jueves, 18 de abril de 2013

Tiempos Modernos

La flecha del tiempo, la espiral del poder 














1. ¡Deprisa, deprisa!

Apenas unos lustros atrás, en el apogeo de la globalización y su despreocupado optimismo tecnocéntrico, todos los dominios de nuestra civilización parecían imbuidos en una enfebrecida y fabril aceleración de los procesos transitivos, de la velocidad del mundo como sintonía, como si el éxtasis de las telecomunicaciones y la tecnología del real-time implicasen por su esencia misma la utopía de lo instantáneo, de la superación de todo período de dilación o latencia. El asunto por excelencia de los estudios sociales parecía ser el modo en que la infinita omniconectividad propiciada por la informática habría de conducirnos a un mundo en el que los acontecimientos tuviesen lugar a la velocidad del pensamiento, arrojando la realidad a una hiper-velocidad de tal potencia que cualquier intento por ordenarla resultaría por fuerza estéril, insuficiente: mientras las transacciones financieras se rendían a la velocidad de crucero derivada de los nuevos instrumentos de cálculo computerizado (tan vertiginosos que desbordaban la aptitud del cerebro humano para considerarlos), las “modas” y su mesmerizante orgía de signos multiplicaban exponencialmente su capacidad de auto regeneración just-in-time, y cualquier expresión de “lo nuevo” proliferaba con tal premura que un nuevo invento en Los Ángeles podía estar disponible en Milán en apenas unas horas. Países periféricos como España, acostumbrados a la sensación de que las novedades les llegasen tras un irrecusable período de espera, sentían de repente que la proliferación instantánea de las primicias a escala trasnacional les ponía en paralelo a los grandes epicentros de producción cultural: cuando nuestros hermanos mayores viajaban a Londres hace unos años, narraban a su regreso las excelencias de los inventos allí comunes y aquí desconocidos, mientras que hoy en día uno viaja a Nueva York y vuelve con la sensación de que nosotros gozamos del mismo nivel de desarrollo tecnológico, social y cultural que en las más lustrosas capitales del globo. La transmisión instantánea del conocimiento y la tecnología llevarían a todos los hogares del planeta, sin necesidad de dilaciones, las innovaciones producidas en cualquier lugar por distante que sea: la sincronización unificadora del compás del mundo subsumiría el tempo de lo local a la cronometría global. Un proceso en el que convergen las telecomunicaciones, la laxitud de las condiciones arancelarias para las transacciones, las infraestructuras a escala trans-continental, y un nuevo estado de desarrollo del Sistema en el que éste parece haber superado por fin la última frontera de su imperio: el tiempo, construido sobre lo que antaño fueran los tiempos.

 

Absortos en aquel enfebrecido culto a lo nuevo e instantáneo, y atónitos ante la irrefrenable sucesión de asombrosos descubrimientos (la genética, la informática doméstica, la conectividad virtual, la multiculturalidad, la revolución industrial del low cost…) el humanismo europeo, de siempre receloso de las argucias de la tecnocracia anglosajona, comenzó a  desarrollar discursos críticos con este nuevo estadio cultural de imparable aceleración de la vida, recelando de las impredecibles consecuencias de un aceptación acrítica de lo nuevo por lo nuevo. El más reconocido portavoz de la desconfianza fue Paul Virilio con sus ingeniosos ensayos en  dromología”, ciencia de nuevo cuño dedicada  al estudio de la velocidad, cuyas conjeturas escatológicas presagiaban la hecatombe como único puerto posible para la nave a la deriva de la historia (quizás ya cadáver).
Su programa crítico consiste en un ejercicio de suspicacia ante las consecuencias biopolíticas del nuevo organigrama geoestratégico de reparto de poder bélico y sus usos instrumentales como dispositivo de control de subjetividades. En ese sentido, la celebrada hipótesis de “La doctrina del shock” esbozada por Naomi Klein era el resultado lógico de las recensiones de Virilio: la cultura mass mediática habría traspasado el umbral cronométrico a partir del cual el espectador ya no es capaz de mantener una distancia crítica con los estímulos que recibe, propiciando un nuevo e inquietante estadio epistémico de la humanidad en el que el ciudadano común ha perdido la capacidad de juicio ante eventos que sobrevienen a mayor velocidad que su propio pensamiento, exentos de una síntesis imposible y privados de una Razón de Ser que los armonice en una lógica omnicomprensiva.


2. El ahora eterno

Probablemente, el trabajo de Virilio y Klein (y tantos otros en su estela) venía a ser una fenomenología del tiempo contemporáneo, el tiempo del real time: una cronometría  sometida al presente continuo, conjugada como la sucesión de un “ahora” perpetuo para el que ya no hubiese un “aquí”, pues todo los acontecimientos del mundo suceden simultáneamente en todas partes, y en el no-lugar de la virtualidad compartida. Acrónica y atópica, sin chronos ni topos, la realidad parece haber alcanzado el paroxismo de la teoría de la relatividad y su correspondencia entre tiempo y espacio: ahora que la tecnología permite la tele-transmisión del acontecimiento y el conocimiento aboliendo las distancias,  queda anulada la duración. La distancia entre Londres y Moscú no se mide en kilómetros, sino en tiempo: cero segundos. Pues el reloj del mundo no se acompasa ya sobre el viaje de los cuerpos, sino sobre el movimiento de la información.
Para Heidegger, uno de los problemas del estudio del Ser es el hecho de que carece de presencia propia, es un no-fenómeno que sólo puede ser auscultado por sus huellas, por su rastros y sombras, y cuya autonomía habríamos olvidado considerar a lo largo de la historia de la metafísica occidental: estamos demasiado embebidos en el Ser como para poder verlo, poder valorarlo. Este problema ontológico sería resumido muy elegantemente por Xavier Zubiri con su concepto de diafanidad, proponiendo que el objeto de la metafísica ha de ser el estudio de lo diáfano (aquello tan universal y omnipresente que escapa al apercibimiento). Tal vez, en ese sentido, los estudios culturales no puedan romper el círculo vicioso de la autorreferencialidad sin el recurso a su fundación metafísica. Estudiar la cultura, convertirla en “objeto”, exige interponer con ella una distancia que, en la estela de lo que Hegel denominaba “negatividad”, permita establecer un punto de vista exógeno a ella para así obtener una perspectiva de conjunto, un panorama contingente y parcial pero omnicomprensivo. Y ese imprescindible alejamiento respecto al propio medio cultural sólo puede darse recurriendo a “otras culturas” suficientemente diversas que permitan identificar los parámetros diferenciables que sonsaquen lo contingente camuflado como necesario. Este nuevo programa metafísico (la presentación de lo diáfano y el trazado de sus límites) recuperó para la filosofía la humildad en la que se había fundado: el reconocimiento del pensar como provisión estratégica de fuerzas, la intelección como musculación terapéutica del conocimiento, y el desvelamiento no ya de las condiciones en las que vivimos, sino de las que podemos aspirar a vivir. La metafísica contemporánea quiere ser la desocultación de lo posible, una guadaña con la que abrirnos paso en la espesura del tiempo como acaecimiento de lo imprevisto.


3. La profecía imposible

Toda la filosofía, como la ciencia, ha sido siempre una futurología. El saber humano, cuya vocación no es otra que la de identificar la legislatura oculta de la realidad, la sistematización de lo recurrente en un régimen de predictibilidad, asume la insuficiencia de los actos automáticos e instintivos para lidiar con las bruscas sorpresas que vienen con el tiempo: la prevención ante la contingencia como potencia catastrófica. La existencia de la filosofía exhibe el pánico ante la emersión del futuro como acarreo de lo desconocido, la ansia por puntuar certezas en la gramática secreta del devenir y así inmunizarnos ante el imprevisto. El objeto del pensamiento humano no es otro que el futuro, la inquietud ante la inminencia vivida –y sentida- como peligro.  Y esta necesidad de mapear lo posible mediante la observación y análisis de lo plausible (los vectores que traza el pasado, la trayectoria que sigue la inercia del sentido) resulta imposible cuando, como hemos visto, la aceleración de los acontecimientos más allá de nuestra capacidad de pensarlos impide no ya su enraizado en el suelo de una teleología firme, sino incluso su nomenclatura. Tal vez la realización plena de la modernidad haya consistido en la verificación de su incapacidad para comprender las leyes del tiempo, la constatación de la incontinencia del devenir del mundo como caos inmune a lo profético. La posmodernidad trae entonces la epifanía de la vida como recorrido de un precipicio escarpado, el presente como límite del abismo letal que es el mañana.
Ello sitúa al ser del hombre en la dramaturgia del existencialismo: el único contenido de la realidad ya no es la presencia sino la inminencia, o los acontecimientos que median entre el ahora y la muerte. La intuición del pensar es el instinto de lo profético, colateral a la vocación de supervivencia, al cuidado de sí; una vocación frustrante en tanto la vida es la caída en un agujero negro de paredes repentinas y fortuitas, pero cuyo suelo cierto es la muerte, única profecía posible, la clausura incontestable de todo sentido.
La globalización, como proceso financiero, tecnológico y cultural específico de los años dos mil, ha triunfado de manera inapelable en su estrategia de monopolización del reparto de lo que es posible y lo que no lo es,  y la demonización de cualquier punto de vista que le sea trasversal o divergente: las únicas potenciales piedras en el camino hacia la universalización de la ideología occidental son o bien nacionalismos románticos (cuyo objetivo fundamental es la autodeterminación local de las instituciones, pero no la subversión de éstas ni de las categorías políticas sobre las que se construyen) o bien los “nuevos bárbaros” que habitan el afuera del capitalismo, esos “rogue states” que nos son presentados como fundamentalistas, totalitarios, inhumanos, y enemigos de la libertad y la democracia. El mayor éxito de la tecnocracia occidental se funda, por supuesto, en el hábil monopolio que ha conseguido sobre las cuestiones metafísicas que distribuyen inadvertidamente cualquier sistema de pensamiento, mistificando los conceptos de axioma y dogma,  y naturalizando su tramposa correspondencia entre verdad y ciencia hasta imponer la creencia de que las cosas son como son porque así han de ser. Todo imperio necesita, para triunfar, la imposición de su propia cosmogonía, y más concretamente su construcción de lo que son “naturaleza” y “realidad”.
La lógica de la aceleración del tiempo fue uno de esos fenómenos que podemos catalogar bajo la “diafanidad” de Zubiri: sucedió de manera inadvertida,  afectando a todos los sectores de la vida cotidiana y en cada uno de sus registros, en todos los puntos de planeta, exterminando cualquier otra vivencia del tiempo con la que poder compararla, y por decirlo en términos empresariales, en situación monopolística. El “tiempo real” de escala planetaria ha sido ya objeto de estudio de infinidad de trabajos teóricos, pero nosotros nos centraremos en su naturaleza paradójica: por un lado la universalización de la posmodernidad capitalista tiene lugar colateralmente a aquel “Fin de la historia” (que habría de referir la dinámica de los acontecimientos a una nueva cronología cíclica acompasada a ritmo periodístico e industrial) pero por otro, de manera aparentemente incompatible, apoyándose todavía en la afirmación teleológica del tiempo como progreso, sin la cual se hubiese desmoronado toda su arquitectura epistemológica, herramienta imprescindible del consenso noopolítico necesario para el establecimiento de una “cultura global”.


4. Hegel y Nietzsche

El hiperveloz tiempo de la posmodernidad era entonces un concepto bicéfalo, que operaba simultáneamente desde dos dominios en principio incomposibles: el cíclico de la producción industrial, y el teleológico de la idea dialéctica del “progreso”. El eterno retorno de Nietzsche y la síntesis dialéctica de la historia de Hegel, lograron aunar esfuerzos y superar su esencial incompatibilidad en el fenómeno de las modas o tendencias, siempre lo mismo y siempre diferente. El humanismo clásico ha culpabilizado a la moda por su fetichización vacua de la retórica de las apariencias, pero la lógica de las “tendencias” consumibles que animan la producción occidental de signos exhibe la constitución de un nuevo tiempo experimental cuya estructura no es lineal ni circular, sino espiral: su eje regulador lo conduce por un trazado ordenado (repetición) pero con la suficiente laxitud para incorporar los sobresaltos de lo nuevo (diferencia).
El tiempo vivencial se realiza como correlato de un calendario, es decir, en la disposición de “puntos significativos” que permitan diferenciar los momentos entre sí para poder así medir sus distancias, duraciones, recurrencias: la sujeción del tiempo a una agenda es lo que permite experimentarlo como un flujo ritmado por la cardinalidad de las fechas que le sirven de latido. El tiempo en sí es un fluido sin ritmo propio, una sucesión indiferenciada de presentes que sólo adquiere sentido cuando sobre él se despliega un sistema de referencia que lo enmarque y administre: las horas, los días, las semanas proponen una métrica estable y firme que hacen del tiempo una instancia calculable objetivamente, pero insuficiente para apropiarse de él de manera subjetiva o valorativa. Lo que de verdad determina el ritmo del tiempo, más allá de la ortopedia normalizadota de un “calendario” estrictamente extensivo, son los acontecimientos que vehicula. La diferencia entre un jueves y un domingo no es tanto la distancia cronológica que media entre ambos, sino el tipo de vivencias asociadas a uno y otro día en todos los órdenes de la conducta: a nivel laboral, social, de ocio, afectivo. Los partidos de la Champions League sirven para señalar los miércoles y así puntuar un valor en el magma indolente y neutro, estático en cuanto maquinal, del tiempo cósmico.
Heredero de las viejas concepciones panteístas del tiempo como ciclo, el calendario anual es ante todo la organización ordenada de una serie de “momentos clave” tales como fiestas, vacaciones, auges y declives laborales, climatología o estacionalidades de todo tipo. Las sociedades preindustriales construían sus calendarios en función de los períodos de siembra o recolección, y de las condiciones climáticas de cada época del año. La suya era una concepción cíclica del devenir, pues los años se sucedían sin grandes sobresaltos que los diferenciasen entre sí, siendo muy tímido el “progreso cultural” que experimentaba un individuo a lo largo de su vida. La vida de cada persona se concebía como embebida en grandes ciclos de orden superior o “eras” que por lo general remitían a fábulas sobre dioses o grandes acontecimientos cósmicos. La pre-historia era así el paroxismo del tiempo periódico, exento todavía del sentido teleológico, indiferenciable por la pulsación de la invención tecnológica que luego habría de dislocar su monolítica circularidad. La historia aparece con la acumulación del conocimiento: súbitamente,  el tiempo dejó de transcurrir como eterno retorno sólo subvertido por el azar de las catástrofes naturales,  y la invención tecnológica (como superación y destrucción de las formas de vida estables) fue el parámetro que habría de sonsacar el calendario de su serialidad orbital para encaminarlo en una trayectoria de apertura al sentido.  El radical sobresalto metafísico de la aparición de la Historia consistió en propiciar la teleología, la presunción de que el tiempo no gira impertérrito sobre sus propios pasos, sino que se abalanza en una dirección incierta pero fija, que su horizonte es un destino. 


5. Calendario industrial

La era industrial vino a ser la plenitud de la historicidad de la historia: el cambio paradigmático resultante de un desarrollo tecnológico capaz de eclipsar a la Naturaleza como agente motriz del tiempo, el vértigo de una humanidad que empezó a sentirse soberana sobre su propio destino. El pensamiento decimonónico fue ante todo la reflexión sobre la recién adquirida gobernanza de la sociedad sobre su propio rumbo, y la reducción del orden cíclico de la cronometría naturalista a agente secundario del devenir. Ahora el tiempo ya no era función del encabalgamiento de primaveras, veranos, otoños e inviernos, sino de la lógica autónoma de las secuenciación de producción y consumo, las eventualidades del movimiento del capital, y los acontecimientos inmanentes propiciados por cada nueva invención técnica.. Para el operario de una fábrica de Ford la diferencia entre otoño y primavera no tenía ya nada que ver con el clima, sino más bien con el tempo pautado por la producción y distribución  de los vehículos. Del mismo modo las festividades pierden su anclaje en las circunstancias de su origen (por ejemplo, el carnaval o la cuaresma señalaban en el régimen simbólico las temporadas de consumo o almacenamiento de carne) para convertirse en hitos sujetos únicamente a la lógica de producción y compraventa.
De algún modo, este es el origen de Hegel: la constatación de que la cultura genera su propio orden temporal, mediante la síntesis de invención y memoria en el epifenómeno de un “progreso” ideal. El tiempo ya no se consume sino que avanza, y la cuestión metafísica del Ser es eclipsada por la del devenir, la acumulación del Ser y su diferenciación en la nada: el tiempo es el despeñadero en la frontera entre la tierra firme del pasado y el océano neblinoso del futuro, privado ya del paracaídas de lo cíclico, del eterno retorno que todo lo amortigua y subsana. Hay sin embargo quien achaca de cobardía a la dialéctica en su gestión teleológica del mañana: el abismo del tiempo como salto al vacío, como inmersión en el territorio de lo desconocido, era atenuado mediante una lógica tranquilizadora para los acontecimientos, síntesis y autorresolución de disparidades que, de algún modo,  aseguraban .la pertinencia de un destino como imán de la flecha (hasta entonces fortuita) del tiempo.
La modernidad, en su abrazo valiente de lo imprevisible (pues tal es la aventura del progreso), hubo de refugiarse contra la tempestad del caos en el asilo de la Dialéctica Histórica, una nueva cardinalidad para el tiempo y su sentido, en el que éste era animado por la resolución eficaz de sus malformaciones, sin el concurso de los dioses, al amparo de la autodeterminación  teleológica de los acontecimientos naturales y humanos: el hegelianismo apacigua pensamientos temerosos ante la incertidumbre al asegurarles que “en el fondo, nada es casual”… Queda así inaugurada la Ciencia de la Historia, de voluntad secretamente profética. Hasta aquí hemos encontrado la Razón de Ser y la dinámica de los procesos históricos; tenemos el continente, pero aún no el contenido, la sustancia de la historia. Su cuerpo, trenzado de acontecimientos cuyo rango está aún por determinar.



6. Mañana, el abismo

Existen infinitas maneras potenciales de contar la historia del mundo, de organizar y valorar los acontecimientos que lo pueblan hasta formalizar una lógica de su encabalgamiento que sea capaz de producir una panorámica de conjunto y trascender a la suma de las partes: la integración de eventos los hilvana y eleva hasta el dominio del Sentido. Si hay una ciencia de la Historia es como terapia para la desesperada necesidad del pensamiento de encontrar (¿de inventar?) un sentido para el pasar de las cosas que pasan. Hacemos historia, la pensamos y registramos, porque ella nos provee el suelo firme que necesita la conciencia para sortear el abismo de lo indiscernible: lo histórico oferta un sentido para la realidad, la trayectoria ordenada de eventos que, al amparo de un hilo común que los conjuga, trascienden su autismo mediante el advenimiento de una Razón de Ser.
La minuciosidad y prudencia con la que cada civilización se provee de un suelo histórico no responde entonces a una estéril voluntad archivista de anecdotario de los muertos, sino a la urgencia de encontrar los límites de las profecías posibles: la inmersión espeleológica en las espesuras del pasado como sondeo de las causas de lo que fue y de lo que pudo haber sido, no busca el matiz del acontecimiento finito sino la hipotética legislatura que permita obtener de él un sistema universalizable de causas y consecuencias. Hacer historia ha sido siempre buscar las Leyes que la rigen, para así esbozar una hoja de ruta con la que guiarse ante la llegada siempre inminente del porvenir. Los discursos históricos son por tanto herramientas para la futurología, un bisturí que reparte los fragmentos del tiempo para luego reconstruirlos con puntos de sutura singularmente delicados: la construcción, la fabricación de un decurso positivo para la historia implica siempre el reverso de su propia capacidad de inferir en los eventos futuros, pues cada vez que explicamos lo que ha pasado estamos proponiendo unos límites a la potencia de lo que puede pasar. En cuanto relato de anticipación, la Historia es entonces el arte de las profecías autocumplibles, del encauzamiento del devenir dentro de un código consensuado de posibilidades.
Este punto de vista es al menos el más habitual en el pensamiento europeo del siglo XX, escéptico a consecuencia de los numerosos acontecimientos traumáticos que lo sumieron en el duelo de la autocrítica infinita, y que aconseja recibir con cautela y susceptibilidad crítica cualquier “verdad” que quiera instituirse como única, cualquier discurso susceptible de ser usado como instrumento de imposición de un orden omnímodo para lo real. La historiografía que floreció de las cenizas de la Europa de posguerra instalaría en el corazón del análisis histórico la precaución ante los riesgos inherentes a su ejercicio, sabedores ya de que toda narración de lo pasado puede instrumentalizarse para la enajenación del futuro. Será Foucault quien con más insistencia denunciará la ancestral cohabitación concupiscente entre los Saberes (especialmente las ciencias humanas) y lo que él denomina “el Poder”.


7. Ilocalizable, indefinible, invisible

Las recensiones que el filósofo francés desarrollaría de la lógica política clásica tendrán como eje central la desclasificación de las categorías de Marx y la puesta entre paréntesis de la omnipotencia generalmente atribuida a las instituciones. Su desarrollo exponencial de los parámetros que integran la idea de la gobernanza diluirá la cuestión de la soberanía en las porosidades microfísicas de cada colectividad, de cada sujeto, de cada discurso, de cada transacción, hasta deslocalizar su Idea de Poder para convertirla en un campo, en un dominio enraizado hondamente en las determinaciones onto-psicológicas de cada cultura. La universalidad de las fluctuaciones de poder como propias a toda interacción entre hombres, hacen de ellas instancias ilocalizables (en cuanto líquidas y por tanto inconsistente), indefinibles (en cuanto antológicamente anteriores a la producción de identidad) e invisibles por su diafanidad, de lo que resultará una concepción de la historia como subsumida en la termodinámica omnivalente y omnipotente del poder, que todo lo puede.
Atrás ha quedado la antigua figuración aristotélica y platónica del Arte de Gobernar como arbitrio armónico y venerable de las fricciones en la convivencia de la polis. Sacudida por la marcial concepción maquiavélica de la sociedad, los estudios histórico-políticos de la modernidad asumen con resignación que el Poder es el vertedero moral por antonomasia de lo humano, el dominio en el que convergen los más inquietantes impulsos de nuestra especie, inoculada por un contagioso virus que gobierna en la sombra (y desde las tinieblas) el devenir del mundo y que vendría a ser la voluntad humana de poder. La lógica de Foucault es en efecto deducible de la hipóstasis nietzscheana y su finiquito de la soberanía celestial, quedando el hombre entronado como único soberano de las desembocaduras de su propia biografía, arrojado al juego cruento y amoral de la reconquista de un Poder personal siempre vampirizado por la institución alienante de lo común. Una idea de lo político que seguirá en la descorazonadora autopsia de la dominación entre clases llevada a cabo por Marx, y que Freud convertiría en determinación irrecusable de lo humano a través de su connatural estado de malestar en la cultura.
Estos tres filósofos de la sospecha (Nietzsche, Marx y Freud) instaurarían la doctrina antropológica del materialismo nihilista, dando pie a síntesis discursivas bien variadas (desde Althusser a Zizek, de Hayek a Lyotard) que sin embargo tendrán en común el establecimiento del Poder como eje director de cualquier proceso social, de toda realidad: de la procesualidad del tiempo. De la síntesis dialéctica del materialismo histórico a la disolución de los estados en el archipiélago rizomático,  esa concepción del Poder como vertebral a la producción de lo real ha redundado a menudo en axiomáticas casi místicas, haciendo de él una idea fetiche y de hechuras metafísicas para el que ni siquiera hay una definición consensuada en las ciencias sociales. ¿De qué hablamos cuando hablamos del Poder? ¿No es acaso una Idea tan vaporosa que parece gobernar al hombre desde las alturas de la trascendencia pura? Ni siquiera Foucault ha dado una definición firme del Poder, y lo que en su tratadística quería ser el desbrozado rigurosamente científico de sus condiciones inmanentes, resulta en cambio en análisis mixtificadores que, en la estela de Heidegger, lo reducen a pasión del Ser humano.
El poder no es una pasión ni un padecimiento; no se da en el campo de la infraestructura ni en el de la superestructura, su concepto carece de sustancia si no se muestra en acto, en efecto. No es un gesto, un acto intencional, sino un hecho, uno de los resultados de la transitividad de los estados de cosas en el curso de la acción humana. Facticidad plena, los cauces del poder han de husmearse en los poderes fácticos, su acaecimiento como operación en efectivo.
Foucault era vehemente en la renuncia al sujeto como agente hábil y capaz, como actor que desencadene acontecimientos por sí mismo: en correspondencia al spinozismo que le servía de argamasa metafísica, la dinámica que propone para el poder es la de una transacción interpersonal regida por los mismos parámetros de orden que cualquier sistema de flujos, como una termodinámica de energía social impersonal que desactiva cualquier pretensión de libre albedrío individual. Ese descentramiento del poder desde el Yo local a un tejido reticular y policéntrico de subjetividades, conduce al callejón sin salida de imposibilitar la identificación de responsabilidades: si no hay actor individual más que como espejismo de una red inconciente y desértica de discursos anónimos, los juegos de poder con sus concentraciones y disoluciones sólo pueden darse o bien propiciados por el imperativo meta-personal de una gran Historia dirigida con firmeza hacia un destino autoinducido (de acuerdo al hegelianismo canónico), o bien como carnaval en el que se travisten como cultura lo que en el fondo son impulsos libidinales. Pero en cualquier caso, el modelo de crítica política post-marxista se encalla en una concepción circular del poder, como mutualidad en la que ya no se pueden discernir ni las fuentes ni las desembocaduras: en lo grande y en lo pequeño, en la producción de subjetividad y la aceptación normativa de una Realidad, todos somos agentes activos y pasivos de un Poder que constantemente damos y recibimos, que nos constituye, y al el individuo sólo puede aportar la portavocía.
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8. Aliens y apocalípsis

En su elegíaco ensayo sobre Foucault, su compañero y amigo Gilles Deleuze insistía en la férrea renuncia de ambos a la consideración del sujeto, conforme a una metodología estrictamente predicativa que prescinde de los personalismos y distribuye la causalidad de los acontecimientos a movimientos de estructuras. Lo dinástico es eclipsado por lo institucional como actor principal del teatro de la historia, que ya nadie duda está impulsada por desarrollos de deseo y poder. El orden propuesto por Deleuze y Foucault para el devenir social es el de una economía libidinal: una máquina movida por diferenciales de valor que constantemente reconsidera sus códigos de  distribución de flujos. Un sistema, un orden distributivo para el ejercicio del poder cuyo movimiento fundamental es la producción del sujeto a través de modulaciones disciplinarias y de control.
Esta exposición suena abstracta, pero no es más que la constatación de una paradoja que todos podemos comprobar en nuestra vida cotidiana: la muerte de Dios no recuperó para el hombre la soberanía de su moral, pues esta ha quedado atrapado en el reino de lo trascendental transfigurada en la idea de un “sistema” que responde no ya a las determinaciones de los sujetos que lo componen, sino a una fuerza preconsciente (la lucha de clases según Marx, el poder según Foucault, el deseo según Deleuze, el simulacro según Baudrillard) irreducible a cualquier tentativa pacificadora. En nuestras especulaciones íntimas sobre las causas de los acontecimientos políticos que nos atraviesan y sobrepasan, quedamos atrapados en el agujero negro de la idea del “Sistema”, una estructura vaga e imprecisa pero omnipotente, ilocalizable pero universal, dinámica pero inmutable. Y esa idea casi mística del “Sistema” como receptáculo y continente de los juegos de poder, de tal complejidad que resulta inabordable para la intelección humana, sólo admite como remedio su agotamiento en una catástrofe.
Nuestra civilización ha desarrollado toda una mística de su “Sistema”. Sus caprichosos designios, en cuanto materialización de impulsos colectivos, inconcientes y libidinales, parecen haber escapado un control democrático ahora rendido ante la idea de que frente al Poder, no hay nada que hacer. La universalización de la economía de mercado y su discurso paralelo del Fin de la Historia ha descarrilado la realidad hasta dejarla fuera de control, convirtiendo al ciudadano en pasajero de un vagón cuya locomotora fuese conducida por todos y por nadie: estamos en un impasse en el que el tiempo nos avecina o bien hacia la utopía autopoiética de la eucarística liberal, o bien hacia el desastre planetario de una civilización resignada y agotada en el paroxismo de lo que siempre ha sido: termodinámica del Poder.
¿Cuál es el papel de cada individuo dentro de ese “Sistema”? Apenas el de meros espectadores, participando desde la distancia de un ruedo político que sabemos hermético y opaco, y ante cuyo imperio sólo cabe la misma actitud penitente y mendicante que las culturas que imploraban misericordia a los dioses mediante danzas de la lluvia. La post-historia es caprichosa y elusiva, impermeable a las inocuas deliberaciones y necesidades de los ciudadanos, dramaturgia grandilocuente (y secretamente fascinante) de la que participamos con la misma compostura pasiva y atónita que cualquier otro espectáculo. La globalización ha elevado a su enésima potencia la complejidad de las transacciones de poder, que ahora parecen exentas de toda inferencia estrictamente política, legislada por una economía que ya no lo es de bienes y servicios, sino de impulsos libidinales. No hay nada que podamos hacer.
Tal vez haya algo de placer masoquista en la actitud de expectación estática y extática que hemos desarrollado en cuanto sujetos políticos, apoltronados como digo en la consideración de que el mundo es demasiado complejo no ya como para poder controlarlo o modularlo, sino tan sólo para comprenderlo. Con astucia, la Internacional Situacionista describiría este paisaje global como una Sociedad del Espectáculo en el que el papel del individuo dentro de la colectividad viene distribuido por imágenes proyectadas en una pantalla antológicamente plana e impermeable. Lo que Jean Baudrillard denominaría hiper-realidad (el vaciado de sustancia de lo real hasta reducirlo a un carrusel telemático de no-eventos) es por tanto la realización (o acaso la confirmación) de la distopía situacionista,  o la enajenación plena de cada ciudadano mediante la cesión de su soberanía política a una instancia trascendental (“el Sistema”). De naturaleza holística y de consistencia infinita, ese Sistema es inmune cualquier tentativa reformista, pues su inagotable capacidad de mutación le permite esquivar la gestión moral: asumir que la única Historia posible es la narrativa de las fluctuaciones del Poder conduce al derrotismo de vivir ese Sistema como el eterno retorno de la amoralidad que anima su fondo. El Sistema, irremediablemente, es una instancia de todo o nada: o lo aceptamos en plenitud como un imperativo casi teológico, o lo desactivamos arrojándonos a un precipicio en el que no hay alternativas.
Paradójicamente, el Fin de la Historia es la escatología propia del dogma materialista, tanto para las izquierdas como para la derecha. Marx interpretaba los procesos históricos como evolución de sistemas de dominación fundados en el expolio asimétrico de la economía, en una perspectiva en el fondo cómplice de las categorías antropológicas de Adam Smith; uno y otro, pese a instalarse en polos ideológicos antitéticos, compartían el dogma de que el motor de la acción humana es la heurística del valor, y la dialéctica del Poder. Todo es político, el Sistema inunda los afectos, debajo de la alfombra de lo simbólico las subjetividades son sumisas y cómplices de la lógica de la cadena productiva. Una dinámica de la que la historia humana no es más que el recuento de alteraciones anecdóticas, porque en su estructura profunda toda sociedad viene siempre y en todo caso fundada sobre la asimetría. La emancipación sólo puede darse mediante la producción de un Hombre Nuevo, más allá de la historia tal y como la conocemos, tras un Apocalipsis purificador que recupere la hermandad perdida. El fustigante mal augurio del Apocalispsis bíblico sigue así rigiendo en el siglo XXI l agenda universalizada a escala planetaria.
La escatología apocalíptica se ha enseñoreado incluso de los dominios del pop. No sólo a través del reciente auge del cine catastrófico, sino como desvelo distópico que ensombrece las conversaciones de café, a pie de calle: el Fin del Mundo que algunos advierten, como paroxismo de la conspiranoia, en el horizonte inminente de occidente, evidencia la angustia del minúsculo y  desamparado ciudadano anónimo que siente cómo su vida es gobernada por instancias lejanas, incorpóreas, puramente trascendentales: un banco colapsa en Nueva York, y en unos meses un carpintero madrileño pierde su trabajo, en una mezcla de caos y fatalidad, como efecto de fuerzas superiores para la que ni siquiera hay nombre, más allá de esa nomenclatura oscurantista que es “El Sistema”. ¿Dónde está el Sistema, qué quiere de mí, qué puedo hacer, qué danza de la lluvia he de ofrecerle para obtener su piedad? Fin del mundo, Apocalipsis como escatón probable del Fin de la Historia. La purificación final una vez hemos asentido en el trágico destino de sabernos marionetas de un dios caprichoso, el Sistema, cuyos magnánimas disposiciones sólo se pliegan a la lógica del poder, el poder y el poder. ¿Hay acaso una lógica del poder? ¿Nos hemos encargado de medirlo y sistematizarlo, de pensarlo ordenadamente y más allá de la conjetura metafísica?

15 comentarios:

  1. El blog ha quedao muy guay!

    Sobre el post... necesito "rumiarlo" -más que procesarlo-... para poder digerirlo.

    Otro día comento el potlatch -si "ha lugar", claro :-)

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  2. respecto al diseño, está todavía "abierto", pero me apetece jugar con esta nueva composición que pone a los posts en paralelo y estira un poco su vida, además de producir una "cacofonía" que espero sea más divertida que el antiguo look espartano.
    La cabecera es muy friki pero sin un toque de humor o desvergüenza este blog sería un auténtico ladrillo!

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  3. Existe el riesgo de comprender de manera complaciente las implicaciones del Espectáculo, tratemos de evitarlo. El Espectáculo no es algo externo que imponga una distancia, tampoco es una sustitución o un redoblamiento de lo real como pueda ser el simulacro, ni una confusión entre la representación y lo representado, nada de imitación, nada de original y copia; más bien, se refiere al decaimiento de toda distancia entre la apariencia y lo aparentado, reversibilidad de superficie, transparencia total, un desierto erógeno donde ya no hay nada que ocultar. En definitiva, a la aniquilación de la voluntad y de toda diferencia vertical. Expropiación de la vida y, desde luego, venganza del objeto, pero no de un objeto otro ante un sujeto vencido, sino de un objeto propio exento de sí: paraíso de los objetos virtuales, de las imágenes autónomas. Consiste en la primacía del recipiente y la emancipación de las señales. Así vemos en toda clase de discursos modulaciones de esta onda portadora que se impone inadvertidamente como medio, como pura inmanencia. Todas las sociedades han sido sociedades del Espectáculo y lo serán, no tienen otro remedio, cambia la sofisticación de los medios-rituales. Precisamente en nuestras sociedades, por razones históricas en las que no vale la pena abundar, tenemos mayores posibilidades de abrirnos a una existencia auténtica, íntimamente anómala, si ahondamos en el trance del tedio. Tampoco está mal entregarse a la frivolidad del entretenimiento, es mil veces mejor que obstinarse en la desgracia. En cualquier caso, ninguna de las aspiraciones que nos conduzcan, por impropias que sean, es esencialmente excluyente; salvo en el sentido de que no se pueden hacer dos cosas al mismo tiempo o en el de un horizonte utópico.

    Sobre el determinismo y la fatalidad... se ha escrito tanto que no sé si cabe una observación más. Tienes la teleonomía de Monod, la equifinialidad de Bertalanffy, la providencia de los estoicos, etc. ¿Qué le pedimos al futuro? Esperanza, oportunidad, muerte... formas de soportar el presente y sobre todo la falta de sentido. De qué nos sirve una imagen especulativa del telos y su punto final si no dejamos de sobrepasarlo, a cada presente, en su desdoblarse como final y principio de su misma actualidad. ¿Qué hizo Caraco con su presente? Ah, el tiempo que tenemos o que nos tiene, ¿acaso no consiste nuestra vida en transformar los instantes en prodigios privados?

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    1. ...: todavía no es el crepúsculo, pero lo será pronto; ahora, y
      todavía por algunos instantes, su cuadrícula de calles y avenidas es esculpida en negro por la luz
      estremecida que cede poco a poco ante la marea de bruma marrón que se eleva del puerto, llenando
      las profundas y chorreantes trincheras de piedra hasta que, bruscamente, el sol desaparezca tras la
      línea de las colinas, al oeste, tras las carcasas descarnadas de las torres y las grandes norias del
      parque de atracciones abandonado bajo el cielo de color salmón ahora, abandonada también la
      ciudad, solitaria, bajo la invariable luz verde eléctrico de los globos de sus faroles complicados, que
      se encienden uno tras otro, como las candilejas de un teatro, parecida a una de esas reinas a punto
      de parir dejada sola en su palacio porque nadie debe verla en este momento, dando a luz,
      expulsando de sus lomos empapados de sudor lo que debía ser parido, expulsado, algún mínimo
      monstruo macrocéfalo (dice el americano), inviable y degenerado; y por fin todo se inmoviliza, cae,
      y ella permanece allí, yaciendo agotada, expirante, sin esperanza de que aquello termine alguna vez,
      vaciándose en una ínfima, incesante y vana hemorragia: ni siquiera destripada, apuñalada, sólo un
      poco de sangre fluyendo, corriendo sin tregua por una delgada, invisible fisura en el centro mismo
      de su cuerpo, una mancha, pronto un pequeño charco, extendiéndose, agrandándose lentamente en
      el enlosado del urinario subterráneo en cuyo corredor sigue estando, en el seno del sofocante hedor,
      con la espalda apoyada en la pared de azulejos, la ceremoniosa hilera de limpiabotas de cabellera
      ala de cuervo, por completo vestidos (camisa y pantalón) de negro, alineados, pacientes,
      disponibles, terribles y famélicos tras sus pequeñas cajas claveteadas parecidas a antiguos y
      misteriosos cofrecillos, minúsculos e irrisorios ataúdes para niños.


      -Claude Simon, El Palace.

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    2. "¿Qué le pedimos al futuro? Esperanza, oportunidad, muerte... formas de soportar el presente y sobre todo la falta de sentido. De qué nos sirve una imagen especulativa del telos y su punto final si no dejamos de sobrepasarlo, a cada presente, en su desdoblarse como final y principio de su misma actualidad."

      De lo que propones, me interesa el concepto "esperanza", muy existencialista. En mi precario entendimiento de Heidegger (que era un fenomenólogo), creo que la única "felicidad" a la que podemos aspirar es la esperanza, pues según su modelo de pensamiento estamos permanentemente pendientes de lo que va a pasar, sea dentro de cinco minutos o de diez años: si el pensamiento es una función de cálculo, diría que los términos con los que opera son datos del pasado, y la incógnita tras el signo = es el futuro. Si nuestra existencia es el cuidado de sí,no hay más felicidad que la esperanza. (vuelvo a mis argumentos freaks de siempre, pero la retórica del cristianismo utiliza mucho la palabra "esperanza" mucho más que la de felicidad. los materialistas seguramente creen que la esperanza conduce a la alienación del presente subsumiéndolo a una expectativa que no se cumplirá, pero las viejas religiones quizás eran conscientes de que no hay más tranquilidad que la convicción de un futuro próspero, o al menos no doloroso. el cristianismo tal vez sea una trampa, pero su resolución de los grandes padecimientos humanos es muy eficaz, sobre todo gracias a su apuesta por la "esperanza"). Ahora bien, la dificultad consiste en que la esperanza es siempre "esperanza de", al igual que la consciencia es "consciencia de", es decir que no se da sin un contenido. La dificultad es actualizar esa esperanza dándole un contenido. No puede decirse a secas "tengo esperanza"... ¿¿¡esperanza de qué??? Nadie sabe qué contenido dar a su esperanza.

      Intuyo que los orientales, sabedores de que ese telos esperanzador es fútil, optan por buscar un estadio cognitivo extraño en el que la mente ya no "espera" nada y se disuelve en la feliz inanidad de la presencia, de lo insustancial del presente puro sin contenido, la alegría del "existir por existir"... anyway no creo que el objetivo sea convertir el presente en prodigios privados sino, más precisamente, en "futuros recuerdos prodigiosos". Si analizo lo que hago, tengo la sensación de que muchas cosas las hago con la vocación de que en el futuro se transformen en recuerdos felices... y para medir la felicidad de los recuerdos, no tenemos más regla que su conformidad a nuestro Yo idealizado. No sé.

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  4. y por cierto, tus citas científicas insinúan que sí crees en un "sentido": si hay recurrencias inapelables en la realidad, si hay una legislatura de los acontecimientos, hay "sentido", en la medida en que no todo es posible.
    No sé si has leído el libro de Meillassoux, como filosofía punk no tiene desperdicio: él radicaliza la opción de "todo es posible", pues las leyes de la naturaleza pueden desaparecer mañana mismo pues no tienen que rendir cuentas a ningún juez. El big bang fue un accidente de la nad e igualmente contingentes son el espacio, el tiempo, el orden subatómico, etc. Nada garantiza que mañana, por ejemplo, el tiempo empiece a correr marcha atrás, o los electrones a girar en sentido contrario. La tesis de meillassoux es tan inmediata que sorprende que sea tan relativamente infrecuente en filosofía, como sorprende que tan pocos epistemólogos se hayan molestado en desactivarla.

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    1. Podemos imaginar un montón acontecimientos y negar con palabras lo que nos parezca, sin embargo ocurre lo que ocurre de la manera que ocurre. La incertidumbre es mucho más caprichosa que la imaginación científica (o contra-científica si es el caso), dentro de las regularidades, del orden en la sucesión y las partes, un mal resbalón en la ducha... somos frágiles y falibles. Pero qué maravilloso estar vivo y qué inexplicable si no lo reducimos a simples teorías...

      http://youtu.be/-9Ta_BD_AJI

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  5. La concicencia del "Estar vivo" es resultado de un lenguaje. Los animales, por ejemplo, en muchos casos no saben lo que es estar vivo o muerto, su realidad no funciona con esas categorías. Lo de las "simples teorías" no creo que reduzca nada, sino que amplía perspectivas, construye realidad. Eres un habitante de teorías, no de duchas. Como arquitecto te garantizo que "ducha" es un concepto tan abstracto como puedan serlo los de esencia, diferencia o algorito.

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    1. Pues a mí me parece que estar vivo es una forma de referirse a sensaciones extra-lingüísticas y que el lenguaje es una forma de operar con algo así como índices empíricos según un código compartido, que parte y acaba en la experiencia; en su hacerse sentido y en lo sentido. Con el lenguaje podemos hacer malabares como aquello que decía Schopenhauer de un "hierro de madera". Bien, supongo que en esto le doy casi toda la razón a Ryle (coincido, vaya), aunque no creo que agote las posibilidades ni los problemas de un campo tan apasionante. La imaginación es una potencia experimental, importantísima para nosotros, toda la lógica es imaginaria... otra cosa es lo imaginal para quien sepa o crea en asuntos de ese tipo.

      Retomando el tema de la esperanza, es un término sincategoremático como lo podría ser libertad en un sentido positivo, pero en un sentido digamos romántico se bastan de por sí en tanto que sentimiento... uno, a veces, se siente libre, esperanzado o en paz como quien dice... optimista... o con cierta alegría templada. Supongo que la cuestión es captar lo que se quiere decir, cuando hay algo que captar.

      Creo que este texto te gustará, no es una maravilla pero toca puntos importantes sobre algunos temas que hemos tratado:

      http://www.academia.edu/2324284/Introduccion_al_problema_del_tiempo_y_la_critica_al_esquematismo_Henri_Bergson_y_William_James_frente_a_las_Ciencias_positivas

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    2. Mmm... no tengo nada estudiado el empirismo, pero me huelo que bajo la aparente solvencia de sus categorías hay un cabo que no sé si queda bien atado, y es el del "pathos", el "estado de ánimo" como campo pre-lingüístico y casi "místico", el reino del capricho. En Deleuze por ejemplo, pareciese que al lenguaje le subyaciese (o subsistiese) algo pre-lingüístico que, en el fondo, es más poderoso que el código... Precisamente ayer estuve viendo una charla sobre Derrida, al que no consigo hincarle el diente en profundidad, pero creo que él se toma más en serio esa especie de "lapso" entre el lenguaje y lo que sustancia (o lo que se sustancia en él). No llego a entender bien la "diferencia" derridiana pero creo que apunta en esa dirección, hacia la complejidad d distribuir lo que es "código" y lo que es "codificado". Digo esto porque "sensaciones extra-lingüísticas" es una afirmación muy comprometedora... ¿de dónde sacas esa autonomía de la sensación? ¿crees que puede haber el más mínimo apercibimiento sin código? Anyway un día deberíamos debatir la lógica empirista sobre el binomio placer-displacer (no sé si lo abordan, pero me interesaría conocer cómo resuelven el papel de los "estados de ánimo"

      - observer

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  6. aprovecho para recordar a todos que si a alguien le apetece escribir un post, por supuesto tenéis las puertas de este blog abiertas, y además me haría muchísima ilusión.
    Casi todos tenéis blogs, pero suelen ser muy serios y científicos, cuando os apetezca especular o divagar sin red, por favor animaos a compartir algo con nosotros. Los que tenési blogs entiendo que preferís explayaros en vuestras bitácoras, pero los que me dicen "es que no me atrevo", "es que yo no sé", "es que me da corte..." no seáis así, escribir algún post es muy divertido y produce un vértigo adictivo.

    Así que ya sabéis, los que os decidáis a compartir algún pensamiento (desde el comentario de una peli a una queja contra tu vecina del quinto) estamos aquí:

    crisis_de_fe@hotmail.com

    - observer

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  7. Un post muy genealógico. Y creo que sólo se hace genealogía cuando uno ve el final de algo. De modo que aunque creo que ya conoces mi opinión al respecto, intentaré aclarar conceptos “aprovechando” esta ocasión genea-lógica -como tú muy bien has hecho... a tu manera, por cierto-.

    Yo opino que “el poder” ya no está en los seres humanos, está en los objetos, que han secuestrado -o seducido dirían otros- la “libertad” o inconsciencia del humano hace mucho, mucho tiempo. Es decir, desde que descubrió cómo medir objetos con objetos. Y después, obviamente, cómo medir el tiempo con esos objetos. Objetivando así el tiempo con el objetivo de poder manipularle a voluntad. O si se prefiere decir de otra manera, con el objeto de controlar nuestra propia desaparición en el tiempo, es decir controlar la muerte.

    Por ello creo que el lenguaje no sólo no tiene la clave de tal secuestro, sino que se opone a ello. Ha sido por contra el lenguaje matemático el que hizo posible -o tal vez fuera una emergencia necesaria, no sé-, que los primeros asentamientos humanos burocratizaran sus grupos -sus primeras “sociedades”- para gestionar su acumulación tras la medición, su producción y su reproducción. Pero tal y como lo hace “la ciencia”. Es decir, en condiciones de “encierro” o de laboratorio. Hasta intentar convertir el mundo en un inmenso laboratorio. Como cada vez resulta más evidente su intento con los dispositivos de control numérico, estadístico, probabilístico y demás zarandajas “objetivas”.

    Por todo esto, también veo al ser humano como un medio que tienen los objetos -y su lenguaje matemático- para llegar a ese fin. Sólo que los objetos -parásitos simbióticos del ser humano- desconocen -al parecer, tanto como el ser humano-, su virulenta reproducción, terminando por matar al huésped con su incansable “seducción”, en esa aparente retroalimentación.

    Pero contrariamente a lo que dices en el post, yo no creo que se necesite ya ninguna Razón de Ser para existir. Y en tal caso, ahora quien la necesita para emanciparse es “el objeto”. Por eso yo -en mi vertiente “humana”-, defiendo el autismo “a ultranza”. Porque de hecho, el tiempo empieza a carecer de sentido, tanto para mí como para otros muchos -o como para los primeros homínidos, supongo-. Y si tiene algún sentido para nosotros todavía, debe de ser debido a que los objetos necesitan “anclar” a su huésped a sus antiguas condiciones de existencia, en base a simulaciones nostálgicas. No sea que llegue el día en el que a su huésped le importen un pimiento sus orígenes y sus fines y mande a todos los objetos a tomar por el culo. ¿Sería imposible?

    De cualquier manera yo no contemplo el autismo como una opción -no se puede ser autista a voluntad-, sino más bien como una necesidad imperiosa de quien no encuentra Razón de Ser. Algo así como quien no encuentra razones para dejar las drogas y se acuerda de ese anuncio que decía: “simplemente di no”.







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    1. Peeeero... -cómo me gusta este neologismo que inventaste :-) si es cierto que el objeto es ahora el que quiere emanciparse del humano; para mí el principal dilema consiste en si ayudar al objeto a convertirse en sujeto -es decir, si intentar “reconducir” al objeto... como inevitablemente siempre se ha intentado hacer para que no acabe con su huésped-. O “pasar olimpicamente” del objeto hasta conseguir “seducirle” -es decir, no hacerle ni caso hasta conseguir hacerle bajar de las nubes, donde por cierto, nos ha subido también el “ego” a nosotros los humanos-. Lo que obviamente me recuerda el anuncio de “porque yo lo valgo”.

      Claro que, en este último caso -el autista-, yo tengo poco que hacer, y tampoco demasiado que contemplar, puesto que las catástrofes y el horror nunca me han parecido ningún espectáculo “seductor”, ni siquiera estéticamente disfrazados de “Apocalypse Now”. Aunque por eso mismo creo que esta segunda opción de “tener poco que hacer” o “wo wei” taoísta, tanto a mí como cada vez a más personas nos resulte mucho más “seductora”, supongo.

      De modo que de nuevo aquí parece haber un antagonismo primigenio: el autismo contra el porqueyolovalguismo. Y lo que surja como emergencia creadora a partir de estas dos fuerzas antagónicas... pues eso, como siempre, nadie tiene NPI

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  8. (
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    el puñetero cyclonopedia, el libro de más pegada desde el Mil Mesetas en el mundillo académico... recomiendo barjarlo ante de que lo borren, la única versión que he encontrado es esta:
    http://es.scribd.com/doc/95733058/cyclonopedia-complicity-with-anonymous-materials-anomaly

    cuando lo lea / leamos, comentamos
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