia, o porque el grupo no da para
más. Hemos sido demasiado fans suyos como para conformarnos, tras
dos décadas, con una fruslería autorreferencial con esta: su voz
suena ahora como la de un pre púber, cuando ya están en la edad de
un barítono en la plenitud de su madurez. Me temo que han renunciado
a la cátedra a la que concursaban por desatender los progresos de
muchos otros grupos que, inspirados por ellos, han llevado al
shoegaze a territorios infinitamente más indómitos y
emocionantes.
Insisto en que lo más
cómico resulta del tema es la veneración que ha despertado en la
camarilla de los que entonces eran “indies” y que ahora, ya
peinando canas, aplauden con las orejas este cancionero remember
como si fuese un retorno por la puerta grande de los “buenos viejos
tiempos”. Quién nos hubiese dicho que los que parecían entonces
estar acabando con los paquidermos del antiguo régimen ochentero
terminarían por instituirse ellos mismos en los nuevos dinosaurios.
Bostezos, lo peor que se puede decir de un disco tan cobarde como
este, que quiere resucitar una carrera cuyo motor se ha quedado
obsoleto (que no oxidado) y que, veintidós años después y ante las
mejoras de las demás carrocerías, seguramente hubiese sido mejor
dejar apagado. La música rigurosamente independiente no puede
permitirse el lujo de ser nostálgica sin el contrapunto de lo
futurible, porque entonces deviene otra cosa… para la que los que
sí hemos envejecido (y lo asumimos) no tenemos tiempo ni ganas.
Le dediqué al disco la madrugada del domingo, dos horas después de pasarte el link: cascos Sennheiser, malta y un par de porros de maría.A las dos horas de escucharlo soltaba unos impresionantes bostezos que desencajaban mi mandíbula: alojé el archivo en la papelera y desapareció.
ResponderEliminarEl disco lleva mucho rodaje en su elaboración, además el año pasado hicieron una extensa gira (PS, este año los verá Dennise tb en el PS).
No sé, el loveless es irrepetible, no solo por su majestuosidad: no estamos en la misma época.
Para mi el disco(repito) es un auténtico truño.
Slowdive tb vuelven: otro truño?
V
juasjuas, en un video que colgaron en su canal de yotube con una canción en plan drone, voy de espabilado y comento que se dejen de mamandurrias y que los que busquen repeticiones se pasen al techno. La reacción de los fans ha sido la esperada y me llaman de todo :-D están encantados con el disco y cualquier crítica les ofende. Mi comentario creo que ya no se muestra, pone "este comentario ha recibido demasiados votos negativos". Me hace gracia uno que me pone "¿pero qué te crees, el nieto de Andy Warhol?" o algo parecido. Tengo que practicar más esto de provocar a los feligreses, me encanta sádicamente verles espumear >:-D
ResponderEliminar- observer
no sabía que el techno fuera el único que tiene jurisdicción de la repetición y el trance, y sería completamente fascista el mero hecho de presuponerlo
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