lunes, 11 de febrero de 2013

polirritmo, polifonía #5: Jordan Peterson







Vivimos en la cultura del caos porque, para empezar, hemos inventado la palabra caos y el concepto que ella vehicula, pues prácticamente ninguna civilización anterior a la modernidad contaba en su lenguaje con un término equivalente. Mucho más longevos son los conceptos de “desorden”, “azar” y “aleatoriedad”, que  contrariamente a lo que su uso cotidiano nos lleva a creer, refieren procesos que no tienen nada de caóticos. Y es que el caos es una figura epistemológica utilizada para significar sistemas de orden complejo irreductibles a funciones lineales y, en consecuencia, de desarrollo impredecible… pero ni casual ni libre: lo caótico es el residuo cognitivo de las ciencias deterministas, de las que nace y a las que se debe, pues sólo en su marco puede tener lugar. Fuera de un espacio medible, no hay caos.

El tipo de eventualidades descritas por la Teoría del caos son ontológicamente concordantes con la doctrina newtoniana, que propone al cosmos como una estructura ordenada en todos sus rangos y en consecuencia determinable; el modelo del universo-reloj. Los sistemas caóticos son aquellos en los que pequeñas alteraciones en las condiciones iniciales del sistema hacen que sus variables progresen en direcciones imprevisibles, pero que de suyo son estrictamente mecánicas: son sistemas cuya ley no conseguimos modelizar, pero no sistemas anárquicos. “caos ” es por tanto un efecto del entendimiento, mientras que “desorden” sería una propiedad de la sustancia: de haber un sistema desordenado, éste debería escapar toda legislación física. Desde esta perspectiva, las singularidades son fenómenos de desorden, pero no de caos.
El matiz que desiguala a ambas palabras es capital, con todo tipo de consecuencias ideológicas y políticas: el positivismo moderno puede tolerar el caos pero no el desorden, pues lo desordenado sería aquello ontológicamente referible a una modelización científica, y por tanto a un código normalizado en el que situar su realidad. Lo caótico salva la necesidad, mientras que en lo ontológicamente azaroso adviene ese horror de la contingencia que los metafísicos racionalistas aborrecían como el límite de la autoridad de la filosofía. Si existe la sociología como ciencia, por ejemplo, es por conformidad al principio que presupone que el comportamiento humano no es azaroso, sino más bien irreducible a un modelo lineal de comportamiento (de lo que, por otra parte,  se deduce que situar a la sociología al amparo del logos exige prescindir de la posibilidad de la libertad como acaecer del des-orden; hay matemáticas para el caos , pero no para la libertad). No somos tan libres, sino más bien caóticos, cuando es posible predecir con bastante precisión, por ejemplo, el número de suicidios que habrá este año en Nueva York.
 De haber desorden en el mundo, no tenemos acceso a él: nuestra cognición es una máquina ordenadora que únicamente registra lo que puede conocer y re-conocer, aquello por tanto cumple las leyes con las que mapeamos la realidad. Nuestro cerebro es una computadora de patronaje algorítmico que colapsa ante el azar, que en cuanto insecuenciable resulta impensable: de haber algo al margen de la estructuración que nos hacemos de lo real, nos pasaría completamente desapercibido. Incluso el esotérico “cuerpo sin órganos” de Deleuze (y hasta el caosmos de Guattari) era un patrón de configuración lógica de lo real, que no por voluntariosamente informalista dejaba de ser ordenativo.  Y es que de existir realmente azar o desorden en el universo, no le interesaría a nadie: ni cabría en el pensamiento ni tendría ningún tipo de utilidad. 
El desorden, lo azaroso o fortuito, es necesariamente efímero y autoconclusivo, y por tanto despreciable. Los romanticismos zafios del “caos ” mal entendido, idolatría de una especie de imaginario libertinaje de la naturaleza, son el efecto colateral de la estética y la metafísica capitalista de lo efímero. En realidad no existe nada efímero, pues los acontecimientos siguen vivos a perpetuidad gracias al efecto dominó de sus efectos.  El Heráclito "todo cambia" no equivale a "todo se pierde", porque de hecho todo perdura: el tiempo se coesiona consigo mismo mediante el respeto de la ley de Causa y Efecto. El caos puede localizarse y medirse por sus resultados. Aquello que desencadena nos afecta por su implicación en el Sentido del tiempo.
El caos es entonces la indeterminación de la Ley (régimen de causas y efectos) de un proceso... pero ello no nos impide advertir que ese proceso tiene un Sentido.



La  sutileza del castellano a veces dificulta mucho la comprensión de conceptos tratados por pensadores de otras lenguas, que en la traducción pierden el matiz que los precisa y que, en filosofía, lo es todo. Un caso engorroso a este respecto es la vaguedad en el uso del concepto de “sentido” como diferente a “significado”, cuando en la tratadística anglosajona ambos suelen colapsar e indiferenciarse en el vocablo “meaning” (mucho menos habitual es el recurso a “sense”). Ambos conceptos son tan parejos que su fricción es incandescente, e históricamente la determinación exacta del contenido de uno y otro ha dado pie a irresolubles disconformidades entre sistemas metafísicos en litigio. Personalmente me gusta la definición de “sentido” como la competencia por la que el cuerpo sintetiza lo real en función de su futuro. Sentido es lo que permite formular los acontecimientos significánadolos en una ecuación de la que obtener la profecía de un decurso: algo así como la función holística del entendimiento que conjuga lo real como un todo que ata el pasado y el futuro en una trayectoria común y respecto a una misma objetividad. Es una facultad espectativa, estadística, previsoria y provisional.
Por lo visto la dificultad de crear inteligencia artificial está en la complejidad de emular el "sentido", algo así como un marco que habilite a la máquina para tomar decisiones a conciencia más allá de mover significados (que es una actividad muy tonta, y aquello que los ordenadores mejor saben hacer).
Si el caos es como he dicho un desbordamiento de la razón, experimentamos su presencia como ese “sublime” propuesto por Kant y Schopenhauer, o el desconcertante goce estético ante la infinitud, que carece de significado pero no de sentido. Mucho se ha escrito sobre la valencia del caos (o el ruido) como catalizadores de la experiencia de lo sublime, o la toma de conciencia de la propia insignificancia ante la contemplación de lo insignificable, la esterilidad del acto mismo de significar.Lo sublime” es una forma de aprehensión que, en su anegación de la razón y el juicio, nos desarma y deja a expensas de lo absoluto: un desconcierto que, extrañamente, el cuerpo padece y goza. Lo verdaderamente sublime no es sólo innombrable sino más severamente inobjetivable, con lo que compromete el entrelazamiento de noema y noesis propio del pensamiento lingüístico, dejando desnudo el puro sentido, por así decir. 
Y es que, como han advertido los cibernéticos, el sentido se presenta ya en el acto de la percepción, en la connotación de cómo vemos las cosas. Hay una intensidad de valor propia a la percepción del objeto de la que carecen los ordenadores, quedando así "ciegos" para una interpretación compleja de sus interacciones con el mundo. Para mayor complejidad, el sentido administra casi en exclusividad el placer, y las máquinas no son capaces de ningún padecimiento. Sentido, intencionalidad, valor, espectativas.
Este planteamiento es en el fondo pragmatista, pues se deduce de la hipótesis de que el Sentido es contingente e instrumental: su labor es precisamente articular los acontecimientos para que no desaparezcan (para que sobrevivan las "lecciones" que obtenemos de cada evento) y que el vivir funcione como un aprendizaje en el que cada vivencia sirve de bienvenida a la experiencia equivalente del futuro. Esto cabría perfectamente en un tratado de zoosemiótica, pues no es una habilidad exclusiva al hombre sino a todos los seres sintientes: toda especie dotada de la capacidad de aprendizaje (es decir, de memoria) necesita una facultad mínima de Sentido: encontrar patrones de causas y efectos, es decir, armonías recurrentes de movimientos en el mundo. Toda especie capaz de inteligir una "causa" y promoverla hacia un "efecto" necesita memoria y sentido, de los que obtiene esos hábitos que conforman la "personalidad".
Mediante el sentido hilvanamos los pedacitos de temporalidad para obtener un tejido dúctil y consistente, flexible pero irrompible: el estampado que perfila su superficie es ni menos que la realidad: la cohesión solidaria de todo formando un paisaje único, la urdimbre entretejida mediante el engarce de las causas y los efectos, cadenas mínimas de sentido. 
Ese manto de lo real a veces presenta nudos enmadejados, deshilvanados y rasgaduras, cuando el pensamiento es incapaz de resolver el trenzado de un evento que no hayamos  previsto en nuestro patronaje. Es el trauma, lo irreductible al Sentido, lo incomposible con el resto de la realidad: todos tenemos traumas aunque casi siempre optamos por su olvido, pues se resisten al pensamiento, que no logra siquiera presenciarlos, precisamente por su inmunidad al  Sentido. Ante el trauma, sólo cabe refigurar el estampado previsto. Llegamos, entonces, a un modelo de la mente como máquina que elabora patrones, de los que se sirve para aprehender acontecimientos y con ellos dibujar una realidad. Musicalidad. 




Estas ideas son explicadas de manera muy sencilla por Jordan Peterson, psicólogo canadiense de discurso ameno pero muy sólidamente fundamentado: lo cordial y diáfano de sus charlas recuperan para su disciplina los orígenes filosóficos y terapéuticos de los que surgió, haciendo asequibles para el gran público conceptos muy opacos y  técnicos a los que él es capaz de investir de calidez, de humanidad. En esta exquisita conferencia que adjunto explica de un modo envidiablemente ameno y pulcro cómo ese “patronaje” de la realidad mediante en el Sentido sigue una lógica arcana y profunda que sólo puede ser revelada mediante la musicalidad. Su tesis es punto por punto la misma que venimos defendiendo en este hilo sobre la polifonía: la música es una herramienta de aprehensión de las vibraciones del mundo, las mancuernas de nuestro “músculo del entendimiento” que mediante ella amplifican nuestra capacidad de reconocimiento de patrones, nos fortalecen para reconocer (y tricotar) las reverberaciones del tejido de la realidad, haciendo que nuestro cuerpo vibre en su misma longitud de honda. Puede haber música al margen del dominio melódico pero no del armónico: la armonía de nuestros cuerpos vibrando en sintonía con el mundo.
Peterson tiene una recomendabilísima serie de videos llamada “Maps of meaning” en los que desgrana su minuciosa y trabajada concepción del papel del sentido en la habitabilidad de lo real: sin sentido no hay más que trauma, imposibilidad de aprehender lo que sucede y conjugarlo en un relato. El caos es el gran peligro de nuestra intelección, el abismo que rodea el precario desfiladero de las certezas anulando por completo nuestro raciocinio ante situaciones demasiado tumultuosas, cuya resolución sólo puede alcanzarse mediante el recurso a nuestro propio Sentido: caminante no hay camino, pero siempre hay insinuación y vocación de un destino. La realidad necesita un mínimo de lenguaje (un mínimo de historia) para ser vivida y pensada, y un mínimo de caos (de holgura, laxitud, apertura) para ser sentida y padecida.

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